Es uno de los teoremas básicos de la Teoría Económica aquel que establece que los costes hundidos o irrecuperables, los correspondientes a inversiones ya realizadas y pagadas en el pasado (p.ej., el tiempo ya gastado esperando un autobús en una parada), no deben tomarse en consideración en la toma de decisiones (por seguir el ejemplo, la decisión de si se sigue o no esperando al autobus). A la hora de elegir entre dos opciones A y B, una elección racional sólo habría de tener en cuenta los beneficios y los costes adicionales (o costes marginales) que cada una supondría. Cualesquiera otros costes en que se hubiese incurrido previamente debieran ser ignorados pues la decisión que se toma hoy en nada los afectarían puesto que ya fueron pagados y no se puede viajar hacia atrás en el tiempo. La teoría de la elección o la decisión racional trata, en suma, de acontecimientos que ocurren en el presente y a él y al futuro afectan y se refieren.
Sin embargo, el común de los humanos suele sentirse más que incómodo con semejante argumentación. Así que es de lo más que habitual oír, por contra, que los costes en que se incurrió en el pasado sí que importan y que sí que han de tenerse en consideración en las decisiones presentes. La respuesta de los economistas suele ser o bien que tal actitud sería un ejemplo de comportamiento irracional, o bien que quien afirma tomar decisiones teniendo en consideración los costes pasados está hablando sin saberlo de nuevos costes, de costes adicionales o marginales.
Una posible vía de solución a esta discordancia puede hallarse, en algunos casos, en la peculiar alma que anima al "homo oeconomicus", esa subespecie del género homo que puebla los libros de texto de Economía. A lo que parece, el alma de un auténtico "homo oeconomicus" tal y como aparece implícitamente en esos textos, estaría compuesta de sólo dos partes: la parte racional (la capacidad de tomar decisiones racionales resultado de un largo proceso evolutivo con arreglo a la selección natural darwiniana) y la parte donde anidan los deseos, donde conviven las necesidades que nos han legado vía genes nuestro pasado biológico junto con las que nos proporciona el entorno social y cultural (que van desde las necesidades impuestas socialmente hasta los deseos y querencias que los de la publicidad nos crean). Y, ciertamente, para "humanos" con almas tan escuetas, es muy probable que el pasado no tenga ningún peso en las decisiones del presente: son solamente máquinas de satisfacción de necesidades, máquinas de maximización de funciones de utilidad definidas en el espacio de bienes económicos.
Pero, claro, para la mayor parte de los humanos el alma es algo más complejo. Para no meterse lo más mínimo en un asunto tan peliagudo (el de de qué va la naturaleza humana) y que tanto ha dado para hablar y escribir, lo mejor posiblemente sea contentarse con sólo indicar lo que se decía en los comienzos históricos de la reflexión sobre este asunto y ver qué se sigue de ello respecto a la cuestión del peso del pasado.
Comenta Francis Fukuyama en su obra El fin del hombre que Sócrates, en la República de Platón, manifestaba que el alma se compone no de dos sino de tres partes distintas, la parte concupiscente (deseos), la parte racional y, por último, la que denominó, thymos, un vocablo griego que suele traducirse por temperamento. El thymos es el lado orgulloso de la personalidad humana, la parte que exige el reconocimiento de la valía o dignidad propias por parte de los demás. No se trata de un deseo de algún bien u objeto material para satisfacer una necesidad -la "utilidad" que los economistas suelen ver como fuente de motivación humana - sino más bien de una exigencia intersubjetiva de reconocimiento del status propio por parte de algún otro ser humano".
Y, entonces, cuando aceptamos que todos tenemos nuestro propio thymos, nuestra propia idea de lo que somos, de nuestra propia valía, fruto en último término de inversiones costosas que hicimos en el pasado en nosotros mismos, en nuestra propia identidad, sucede que las decisiones del presente están afectadas por esos costes ya pasados que hicimos en nosotros mismos, de modo que sí afectan a nuestras decisiones presentes: simplemente, hay decisiones que no podemos tomar porque serían incongruentes o afectarían negativamente a nuestra autoestima, a esa imagen que tenemos nosotros mismos de nosotros y que tratamos continuamente de transmitir a los demás y es la base de nuestra reputación y prestigio.
Esa es la idea que Charles Wolf mantuvo en un artículo publicado allá por 1970 en el Journal of Political Economy con el título "The Present Value of the Past", donde defendía que en aquellos casos en que la valoración o la autoestima propios (fruto, recordemos, de "inversiones" hechas en el pasado) se viese alterada por las decisiones presentes, estas estaban condicionadas por los costes pasados (el entero asunto se ha desarrollado mucho más pormenorizadamente en G. Brennan y Ph.Petit: The Economy of Esteem).
Dicho con otras palabras, que no es nada infrecuente que nos quedemos esperando al autobus para no quedar ante nosotros mismos como unos tontos por llevar ya media hora esperando.
Y algo semejante también sucede frecuentemente a nivel colectivo. La autoestima de los grupos sociales, sus identidades nacionales se construyen al igual que las individuales también con "inversiones" que se pierden en el pasado, gastos que, como ha recalcado Rafael Sánchez Ferlosio, se han de plasmar para ser efectivos en guerras y conflictos (véase Ferlosio, La hija de la guerra y la madre de la patria) pues una identidad nacional sólo se puede construir contra la de otro; inversiones a fondo perdido, por otra parte, que los guardianes de las identidades nacionales nunca dejan caer en el olvido, lo que se convierte sin duda en la causa y motivo de nuevos conflictos internacionales o identitarios, nuevas inversiones pues en identidad nacional.
Y así cuántas veces no se habrá oído en la historia de todas naciones que una actitud de renuncia, pacto o acuerdo en algún conflicto internacional no era de recibo porque eso sería "traicionar a los muertos" como si tal cosa fuese posible, que hacerlo sería hacer como si los muertos por la "Causa" hubieran muerto en vano. Los muertos, muertos están, y nada les devolverá la vida. Sus vidas perdidas debieran por ello en estricta lógica ser auténticos costes irrecuperables que nada pesasen en las decisiones que una colectividad tomase respecto a su futuro, pero el thymos colectivo nunca permite tal cosa, no sólo no permite el olvido del pasado sino que obliga al presente y por ende al futuro a definirse en sujección a él.