Europa en peligro
Europa se enfrenta a un peligro existencial. No se trata de la agresión rusa en Ucrania, ni de los miles de yihadistas europeos reclutados por el Estado Islámico en Irak y Siria. El peligro lo tenemos dentro. Incapaz de superar la crisis, por su bloqueo político-institucional, parte de la población europea, frustrada, se ha dado a consumir sustancias estupefacientes —nacionalismo insolidario y populismo antisistema— que paralizan su cerebro institucional y descomponen su cuerpo político. Es un suicidio lento. Pero podría desencadenar sus efectos terminales con súbita rapidez.
Su origen está en la opción deliberada, hace cinco años, de responder a la crisis financiera con un enfoque nacional (intergubernamental) y no europeo (método comunitario): la fatal decisión de Angela Merkel de imponer rescates nacionales a la banca y al sector automovilístico en 2009. Este enfoque permitió a Alemania imponer su diagnóstico de la crisis (déficits y deuda como causas y mal a batir) y su terapia (austeridad + reformas estructurales a cambio de rescates de los países vulnerables). La “prudente” canciller ha mantenido desde entonces un delicado equilibrio entre priorizar el interés nacional alemán (la adoración fetichista del equilibrio presupuestario y los superávits comerciales a costa de la demanda interna y de empobrecer a sus socios europeos) y mantener íntegra la eurozona. Ha hecho siempre, in extremis, lo mínimo necesario, mientras rechazaba todas las propuestas resolutivas (eurobonos, permitir al BCE actuar como prestamista de última instancia, auténtica unión bancaria, unión fiscal y política, estímulo de su demanda interna…). Cinco años después, esas políticas son un fracaso sin paliativos, por sus resultados económicos, y una catástrofe en ciernes, por sus consecuencias políticas.
De Angela Merkel depende que la UE reaccione para salir de esta crisis
La austeridad impuesta no sólo no ha logrado el propósito último de reactivar el crecimiento (un anémico 0,2% en la eurozona), ha sido negativa incluso según su propio baremo: reducir la carga de la deuda (de un 85,1% del PIB de la eurozona en 2010 a un 93,9% en 2014). Peor aún, ha sumido a la Unión Europea en la mayor crisis política de su historia. Dos de sus países más antiguos (España, Reino Unido) sufren la fiebre separatista interna, azuzada por la crisis. El Parlamento Europeo se ha llenado de euroescépticos, nacionalistas eurófobos y populistas de toda laya —algunos incluso han ganado las elecciones en su propio país (Reino Unido y Francia)—. Además de los xenófobos Partido de la Libertad en Austria (19% de los votos), Partido por la Libertad (de Geert Wilders) en Holanda (13%) y Auténticos Finlandeses (12%) en el país escandinavo, hemos visto surgir partidos nacionalistas antieuropeos en lugares insospechados: en la próspera y tolerante Suecia, un partido con orígenes neonazis, los Demócratas de Suecia, ha logrado el 13% de los votos en las elecciones generales; y, en la misma Alemania, el partido antieuro Alternativa por Alemania, ha pasado de menos del 5% en las generales del año pasado, al 12% en las regionales de Brandemburgo. Italia, con uno de los Estados más disfuncionales de Europa occidental, está económicamente postrada, aplastada por el peso de su deuda (ha pasado del 103% del PIB en 2007 a un 137% previsto este año) y hundida en la recesión. Nos preguntamos: si un líder joven, con la energía, el carisma y la legitimidad democrática de Matteo Renzi no saca a Italia de la crisis, ¿quién vendrá después? ¿Beppe Grillo?
En nuestro país, el auge de Podemos que vaticinan las encuestas (15%-20% del voto) augura una fragmentación política paralizante y potencialmente peligrosa. Un Gobierno que se ha jugado toda su credibilidad a la carta de la “imparable” recuperación no resistirá intacto una nueva recesión o un estancamiento prolongado. En ese contexto, el embate combinado de un nacionalismo catalán frustrado y sin salida, y de una pujante opción antisistema que esconde su falta de programa tras el “método” asambleario, acabaría despertando a la fiera durmiente: la ultraderecha nacionalista española. Para las generales del 2015, el sistema político español estaría hecho trizas.
El Frente Nacional ya supera el 25% de intención de voto para las presidenciales francesas
Con todo, lo más temible es que Francia, en el corazón de Europa, alimenta un nacional-chauvinismo extremo que hoy, por primera vez, tiene posibilidades reales de alcanzar el poder. Las opciones de Marine Le Pen dependerán, sobre todo, del éxito o el fracaso en levantar la economía gala del último Gobierno políticamente plausible de François Hollande. Pero Manuel Valls no puede lograrlo sin un cambio en la política económica de la eurozona, que no está sólo en sus manos. Podemos vaticinarlo: si Francia no recupera el crecimiento en los próximos dos años, Le Pen será presidenta de Francia en 2017. El mismo año en que un resurgente nacionalismo inglés podría sacar a Reino Unido de la Unión Europea. Esta quedaría herida de muerte. Ante esta perspectiva, muchos se abonan al seguro de estabilidad perenne, cuya ingenua premisa es “eso no puede pasar”. No conocen la historia: en mayo de 1928, el partido nazi obtuvo sólo el 2,6% de los votos; dos años después, en septiembre de 1930 —iniciada la Gran Depresión, y con el canciller Heinrich Brüning aplicando su programa de austeridad—, el partido de Hitler cosechó el 18,3% de las papeletas; y en julio de 1932 llegó al 37,3%. En enero de 1933 asumió el Gobierno. Hoy, el Frente Nacional ya supera el 25% de intención de voto para las presidenciales francesas. Y eso que Francia aún no ha sufrido, ni de lejos, una debacle económica y social comparable a la de Grecia, España o Irlanda. Si no se inicia en breve la recuperación, y no vuelven pronto el crecimiento y el empleo, la fragmentación política en curso se tornará parálisis terminal. Y uno de los dos monstruos políticos —nacionalista o populista— ahora en los márgenes llenará el vacío, haciéndose con el poder en un país sistémicamente importante.
¿De qué depende? De que Alemania permanezca imperturbable y su canciller siga respondiendo “nein” a toda propuesta que suponga variar el rumbo, o bien imponga un giro de 180% a su política económica. Eso significaría aceptar el Gran Trato que ha avanzado Mario Draghi para reactivar la demanda y evitar la deflación: luz verde a la expansión monetaria (QE) del BCE, relajamiento fiscal coordinado en los países que puedan permitírselo (especialmente Alemania et al), junto al programa europeo de inversión prometido por Juncker. Todo ello a cambio de reformas estructurales en los países rezagados. Desgraciadamente, semejante cambio es hoy altamente improbable, por dos razones: 1) el surgimiento de Alternativa por Alemania no deja margen de maniobra política a la canciller; 2) no se le presumen a Angela Merkel las cualidades de liderazgo para una ruptura —de la ortodoxia imperante en su país, de su propia trayectoria— de tal calibre: sentido de la historia, visión a largo plazo y capacidad de riesgo. Una cosa sí está clara: de ella depende que Europa rehaga su capacidad de acción colectiva para salir incólume de esta crisis. Alguien debería advertirle que la tierra se está cuarteando bajo sus pies. De lo contrario, muchas cosas pueden romperse en el continente. El deshilachamiento en marcha se convertiría en descomposición abierta: una fuga hacia lo desconocido. Podríamos estar más cerca de la medianoche de lo que creemos
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