Este articulo escrito en plena crisis de 2012, creo que es de más actualidad si cabe hoy en 2020. Creo que la situación es más grave porque nadie de fuera nos rescatará al ser una crisis global. Meditemos y reflexionemos.
Estaba hablando con unos amigos y familiares cuando la conversación derivó hacia la temática basada en comparar la situación actual española con la de nuestra juventud (años 60 y 70), para concluir que estamos en una encrucijada que tiene muchos elementos comunes con aquella época, aunque con altas probabilidades de retroceder más y retornar a los años de la postguerra.
Los lectores de mi edad pueden evitar leer cómo fue nuestra infancia pues estoy seguro que la recordarán y la tendrán grabada en su retina.
Aquellos años me traen a la memoria varios conceptos básicos: escasez, uniformidad, oscuridad y sacrificio.
De la escasez y la uniformidad no fui consciente hasta que salimos de ella. Desayuno, pan con leche, y para comer mi madre hacia un gran puchero que duraba toda la semana de lunes a domingo y de domingo a lunes. Algunas veces ponía más garbanzos y otras más patata o pierna de gallina. Por la noche, “entrepa” (antecedente del bocata) con longaniza y butifarra, días pares, y huevo los impares.
Las comuniones eran toda una bendición del cielo, pues allí comíamos pan con leche con una fina loncha de jamón y bebíamos cerveza. Los sábados por la tarde (el fin de semana empezaba el sábado después de comer), mi padre, además de limpiarnos los únicos zapatos que teníamos, nos enseñaba la doctrina (el catecismo) y así poder presumir de hijo ¿listo o católico? cuando el cura nos lo preguntaba en misa dominical. Lo que no teníamos previsto era la contestación a la cuestión que nos planteó ¿qué comeremos cuando vayamos al cielo? a lo que raudo y veloz contesté: JAMÓN. Las risas aún se están oyendo, y eso que personalmente me mosqueé porque era tan evidente que si el cielo era la felicidad anhelada era porque comeríamos eso.
Los Reyes Magos eran esperados con ilusión desde el momento que el único juguete del año (normalmente un balón) se rompía o pinchaba. No había más. Así que el resto del año a jugar al fútbol con piedras, procurando no dañar los zapatos que, por su carestía, eran examinados cuidadosamente cada noche por mis padres. Un año pasé tanto frio por el mes de diciembre que comenté con mi madre que había pedido a Sus Majestades un pantalón largo. Evidentemente me trajeron el mismo pantalón al que mi madre (modista cuando le dejaba la faena de casa) había sacado la orilla 2cm. Ahí empezó a flaquear mi fe en los milagros.
En muchos hogares, las familias, en su acepción más estricta, tenían sólo un cuarto y el resto de la casa la compartían con hermanos y padres. Nosotros teníamos suerte porque vivíamos los cinco en una casa alquilada de 60 metros en Marchalenes. Recuerdo a mi padre haciendo compañía a mi madre mientras cosía y estudiando por las noches para sacarse el título de graduado escolar. Iba a la escuela municipal donde, en sucesivos cursos, siempre tenía el mismo libro (Álvarez) y el mismo maestro, que lidiaba con alumnos de diferentes cursos, edades y niveles. La regla siempre a punto para disparar y la gimnasia de brazos en cruz sosteniendo libros para mantener la disciplina y la obediencia.
Algunos domingos y en verano íbamos a Godella, pueblo de mi madre. Allí íbamos al repaso, (lo necesitáramos o no) con sus correspondientes deberes vespertinos, entre otras cosas porque mi padre decía que la holgazanería era la madre de todos los vicios, no ensuciábamos la casa y, de paso, le dejábamos trabajar en paz. Estas clases de leer, cuentas y dictado me venían muy bien, ya que aumentaban las probabilidades de mantener la beca a la que me consideraba obligado optar todos los años debido al esfuerzo que veía en casa y a las dudas de poder seguir estudiando sin ella.
