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Produce cierta ilusión comprobar que el tiempo pasa pero que hay veces que vuelve, que los mitos y ritos de la infancia tenían una hondura, una profundidad metafísica, que los hacen perfectamente útiles para dar cuenta de la más moderna realidad, que lo que uno aprendió de niño sigue vigente tras tantos años y mudanzas. Los más viejos recordamos con cariño las películas del gran Fumanchú, la encarnación en aquella época del gran mito del Peligro Amarillo. Para quienes no lo sepan, Fumanchú era (y es) un chino malvado que utilizando organizaciones secretas pretendía acabar mediante los más variopintos medios con la civilización occidental, tarea para la que contaba con medios prácticamente ilimitados, pero en la que siempre hasta ahora ha fracasado gracias a la capacidad del investigador británico Nayland Smith. Si bien su historia pública se remonta a 1913 en que fue sacada a la luz por el novelista Sax Rohmer, el conocimiento general acerca de las andanzas de este maligno chino no se produjo hasta que el cine difundiera sus maldades a escala general allá por los años 60 del siglo pasado. Todos los que fuimos niños en aquella época vimos las películas de Fumanchú en cines de sesión doble comiendo patatas y bebiendo gaseosa, y estoy seguro que a todos se nos grabó bien adentro del inconsciente la necesidad de ir con cuidado con los chinos pues en el fondo de todos ellos se escondía la envidia de la civilización occidental y anidaba el espíritu malévolo de acabar con nuestro mundo. Y tengo para mí por enteramente cierto que detrás de buena parte de los recelos ante la globalización (que, por otra parte, no dejan de estar bien fundados) anda la larga mano del miedo a Fumanchú.

Y viene esto hoy a cuento de la inflación. Asistí el otro día estupefacto a un programa de televisión en la Primera de Televisión Española en la que, a la hora de dar cuenta del proceso inflacionista que estamos padeciendo desde hace unos meses, se echaba mano de la explicación que desde el Gobierno de España se ha apuntado: la habitual, la de siempre. El problema, como es obligado, vendría de fuera: el precio del petróleo (olvidando, por ejemplo, que el dolar se ha devaluado respecto al euro en cuantía más que apreciable), las bajas cosechas de grano de Ucrania, la sequía en Australia y Nueva Zelanda, la Política Agraria Común de la UE, los biocombustibles, etc. En fin, sea más o menos cierto, la culpa, como siempre, la tenían los otros. Y, además, a nuestros socios europeos les pasaba lo mismo. Pero a todo esto, ya tan conocido y manido, los redactores de Economía de la cadena pública estatal agregaron por su cuenta un giro de tuerca de lo más efectista: más allá de todas esas explicaciones o justificaciones intermedias de la inflación, había un culpable último: los chinos. Era la larga mano de Fumanchú la que estaba detrás de la inflación. Veamos, por ejemplo, el caso del precio de la leche cuyo inverosímil ascenso en septiembre se convirtió en el ejemplo más visible del nuevo proceso inflacionista. Pues bien, aquí la culpa también la tenían los chinos que, a lo que parecía, habían decidido de común acuerdo alterar sus patrones de dieta y hacerse adictos a los lácteos. Y esa "explicación" me extrañó sobremanera pues sabia que los antropólogos desde siempre han constatado que en los países orientales el uso de leche se restringe a los niños, y que luego los adultos sencillamente la aborrecen. Marvin Harris explicó convincentemente esa repulsión acudiendo a la ausencia en la mayor parte de los pueblos orientales (y también en los de raza negra) de los genes que permiten que la lactasa, la enzima que permite digerir la lactosa de la leche, siga presente en el aparato digestivo más allá de la época de lactancia. Pues bien, a lo que parecía según la información de TVE, es que los chinos han decidido en los últimos cuatro meses, siguiendo probablemente las instrucciones secretas de Fumanchú pues no de otro modo se puede concebir que tanto chino se ponga de acuerdo, hacer de tripas corazón, ponerse a beber leche como las familias de las películas norteamericanas de Walt Disneyu, y padecer de dolorosos dolores de tripa. Todo sea para acabar con la civilización láctea occidental, me imagino. Y la cosa no acababa aquí, pues lo mismo había pasado para las hamburguesas, pues el redactor de TVE también decía que se había producido un cambio en su dieta de modo que del cerdo y el arroz tres delicias o el pato chino cantonés, los chinos se han pasado en masa al Big Mac. Y del arroz al trigo, y lo mismo con los biocombustibles, y con el pollo, y así sucesivamente. Menos mal que, gracias al Emperador del Cielo y para suerte del Gobierno de España, al menos de momento, los más de mil millones de secuaces de Fumanchú se han olvidado del conejo, pues si no ya veríamos el precio del conejo por las nubes. En suma, que se diría que estamos asistiendo, una vez más, a un complot orquestado por Fumanchú para acabar con la civilización occidental y esta vez usando de la sutilísima estrategia de la inflación. Eso ya lo había dicho Lenin ("La manera de doblegar a las burguesías es molerlas entre los hitos de cargas impositivas e inflación"), pero es que como desde siempre supimos Lenin no era sino el mismo Fumanchú: le ponías al bueno de Vladimiro Illich Ulianov una coleta y el cónico sombrero de paja y ya tenías al amarillo genio del mal.


