Decía uno de mis ídolos, Mark Twain que "Recogéis a un perro que anda muerto de hambre, lo engordáis y no os morderá. Esa es la diferencia más notable entre un perro y un hombre."
He prometido ser incorrecto, así que ahí va mi comentario.
Este artículo lo dedico a los desagradecidos, a aquellos por quienes haces lo que debes profesionalmente e, incluso, añades unas gotas adicionales de sudor para que todo sea perfecto. Los yankees dirían que uno ha ido más allá del deber. ¡Medalla de honor!
Y entonces, precisamente entonces, ¡se produce el milagro elevado a menos uno!
El cliente objeto de la mejor atención va y te deja por siete miserables euros. Se va, literalmente, con otro. Te pone los cuernos o así lo veo yo.
¿Qué pasó? ¿Qué hice mal? En ese momento nos ataca nuestra formación judeo-cristiana y empezamos a desarrollar sentimientos de culpabilidad. Empezamos a analizar todo cuanto hemos hecho, intentando atar cabos sueltos... ese algo que justifique la decisión del cliente. ¡Error!
No hay nada que nos podamos reprochar. Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano para que el cliente ni siquiera se diera cuenta de que nos estábamos discutiendo con el asegurador, tirando los trastos con el perito y quemando los puentes por él.
Todo ha ido como la seda. Demasiado bien. A sus ojos, todo ha sido tan fácil que carece de valor. Le hemos dejado tan al margen del combate que no ha visto cuanta sangre hemos perdido por él. Y ya se sabe: ojos que no ven...
Así el cliente nos deja, plantados, porque no hemos sido asertivos ni transparentes, informándole de la dificultad de nuestra gestión, de nuestro interés en sus asuntos en conflicto, de lo comprometidos que estamos con él. Simplemente piensa que todo ha sido tan fácil que "¿porqué debe costarme siete euros más con este pringado que con el otro,que me lo hace más barato?".
Igual vuelve. ¿Le aceptaré entonces como cliente?
He prometido ser incorrecto, así que ahí va mi comentario.
Este artículo lo dedico a los desagradecidos, a aquellos por quienes haces lo que debes profesionalmente e, incluso, añades unas gotas adicionales de sudor para que todo sea perfecto. Los yankees dirían que uno ha ido más allá del deber. ¡Medalla de honor!
Y entonces, precisamente entonces, ¡se produce el milagro elevado a menos uno!
El cliente objeto de la mejor atención va y te deja por siete miserables euros. Se va, literalmente, con otro. Te pone los cuernos o así lo veo yo.
¿Qué pasó? ¿Qué hice mal? En ese momento nos ataca nuestra formación judeo-cristiana y empezamos a desarrollar sentimientos de culpabilidad. Empezamos a analizar todo cuanto hemos hecho, intentando atar cabos sueltos... ese algo que justifique la decisión del cliente. ¡Error!
No hay nada que nos podamos reprochar. Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano para que el cliente ni siquiera se diera cuenta de que nos estábamos discutiendo con el asegurador, tirando los trastos con el perito y quemando los puentes por él.
Todo ha ido como la seda. Demasiado bien. A sus ojos, todo ha sido tan fácil que carece de valor. Le hemos dejado tan al margen del combate que no ha visto cuanta sangre hemos perdido por él. Y ya se sabe: ojos que no ven...
Así el cliente nos deja, plantados, porque no hemos sido asertivos ni transparentes, informándole de la dificultad de nuestra gestión, de nuestro interés en sus asuntos en conflicto, de lo comprometidos que estamos con él. Simplemente piensa que todo ha sido tan fácil que "¿porqué debe costarme siete euros más con este pringado que con el otro,que me lo hace más barato?".
Igual vuelve. ¿Le aceptaré entonces como cliente?