Afortunadamente me libré de ir a aprender a bordar con mis hermanas, ya que estoy seguro que también pasó por la mente de mi madre. Consideró que la sociedad no estaba aún preparada, así que me buscó algún alumno al que dar clases (creo que gratis, pues no vi una hileta o moneda de cinco centimos).
Por la noche nos juntábamos para cenar todos los vecinos (cada uno llevaba lo que podía) y a tomar la fresca. Escuchaba los relatos de mi abuelo, (era una de las pocas personas que había vivido en Madrid y, cómo sabía leer castellano, sus opiniones eran seguidas con reverencia), que había conocido todos los regímenes y concluía siempre diciendo lo bien que estábamos, ya que podíamos comer. Años después me explicó mi madre que, cuando no tenían comida, mi abuelo sustituía la falta de alimento por lecciones de solfeo. Cuando se hablaba de temas sociales y políticos siempre concluía con la misma frase: "para qué queremos los leones a las puertas de las Cortes, si lo ladrones están dentro.” Ahora entiendo el por qué.
El médico, el cura (un domingo al mes había una colecta para Cáritas), el farmacéutico y el alcalde reunían todo el poder y saber. Recuerdo el remedio para todas las enfermedades: aspirinas y cama. Únicamente cuando la enfermedad duraba bastante tiempo y los médicos no sabían a qué atenerse (cosa rara, pues solían ser médicos de familia con mucha intuición) empezaban a hacerte análisis y radiografías
Con el tiempo nos mudamos al barrio de la Zaidia, dónde al final de cada mes venía un señor al que entregábamos un dinero y él nos daba un papel rectangular. Intrigado le pregunté a mi padre qué era aquello y me dijo que eran letras (no entendí ni papa) o deudas que contrajo al comprar el piso y que evitara endeudarme en la medida de lo posible. Siempre recordaré a mi padre apagando las luces que dejábamos encendidas. Faltó hace cinco años y si llega a seguir viviendo se muere del susto al puntear el recibo de la luz.
Poco a poco empezaron a cambiar las cosas: un aparato propiedad del vecino y a cuya casa accedíamos los miércoles futbolísticos llamado televisor emitía imágenes en blanco y negro, hablaba y te comentaba alguna noticia, por lo que ya no tenías que escuchar el famoso y temido parte. La Saguntina para ir a los Valles ya circulaba por una carretera sin grandes baches y a medio asfaltar. Las naranjas dejaron de ser el único postre en casa. Había más merienda que el “pa, oli i sal” y algún que otro domingo, en lugar de ir a ver escaparates (mi madre siempre insistía en estar a la moda por su profesión) nos quedábamos en casa para jugar al parchís. En verano los sábados íbamos a la piscina pública...
Poco a poco, la gente fue perdiendo el miedo y recuerdo el primer conflicto provocado por obligar a los autobuses de los pueblos a no cruzar el rio y aparcar en la Estación de Autobuses en las afueras de la ciudad. Ello obligaba a tener que coger otro adicional, organizándose un gran revuelo pues los trabajadores no se podían permitir. Toros y fútbol para acallar a las masas al igual que ahora.
Coincidió esta época con la emigración, que a mi familia también nos tocó. Más de un millón de españoles (cifra relativamente importante para la época), tuvo que abandonar España para poder comer. Vino después la universidad, con sus clases de mil alumnos y el esfuerzo de los entonces PNNs para enseñarnos lo que habían aprendido el año anterior. Ahora, siendo muchos de ellos catedráticos, añoro su antaño espíritu critico.
Actualmente, vamos camino de esto, retrocediendo a esos años. Como saben, creo que para valorar las cosas hay que pagarlas y que nada es gratis. Pero que los recortes lineales, a mansalva y sin examinar detenidamente sus repercusiones y más todavía sin preguntarse qué hemos hecho mal y quién es el responsable de lo que nos sucede, sólo pueden empeorar la situación. Los más emprendedores se van y los más vagos e inútiles se quedan en el poder. Hay que empezar por aquí y esa es labor de todos nosotros si queremos subsistir y no volver a los cincuenta.