El que hace el número KA.178 de los Aforismos de Georg Cristoph Lichtenberg (1742-1799) dice lo siguiente:
«En Holanda, un príncipe elector de Baviera tuvo que pagar una vez cincuenta ducados por un plato de tocino y huevos, pese a haber llevado consigo su propio vino. “¿Qué diablos ocurre? -preguntó al tabernero-. “¿Son los huevos aquí tan escasos?”. “No -replicó éste en tono seco-, los huevos no, pero sí los príncipes electores."
A veces he utilizado en clase este aforismo para ilustrar el elemental concepto económico de la discriminación de precios de segundo grado, según el cual si una empresa tiene cierto poder de mercado, o poder para fijar precios, entonces puede cobrar un precio diferente a distintos grupos de consumidores en atención a sus características fácilmente identificables, si sus demandas tienen diferente elasticidad, y si no es fácil la reventa, o sea, no sea factible que los que compren a precios bajos revendiesen a los "discriminados", los que pagarían precios más altos..
Dicho con otras palabras, si un vendedor (como el tabernero del aforismo) tiene cierta capacidad de fijar precios, entonces cobraría un precio más alto a los individuos más ricos (como el tabernero de Lichtenberg lo haría con los "príncipes electores", que son muy identificables y ricos), tienen cierta urgencia por adquirir el bien de que se trate o tienen menos conocimiento del mercado local (como, por ejemplo, sucede con los turistas)
Pero siempre que he usado de este aforismo en estos términos, es decir, como ilustración del mecanismo de la discriminación de precios, he sido también claramente consciente de que me dejaba algo importante sin considerar. Y era mi casi total certeza de que ese aforismo no habría podido nunca haberse referido a una situación que se hubiese dado en España. Es decir, que si bien el aforismo puede haber sido cierto para la Holanda en el siglo XVIII, no hubiera podido serlo de igual manera en la España de ese siglo, e intuyo que tampoco en la del XXI.
Y es que hay una gran diferencia entre el comportamiento económico en una sociedad de clases (como ya lo era la Holanda del siglo XVIII) y en una sociedad en cierto modo de castas (como lo era la España entonces, y todavía en cierto medida lo sigue siendo en la actualidad).
Estoy seguro que un príncipe elector de Baviera que anduviera por los caminos de Dios en aquella época en España, y llegara a una fonda, y encargara unos huevos con tocino, hubiera disfrutado además del hecho -inconcebible ya en aquél en la capitalista Holanda- de que no se le cobrase nada por ellos, o, al menos, de que no se le cobrase de más . Es decir, que en España, en vez de sufrir de una discriminación de precios positiva, habría con bastante seguridad disfrutado de una discriminación de precios negativa, pues le habrían cobrado menos o nada por los huevos con tocino en su visita al establecimiento.
Y es que, como correspondería a una sociedad de castas, el tabernero habría así procedido en la medida que se sentiría "más que honrado" por el mero hecho de recibir en su establecimiento la visita de un espécimen de una casta superior, como lo era la nobleza en el Antiguo Régimen, los que se decían eran "de sangre azul" como forma expresiva de señalar su radical o esencial diferencia con las gentes del común. Y, en consecuencia, dado que el tabernero valoraría el «detalle» que con él hubiera tenido ese individuo de rango superior, o sea, el detalle de "aceptar" comerse el plato de huevos con tocino que humildemente le sirviese, le habría salido espontáneamente -dada su condición esencialmente servil-, el mostrar su agradecimiento cobrándole menos o nada. La implicación es obvia: la teoría económica al uso, la que se explica en las clases de Economía, valdría para explicar el comportamiento económico en los mercados en una sociedad de clases, pero no para explicar el comportamiento económico en los mercados en una sociedad de castas.
En una sociedad de clases, la distinción entre los individuos se refiere exclusivamente a una diferencia cuantitativa (la cantidad de dinero que cada uno tiene). En una sociedad de castas, la distancia entre los individuos no es sólo cuantitativa, sino también cualitativa. Los de "arriba», en una sociedad de castas, no sólo tienen más dinero que los de «abajo» , sino que son otro tipo de seres humanos: son, por decirlo en una palabra, superiores. Incluso, algunos de ellos, auténticamente divinos para los de «abajo» . La asunción de ese principio de integración social por parte de las culturas orientales (Marx hablaba a este respecto de «despotismo oriental») explica el por qué nunca ha habido revoluciones exitosas en los países asiáticos China, Japón, India), pues los de «abajo» no les cabría en sus cabezas así culturalmente conformadas en rebelarse contra los señores de «arriba». Y que no se me pongan como ejemplo las revoluciones en China, Vietnam, o India: todas fueron organizadas por individuos no culturalmente asiáticos sino educados en Occidente.
