Lo seguro a estas horas es que Grecia saldrá del euro. Y la única duda al respecto consiste en discernir si ello ocurrirá dentro de tres días o dentro de tres años. Por lo demás, solo es un problema de tiempo. Exclusivamente de tiempo. Porque lo grave del asunto griego no remite a esa deuda impagable que jamás de los jamases se reembolsará, lo en verdad crítico es que, con deuda o sin deuda, Grecia no resultará viable en tanto que Estado-nación mientras permanezca sometida a la camisa de fuerza del euro. Todavía está por ver que lo sean Portugal y España, pero Grecia, desde luego, no. Dispongámonos, pues, a escuchar de nuevo a los voceros del vulgo racista y su manido repertorio de admoniciones a cuenta de los vagos derrochadores del Sur frente a los sufridos, ahorradores y laboriosos estajanovistas del Norte. Pero toda esa basura retórica no servirá para soslayar la mayor irresponsabilidad histórica de las elites europeas, a saber, la de haber implantado el euro haciendo caso omiso de uno de los grandes fallos del mercado: su definitiva impotencia para corregir las disparidades espaciales de productividad en territorios que comparten idéntica moneda.
El mercado, simplemente, resulta inane para llevar a cabo ese tipo de tareas. Bien al contrario, su sesgo espontáneo opera en una dirección opuesta, la de acentuar cada vez más las asimetrías regionales. Nada extraño si bien se mira. ¿O acaso las fuerzas espontáneas del mercado empujaron durante los últimos ciento cincuenta años a Extremadura o a Calabria para que convergieran con la región de Milán o con Cataluña en términos de renta? La respuesta se antoja evidente: no. Y si no lo hicieron nunca dentro de los propios países, ¿por qué iban a hacerlo ahora entre las naciones del Norte y del Sur? Es algo tan obvio que casi provoca un cierto rubor plantear la hipótesis. Y sin embargo, el euro se alumbró bajo el influjo quimérico de semejante fantasía, la de la pronta convergencia entre territorios que durante siglos habían sido distintos entre sí.
Ahora, cuando ya el fiasco no se puede ocultar por más tiempo a la opinión pública, todo se confía a las famosas reformas estructurales, otra quimera. Las reformas estructurales no encierran mucho más que un eufemismo de urgencia a fin de hacer digeribles las bajadas generalizadas de sueldos en el Sur. Si cobramos menos, prescribe la doctrina, las empresas venderán más y saldremos del hoyo algún día. Otra falacia. Los obreros de Extremadura y de Calabria llevan siglo y medio cobrando bastante menos que sus iguales de Milán y de Barcelona. ¿Y ha servido de algo a efectos de que sus respectivos territorios abandonasen su ostracismo crónico? Si a Badajoz nunca le ha valido de nada disponer de una mano de obra mucho más barata que la de Madrid, ¿por qué le iba a ocurrir algo distinto a Grecia en relación a Holanda o Alemania?
Y es que el problema no reside en los sueldos sino en la productividad, un rasgo sistémico de las economías nacionales. Y eso no hay moneda ni devaluación que lo resuelva. Podemos promover una salida del euro temporal acompañada de la consiguiente devaluación del dracma. Pero el problema de fondo, el de la precaria productividad de Grecia (y del resto de los países del Sur en relación a los del Norte), persistiría inalterable. A medio plazo, en consecuencia, todo volvería a ser exactamente igual que antes. De ahí que el euro esté condenado a desaparecer a menos que Alemania y los demás Estados del Norte concediesen ir a una genuina unión fiscal. Algo impensable a día de hoy. Por desgracia, las Casandras pesimistas estamos ganando esta partida.
Jose Garcia