Debido a que tengo que dar un curso de Economía del Comportamiento, esa mezcla de Psicología y Economía tan sugerente, apasionante y cuestionadora de la Teoría Económica convencional, ando últimamente a la búsqueda de artículos o noticias donde aparezcan comportamientos o situaciones de difícil encaje con los modelos económicos dominantes.
Y andaba leyendo el otro día un curioso artículo acerca de la llamada “tiranía del alfabeto” cuando de pronto caí en la cuenta de que quizás, sólo quizás, se pudiese encontrar en esa tiranía una hipótesis explicativa del desorden, premuras e inconsistencias que han caracterizado la política económica española en estos últimos años.
Pero antes, y para los que no lo sepan, hay que contar algo acerca de de qué va esto de la "tiranía del alfabeto", aunque mejor habría que llamarla tiranía del abecedario. Por tal tiranía se refieren algunos autores al sesgo psicológico que estadísticamente parece afectar a aquellas personas cuyo primer apellido empieza por letras situadas del punto medio al final del abecedario. Así, por ejemplo, en el terreno de la política, parece ser que los candidatos en elecciones cuyos apellidos empiezan por una letra de las últimas, las cercanas al final del abecedario tienden a sufrir de una clara discriminación con respecto a los candidatos de apellido cuya letra inicial está más próximas al comienzo del abecedario, pues estos siempre se encuentran al principio de las listas que presentan las candidaturas. Recordemos aquí, la constatada dificultad que se suele experimentar a la hora de recordar más de siete u ocho ítems de cualquier lista o serie.
Richard Wiseman lanzó en el periodico The Telegraph un experimento buscando constatar este fenómeno ( http://www.telegraph.co.uk/science/science-news/3294546/Is-your-name-to-blame-for-unhappiness.html), es decir, para saber en qué medida la letra de comienzo del apellido influía en el éxito en la vida, pues , a fin de cuentas, tanto en la escuela, como en las entrevistas de trabajo como en cualquier registro clasificatorio, la ordenación de cualquier grupo de personas en función del apellido lleva ineludiblemente a quienes tienen por iniciales de su apellido las letras más alejadas del principio, a ocupar posiciones retrasadas o posteriores, o sea, menos visibles, destacadas, inferiores o peores, que quienes "disfrutan" de apellidos con iniciales más cercanas a la A, sea cual sea la clasificación de que se trate si está ordenada alfabéticamente. La participación en el experimento fue masiva: 15000 personas de toda condición respondieron. Cada participante señalaba su sexo, edad, apellido y en qué medida valoraba su situación personal respecto a ciertos aspectos de la vida como la salud, la carrera profesional, el éxito económico y la “vida en general”.
Pues bien, los resultados revelaron que aquellos lectores con apellido que empezaba con letras más próximas al comienzo del abecedario valoraban por término medio su vida en general y su estado en esos campos concretos, por encima de quienes su apellido empezaba por una letra más retrasada. La tiranía del orden alfabético era más acusada cuando se trataba de valorar el éxito profesional.
El efecto apellido parece ser más pronunciado en los grupos de más edad, lo que sugiere que no se debe solamente a experiencias de la infancia sino que se construye a lo largo de toda la vida. Como dice Wiseman, la exposición consta1nte a una buena o mala clasificación en la liga alfabética lentamente va causando un impacto detectable en la forma en que la gente se ve a sí misma. E incluso hasta en la fecha de su muerte.En 1999, Nicholas Christenfeld y otros psicólogos de la universidad de San Diego en California, descubrieron cierta evidencia de quelas iniciales de una persona afectan a su esperanza de vida. Usando una gran base de datos sobre certificados de defunción, identificaron a gente cuyas iniciales formaba una palabra de connotaciones positivas (A.C.E –ace: as-; H.U.G. –hug: abrazo-; J.O.Y. –joy: alegría) y aquellos otros cuyas iniciales formaban palabras de connotaciones negativas (P.I.G.; D.I.E., B.U.M.; “cerdo”, ”culo”, “muerte”). Pues bien, usando factores como la raza, el año de la muerte y el status socioeconómico como variables de control, los investigadores descubrieron que los hombres con iniciales “positivas” vivían unos tres años más por término medio que los que sus iniciales tenían connotaciones negativas. Adicionalmente, estos últimos eran relativamente más susceptibles de morir por causas psicológicas como el suicidio o los accidentes autoinfligidos.