Un Occidente que, desde hace veinte siglos, se hizo más y más culturalmente rebelde gracias al cristianismo que, al contrario de lo que es hoy en día, fue en su tiempo una ideología básicamente rebelde. Al predicar como axioma que todos los hombres son hijos de Dios, cuestionaba taxativamente cualquier creencia que sostuviera que los individuos puedan ser cualitativamente distintos, de modo que las diferencias entre ellos sólo pueden ser cuantitativas (por ejemplo, en términos de riqueza relativa) y, por ende, cuestionables y alterables. El cristianismo sería así, en este punto, una ideología enteramente consistente con la ciencia de la genética, que ha establecido inequívocamente que todos los seres humanos hoy existentes en el mundo somos de la misma especie, "hijos, pues, del mismo dios genético".
La implicación de lo anterior es que las culturas culturalmente cristianas incorporaban en su seno la posibilidad de las revoluciones sociales y políticas. Cosa que quedaba fuera de todo lugar en el caso de las religiones orientales (hinduismo, budismo, etc.), todas conformistas en grado sumo con un orden social de castas pues justifican y sostienen el que los individuos son cualitativamente diferentes. Cada uno sería un individuo de alguna de las castas u órdenes existentes que habrían de ser entendidas (sirva la analogía) como distintas "especies" o formas de ser humano. Por ejemplo, en el sistema de castas hindú, un paria es para un brahamín como un neanderthal lo sería para un cromagnon, o sea de una especie inferior dentro del género homo.
¡Cuán radicalmente distinta es la imagen del hombre para el cristianismo! Todos los hombres son hechos a imagen de dios y por ello esencialmente iguales pues el hecho de ser del mismo "padre" nos hace a todos "hermanos", o sea, de la misma especie. Esa radicalidad implícita en el cristianismo fue más evidente y clara en las interpretaciones protestantes que en las católicas. No es por ello nada extraño que la sustitución de las sociedades de castas del Antiguo Régimen por sociedades de clases se diera antes en los países protestantes.
Hoy, en nuestros tiempos, esa herencia revolucionaria del cristianismo está perdiéndose lamentablemente también en Occidente. Conforme la ideología cristiana pierde fuelle y adeptos está siendo sustituida en las cabezas de las gentes por la ideología de la Meritocracia. Repito, ideología , pues la ideología meritocrática hoy mayoritariamente vigente, es cuestionable científica o filosóficamente, pese a que los que comulgan con ella la consideren tan obviamente correcta (como por cierto es lo que ocurre siempre entre los comulgantes de cualquier ideología) que el cuestionarla sea vivido por ellos como una afrenta a la lógica, a la moral y al sentido común.
Pues bien, con arreglo a esa ideología, los individuos son diferentes no sólo cuantitativamente sino también, y de modo esencial, cualitativamente. El talento, el «genio» personal, distinguiría genéticamente a los individuos de forma esencial. Habría unos individuos que por sus muy especiales genes tendrían unas características propias y exclusivas (su capacidad de "emprendimiento", su "competitividad", su "talento"...) que los harían distintos de una manera esencial al resto. Serían -por decirlo en una palabra- "superiores". Y, claro está, se "merecerían" por ello un tratamiento diferencial por parte de los que respecto a ellos seríamos casi "subhumanos", de un tipo o especie "inferior". Volvemos así a una sociedad de castas. Al final Buda o Brahma parecen estarle ganando la partida a Cristo: nos estamos haciendo orientales.
Y, por acabar, me referiré al caso de nuestro país. Aquí, lamentablemente, parece que vamos a llegar a la nueva sociedad de castas meritocrática sin haber pasado plenamente por una sociedad de clases. No sé si el rey de España y los miembros de su familia pagan en los restaurantes, pero si lo hacen me da que es contra los deseos de sus dueños. Cada vez que estoy en un restaurante y veo las fotos dedicadas a sus dueños por parte de toreros, artistas, nobles y demás gentes, ostentosamente mostradas en las paredes principales de esos establecimientos, me acuerdo del aforismo de Lichtenberg. Y, no sólo en los bares y restaurantes, el mismo carácter y comportamiento obsequioso o servil de los de "abajo" hacia los de "arriba", sobre todo si creen que los de "arriba" lo son por ser de alguna manera "superiores", es descaradamente visible en otros muchos entornos sociales y económicos. Por ello me hace una gracia infinita la idea ésa que los españoles se hacen de sí mismos como individuos anarquistoides y rebeldes. Cierto que los ha habido tales, pero como muestra nuestra historia, pronto acabaron con ellos la mayoría bovina y servil.
Fernando Esteve Mora