Cuenta mi buen amigo José Ramón, también corredor (aclaro que hay buena gente en mi profesión...) que una vez un extranjero llegó a una ciudad y, por aquello de conocer qué acontecía con sus habitantes y en qué modo era próspera dicha población, decidió comenzar su periplo por el cementerio.
Recorrió tumba tras tumba, leyendo sobrecogido lápidas y estelas. Asombrado y confuso, se dirigió con paso apresurado hacia la salida, con sus ojos bañados por lágrimas emocionadas. Una mujer, ya anciana, le cortó el paso al ver cómo su semblante denotaba una tristeza sin límites. Cogió sus manos y, amorosamente, le pidió qué le sucedía y en qué podía ayudarle.
El viajero la miró a los ojos y, casi de un modo inaudible, conmovido, narró que jamás, en sus viajes, había encontrado algo parecido. Dijo a la anciana: " he visto cientos de tumbas y en todas ellas está inscrita la edad del fallecido. En muchas he visto que se trataba de niños de 3, 4 ó 5 años de edad. El más longevo apenas tenía 9 años. Es terrible el sufrimiento que ustedes habrán vivido perdiendo tal cantidad de niños a tan temprana edad".
La anciana sonrió, sus ojos se entornaron dibujando una caricia y le contestó: "no se preocupe por nosotros, no sufrimos mucho más que usted... ni tampoco menos. Lo que usted ha visto no es la edad a la que fallecieron esas personas, sino el tiempo de sus vidas, longevas, en que fueron felices. Ese es el tiempo de nuestras vidas que realmente tiene valor y así lo hacemos saber para el recuerdo que mantienen de nosotros quienes nos sobreviven. Espero que ello le ayude a vivir una hermosa vida".
No importa cuanto tiempo viviremos, más aún sabiendo que estamos de paso. Lo que realmente importa es lo que hacemos con nuestras vidas y lo que ello desencadena en la de quienes se relacionan con nosotros.
Sé que las cosas andarían de otro modo si este cuento fuera verdad. ¿No es cierto? Cosas que tienen los cuentos.