Y el caso es que, a lo mejor, todo es verdad, que la explicación del proceso inflacionista haya de buscarse en la desafortunada concatenación de las acrecentadas demandas de materias primas y productos alimenticios del gigante asiático con las restricciones de oferta asociadas a los problemas casusados por el cambio climático y la PAC. Pero sea cual sea la verosimilitud general de esta teoría china de la inflación, lo que está claro es que para el caso español, Fumanchú ha dispuesto a su servicio de la inestimable ayuda de unos quintacolumnistas de excepción: los empresarios españoles. Pues sin ella no creo que sea fácil dar cuenta del salto del diferencial de inflación (en %) entre la tasa de inflación (IPC) de España y la tasa de inflación media armonizada de la zona euro (que incluye la española) que de oscilar en el último año en torno a un 0,4-0,5% ha evolucionado de la siguiente forma en los últimos meses:


Agosto : 0,5
Septiembre: 0,6
Octubre: 1
Noviembre: 1
Diciembre: 1,2


Es decir, que aprovechándose de las argucias de Fumanchú los empresarios españoles han decidido desde Agosto de 2007 hacer su "agosto" particular y han doblado ese diferencial, por la cara, en los últimos meses, sin que a lo que parece les importe un ardite la civilización occidental. No es necesario ser un gran economista para darse cuenta de que, al margen de los efectos de las causas de la inflación en términos generales, aquí se está en presencia de unos comportamientos entre los empresarios españoles del tipo "tonto el último (que suba sus precios)" o del de "a río revuelto ganancia de pescadores". Dicho de otra manera, dentro de la inflación española habría que diferenciar la inflación "real", aquella que puede "justificarse" por causas económicas claras ya sea por el lado de la oferta (en términos de traslado a precios de subidas de costes) o de la demanda (aumentos de precios debido a la demanda acrecentada por exceso de liquidez), de la "pseudoinflación" (véase la entrada Pseudoeconomía, 12/10/07 ), o sea de la inflación generada por la difusión entre los empresarios del conocimiento de que otros ya han ajustado al alza sus precios, lo que les lleva a hacerlo a su vez con el objetivo de aprovecharse de esa dinámica alcista general o de no perder posiciones en la distribución de la renta. (Modelizar este tipo de interacciones recíprocas es extremadamente complejo pues se trata de dinámicas no lineales). Por supuesto que tales "prácticas" sólo se las pueden permitir en aquellos sectores donde la competencia brilla por su ausencia, y aquí la responsabilidad no la tiene el gran Fumanchú por muy malvado que sea, sino en la dejadez del estado en el estímulo y defensa de la competencia.


BIBLIOGRAFÍA

Marvin Harris, Bueno para comer. (Madrid: Alianza, 1989)

Paul Ormerod, Butterfly Economics. (New York: Pantheon, 1999)
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