Y una última pieza de información, K.Carlson y J.M.Conard en un artículo titulado “The Last name Effect: How Last Name Influences Acquisition Timing”, publicado en The Journal of Consumer Research, señalan que la inicial del apellido afecta a la pauta de compra. Su hipótesis de trabajo es que la repetición de la postergación que cuando niños experimentan quienes tienen una inicial en su apellido más hacia el final, lo que les hace que sean ellos quienes siempre tengan que esperar cuando se ordena al grupo escolar para cualquier actividad (ya sea en el orden en la clase, el comedor, el patio o el autobús escolar, ellos son siempre los “últimos de la fila”) lleva a estos individuos a actuar de modo compensatorio cuando se enfrentan a situaciones en que lo que cuenta es ser más rápido, lo que les lleva a responder o comportarse de modo automático cuando se les ponen delante de una “oferta” temporalmente limitada. Para Carlson y Conard esta predisposición hace que estos individuos sean fácil presa de estrategias de marketing de tipo “¡dáte prisa. Que si esperas serás el último y perderás tu oportunidad!”.
Carlson and Conard testaron su hipótesis en cuatro experimentos:
1) Se ofrecieron por e-mail cuatro entradas para un encuentro de baloncesto a estudiantes de una Business School asignándose según la regla FCFS (first-come, first serve, el primero en rersponder es el primero en recibir el premio). Setenta y seis estudiantes respondieron. El tiempo medio de respuesta fue de 23 minutos. Se encontró que el tiempo de respuesta estaba correlacionado negativamente con el rango en el orden alfabético de la inicial del apellido. O sea, que quienes tenían una inicial más atrás en el abecedario respondieron más rápidamente que los que su inicial estaba al principio.
2) Se enviaron E-mails ofreciendo $500 por participar en una encuesta. El tiempo medio de respuesta estuvo entre seis y siete horas. Y de nuevo, se hallo una correlación negative entre el tiempo de respuesta y el rango en el abecedario.
3) A los estudiantes que participaban en una clase de apreciación de vinos se les dijo que podían recibir una botella de vino y $5 si respondían a un test de vinos. El tiempo medio de respuesta fue de casi 6 horas. Y otra vez, se encontró la correlación negative habitual. Aquellos cuyos apellidos tenían iniciales de la R a la Z, respondieron como media una hora antes que los de iniciales comprendidas entre la A y la I. Adicionalmente, los estudiantes R-Z mostraron una probabilidad más elevada de participar que el resto.
4) Se pidió a un grupo de alumnus que se imaginasen la siguiente situación: Que necesitaban una mochila nueva, y que al pasar por delante de una tienda especializada veían una oferta por la que las mochilas de una marca de diseño estaban rebajadas un 20% hasta el “fin de existencias”. Si no tenían dinero en ese momento y les costaba 15 minutos llegar hasta su casa a por él, la pregunta que se les hacía es la de si lo harían, es decir, la de si irían a su casa y volverían a la tienda. Una vez más, los apellidos R-Z, estaban más dispuestos a hacer el trayecto.
Si bien todos estos experimentos y situaciones son anecdóticos y no constituyen por sí solos una sólida base empírica que avale la hipótesis de la tiranía del orden alfabético, la verdad es que no parece descabellada la idea de que al final pueda acabar pasando cierta “factura” psicológica la repetida experiencia desde la infancia de estar a la espera, de ser el último de la fila, de ver cómo los demás pasan (o están) siempre por delante de ti, no por ninguna razón de peso sino por un motivo tan arbitrario como es la inicial del propio apellido.
Y si así ocurriese, si en la realidad se diera esa predisposición a un determinado sesgo en la psicología de quienes tienen apellidos con iniciales que van de la P o la Q hacia atrás, ¿qué características tendría además de las que parecen haber detectado Carlson Conard o Wiseman? No soy psicólogo, así que, obviamente, seguir en este punto es meterme en camisa de once varas. Pero no me parece inconcebible sino, todo lo contrario, muy natural, imaginar que alguien que desde pequeño ha padecido la incomodidad de estar siempre ente los últimos de la fila tenderá a tratar de hacerse notar ante quien establezca el orden (el maestro, el jefe), a tratar de destacar para señalarle que existe, que está ahí, que es merecedor de atención, respeto y consideración. Y para ello, muy posiblemente, hará quizás compulsivamente lo necesario para ser el primero en todo en lo que compita ante quien se crea que es superior.
Pero, entonces, puede pensarse que esa predisposición o sesgo quizás no sea la más adecuada a la hora de tomar decisiones. La precipitación, el cambio compulsivo, la urgencia por hacerse notar, no me parece que sean los rasgos que han de caracterizar a quienes han de tomar decisiones tanto en las empresas como en la administración pública. La impulsividad, el deseo consciente o no de hacerse notar, no son ciertamente buenas guías en la toma de decisiones.
Y andaba yo sumido en estas –digamos que- elucubraciones cuando no desvaríos, cuando de repente caí en la cuenta del apellido de nuestro Presidente del Gobierno. Y seguí pensando. Algunas aspectos de la política económica que antes no me encajaban empezaron a cuadrarme. Preferí dejar de pensar.