A diferencia de otros críticos sociales de su época como John Ruskin o Thomas Carlyle, Charles Dickens no escribió ningún texto explícitamente dedicado a la economía de la Revolución Industrial y sus efectos. No obstante, y a la luz de lo que se cuenta en muchas de sus novelas reflejando lo cruda que fue la vida para las clases trabajadoras en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, no creo que sea inadecuado denominar economía dickensiana a aquella situación que se da cuando el incremento en el acervo de bienes puestos a disposición de una sociedad gracias a los avances técnicos y organizativos se distribuye tan desigualmente que la mayoría de la población asiste inerme durante largos periodos al fenómeno de que todas o la mayor parte de esas ganancias acaban yendo a manos de los menos, por lo que sus condiciones de vida no crecen de modo perceptible o incluso se deterioran.
Cierto es que esta dickensiana imagen de las consecuencias negativas de la primera revolución industrial sobre la calidad de la vida del común de las gentes ha sido cuestionada por ese tipo de economistas, abundante afortunadamente sólo en el mundo académico, en cuya visión panglosiana del libre mercado no puede de ninguna manera encajar la duda de que en sus orígenes el capitalismo industrial no fuera un sistema económico tan benéfico y tan justo como creen a pies juntillas. Pero tras unos debates no demasiado calurosos, se admite hoy ampliamente que las condiciones de vida de los trabajadores ingleses medidas no sólo por la evolución de los salarios reales sino también por otros indicadores como la estatura y la esperanza de vida, cayeron en los inicios de la industrialización y no llegaron a repuntar hasta la década de 1860 cuando pronto.
En cuanto a la cuestión de si el reparto de los frutos de ese proceso de industrialización fue justo, no hay consenso pues la respuesta depende de la noción de justicia distributiva que se sostenga. En general, los más acérrimos defensores de la tesis de la justicia del entero proceso no han hecho sino poner al día las rancias tesis del darwinismo social de Herbert Spencer en el sentido de sostener que los que triunfaron en aquella época lo consiguieron justamente: porque se lo merecían, aunque no tanto por una inobservable superioridad moral en la “lucha por la vida”, sino por su superioridad biológica: por tener una mejor dotación genética para desenvolverse en el nuevo mundo técnico y competitivo que la Revolución Industrial alumbró. Los defensores de esta tesis han llegado aquí a extremos auténticamente delirantes, si bien enteramente congruentes con una teoría económica para la que todas las relaciones económicas en las sociedades liberales son intercambios voluntarios, al considerar por ejemplo que la penosa disciplina que padecían los niños en esas fábricas satánicas de que hablaba William Blake no era sino un sistema de incentivos elegido por los propios niños voluntaria y racionalmente, pues racional lo era para muchos el que buscasen trabajar en talleres donde les golpeasen puesto que gracias a los castigos aumentaba su dedicación al trabajo y conseguían así una mayor paga.
Vive hoy el mundo los efectos de una nueva revolución económica asociada a la globalización y al uso masivo de internet. Y las cosas, afortunadamente, parecen ser muy diferentes a como lo fueron en el siglo XIX. Los datos parecen afirmar que, a diferencia de lo que sucedió en el siglo XIX, la revolución económica del siglo XXI ya está beneficiando a amplias capas de la población del mundo subdesarrollado. Y aquí es donde salta la sorpresa, pues, curiosamente, por lo tanto, no es en el otrora llamado tercer mundo donde podemos tropezarnos con el fenómeno de la economía dickensiana en nuestros días, sino que donde parece que renace es en nuestro primer mundo.
El caso de la economía norteamericana es paradigmático a este respecto, y no sólo por ser la primera economía del mundo sino por su habitual papel de “adelantada”, de ser la “primera” a la hora de experimentar fenómenos que luego se reproducen y generalizan por doquier. Pues bien, es un hecho que la desigualdad ha crecido en EE.UU. sin cesar desde los años 1970 a la vez que su economía ha encabezado la sucesión de cambios tecnológicos revolucionarios de nuestra época. Un dato ilustrativo: los 400 más ricos de EE.UU. son hoy más ricos que los 150 millones de sus compatriotas más pobres. Otro: el trabajador mediano ganó el año pasado un 9% menos de lo que percibió en 1999. La consecuencia de esta desigualdad rampante es que las condiciones de vida se han estancado cuando no han decrecido para la mayoría de la población norteamericana. Así, el 5% más rico que en 1992 disfrutaba del 27% del gasto total en consumo personal, se hizo en 2012 con el 38%, en tanto que el 80% de los menos ricos cuyos gastos en consumo personal ascendían en 1992 al 46,6% del total, en 2012 han pasado a ser del 39%. Por supuesto, estas cifras si bien no significan que todo el 80% de los menos ricos de la población norteamericana esté hoy peor en términos absolutos que en 1992, aunque sí en términos relativos, sí que bastan para calificar de dickensiana esa economía. Una economía que se traduce, desde un punto de vista sociológico, en una sociedad con unas clases medias en desaparición.
Y como sucedió con la economía dickensiana del XIX, la acaparación de los beneficios de la moderna revolución tecnológica de las comunicaciones y del transporte por la elite del poder económico está siendo justificada por muchos economistas en términos enteramente similares. Acudiendo al virtuoso ejemplo de San Steve Jobs y otros prohombres del santoral meritocrático (y olvidando de paso a los mucho más abundantes miembros del grupo de los muy ricos del sector financiero cuyos “méritos” son bastante dudosos) justifican esa asimetría en el reparto de las ganancias de renta y riqueza en términos de esfuerzo, formación, dedicación y capacidad. De nuevo, los cada vez más ricos lo son porque se lo merecen, y los que cada vez lo son menos también.
Acunados por estas opiniones no es de extrañar que los muy muy ricos, el 1% o más aún, el 1% del 1%, sientan como agresión injustificada las críticas que reciben desde los más diversos frentes. A veces llegando a la desfachatez de casos como el de Tom Perkins, un milmillonario de los de la revista Forbes, que no ha tenido el menor empacho en asimilar la “penosa” situación de acoso de los más ricos a lo que sufrieron los judíos con los nazis, y ha propuesto, para que él y los suyos puedan defenderse adecuadamente, la sustitución del “un hombre, un voto” por una “democracia“ en la que el número de votos de cada ciudadano esté en relación directa con lo que paga en impuestos directos.
Que los magnates presten oídos a estas argumentaciones de los defensores del statu quo es comprensible. A fin de cuentas, quien paga al gaitero pide la tonada. Pero quienes deben cerrarles sus oídos deben ser los gobernantes, pues es su obligación conservar y mejorar la sociedad que gestionan. Y como es bien sabido y ha demostrado la Cliodinámica, el enfoque histórico más actual sobre estos temas, la inestabilidad política y social guarda estrecha relación con la desigualdad, la polarización y la desaparición de las clases medias. La desigualdad creciente es por tanto una amenaza para la seguridad de las naciones y como tal ha de tomarse. Y ello sin contar que una economía dickensiana es sin duda la peor situación de partida para afrontar los nuevos retos que la ecología y los cambios demográficos van a plantear a las sociedades desarrolladas en este siglo XXI.