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En una entrada previa, "El tamaño sí que importa (I): la morfología social", se planteaba la cuestión del tamaño de

En una entrada previa, "El tamaño sí que importa (I): la morfología social", se planteaba la cuestión del tamaño de las distintas instancias que componen una sociedad desde la perspectiva de su adecuación para satisfacer las necesidades humanas. Se argumentaba que el tamaño era relevante, y de alguna manera se estaba justificando, si bien de modo indirecto, la pertinencia de la conocida tesis de Schumacher, aquella que frente a la valoración de lo más grande, defiende que las sociedades deben guiarse por el princiopio rector de que "lo pequeño es hermoso", de que todo: la tecnología, las instituciones de la economía, las ciudades, las formas culturales, deben hacerse a escala humana, puesto que, como dijo Protágoras, el hombre es la medida de todas las cosas. Pero siempre que he llegado a este punto no he podido evitar sentir cierta incomodidad que, no conozco mejor forma de expresarla que en un dicho popular que me enseñó una conocida: pueblo pequeño, infierno grande. Y, en efecto, cada vez que alguien arguye acerca de las bondades de las pequeñas sociedades locales, a la medida pues del hombre, a escala humana, aparece la mirada y los comentario socarrones del escéptico que plantea que todo es eso son filosofías, que la vida humana en semejantes lugares es insoportable, como lo demuestra el hecho empírico de que la gente lleva huyendo de esas sociedades desde siempre.


Y esto no es una cosa de ahora, ya en la Edad Media corría el dicho de que "El aire de la ciudad hace libres a los hombres". Y no sólo libres, sino también y fundamentalmente, más buenos, mejores seres humanos. Sí, el aire de las ciudades estará sucio y contaminado y ensucia y hace enfermar los pulmones y demás sentidos, pero ¡cuidado!, porque el limpio aire de los pueblos oculta una ponzoña de otro tipo, un veneno que no enfermará los pulmones pero sí el espíritu generando otro tipo de corrupción y enfermedad: una corrupción moral. Son los pueblos, los grupos sociales pequeños, el escenario idónero para que la calumnia, el engaño, la murmuración, la envidia y el rencor campen a su antojo, y esas emociones, sin la menor duda, corrompen a los hombres, los deshumanizan. De igual manera, es característica de esos sociedades el fraccionamiento en banderías, en rivalidades en las que impera la ley del silencio en cualquiera de sus multiples formas. No hay peor cosa que violarla. En ese ambiente enrarecido no hay peor insulto que el de bocazas.
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