En una reciente conferencia en los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid, Juan Carlos Monedero reseñaba mi último libro, Contra la renta básica, afirmando que había sido escrito por un "economista liberal auténtico". La principal virtud que Monedero imputaba a mi libro era su claridad: los liberales estamos esencialmente en contra de la renta básica porque ésta contribuye a reforzar su poder de negociación frente al capitalista, cuando nuestro oscuro objeto de deseo es perpetuar la asimetría negociadora característica de la lucha de clases.
Como digo, alaba Monedero la claridad como principal virtud del libro, pero, a la luz del resumen que ha perpetrado, temo que su principal defecto sea la falta de la misma. De otra forma, se me hace difícil comprender que haya compuesto un tan inexacto resumen sobre la tesis esencial del libro. A la postre, mi oposición principal a la renta básica aparece en las primeras páginas de la obra y se resume de un modo bastante sencillo: el derecho incondicional de una persona a cobrar una renta básica implica una obligación incondicional de otra persona a pagarla, y nadie –tampoco el Estado– posee la autoridad para quebrantar las libertades de una persona obligándola a que trabaje en contra de su voluntad para otra persona. Tal como resumo en el libro:
La respuesta más simple, y a la vez más correcta, a la pregunta de si la renta básica tiene encaje dentro del liberalismo es que no, por cuanto la financiación de la renta básica requiere de una transgresión de los principios de justicia del liberalismo; en concreto, requiere de un muy considerable aumento de los impuestos, lo que atenta necesariamente contra la libertad, contra los contratos o contra la propiedad. El Estado (...) carece de autoridad política para justificar tamañas violaciones de los principios de justicia y, por tanto, carece de autoridad política para implantar una renta básica. Del mismo modo que resultaría rechazable que un particular arrebatara por la fuerza las propiedades legítimamente adquiridas por sus conciudadanos para establecer una renta básica comunitaria, también resulta rechazable –y por los mismos motivos– que el Estado lo haga.
Así pues, mi objeción central contra la renta básica –que será una objeción buena, mala o mediopensionista, pero en todo caso es la objeción central– es que conculca las libertades de una persona (el contribuyente) para someter parte de su existencia a la satisfacción de los planes vitales de otra persona (el beneficiario). En mi crítica básica a la renta básica no hablo de la inconveniencia de reforzar el poder negociador del trabajador para así perpetuar una lucha de clases en provecho del capitalista. Hablo de que la renta básica viola la libertad de las personas. Espero que ahora sí haya quedado verdaderamente claro cuál es mi argumento.
Ahora bien, Juan Carlos Monedero sí apunta a un razonamiento auxiliar que estudio en el libro: las corrientes de pensamiento neorrepublicanas y obreristas suelen defender la renta básica apelando a que con ella se refuerza el poder de negociación de la clase trabajadora frente a la clase capitalista. Y este argumento auxiliar en favor de la renta básica lo respondo con tres réplicas auxiliares:
1. No existe ni una clase trabajadora ni una clase capitalista. Tan trabajador es un funcionario como un consejero delegado o un recepcionista. Tan capitalista es un autónomo (aunque sea autoexplotado), el dueño de una pyme, el accionista minoritario de una multinacional o el propietario único de una gran empresa. Y, pese a ello, todos tienen intereses contrapuestos: el funcionario puede querer que le suban el sueldo aun a costa de que suban los impuestos al consejero delegado y al recepcionista; el consejero delegado puede aspirar a que entreguen una subvención a su compañía aun a costa de que suban los impuestos al recepcionista o de que bajen el sueldo a los funcionarios; y el recepcionista puede aspirar a que se privatice la educación (y el puesto del funcionario) para poder escoger educación para sus hijos. Aplicado a la renta básica: muchos trabajadores no tienen interés alguno en que los saqueen a impuestos para abonar una renta básica incluso a aquellas personas que se niegan a trabajar aun teniendo la oportunidad de hacerlo; asimismo, los propietarios de muchas empresas en sectores poco rentables pero semivocacionales (por ejemplo, empresas de divulgación cultural, editoriales o medios de comunicación ideologizados) pueden estar deseosos de que se implante una renta básica porque así, aunque no sean capaces de abonar salarios muy elevados a sus trabajadores, éstos aceptarán colaborar cuasigratuitamente con sus negocios, en tanto el sustento básico se lo proporciona el Estado a costa de los impuestos con los que saquea al resto de la sociedad. Por consiguiente, es engañoso presentar la renta básica como una política provechosa para toda la clase trabajadora frente a toda la clase capitalista: el interés no va con la clase, sino en el aprovechamiento que uno espera hacer de la misma y del respeto (o falta de él) que exhiba hacia las libertades de los demás.
2. Aun cuando fuera cierto que la renta básica beneficia a la clase trabajadora en su conjunto frente a la clase capitalista, ello seguiría sin ser un argumento suficiente para defender su implantación. Si partimos de la igualdad moral de las personas –esto es, los derechos humanos son universales y simétricos para todos–, es obvio que no puede justificarse la conculcación de los derechos de unas personas apelando a que esa conculcación va a ser beneficiosa para otras. Tal como explica Peter Singer (un filósofo que, en casi todo lo demás, me parece muy repudiable): "Al aceptar que los juicios éticos deben ser universales, estoy aceptando que mis propios intereses, por el mero hecho de ser mis intereses, no pueden ser más relevantes que los de otras personas. De ahí que mi preocupación natural por que mis propios intereses sean tenidos en cuenta debe extenderse y abarcar los intereses de otros cuando estoy razonando éticamente". El hecho de que la renta básica pudiera beneficiar a los trabajadores frente a los capitalistas no constituye un argumento suficiente para defenderla: también podría beneficiar a los trabajadores el que partiéramos las piernas a los capitalistas, pero ello no nos legitimaría a hacerlo. Y no nos legitima no porque, como insinúa Monedero, los liberales nos alineemos con la clase capitalista, sino porque la justicia debe ser imparcial y, por tanto, la configuración de los derechos y libertades de las personas no debe construirse desde la parcialidad interesada. Justamente por eso mismo, tampoco puede defenderse la implantación de subvenciones a los capitalistas a costa de impuestos sobre las rentas del trabajo: porque ni los intereses de los trabajadores priman éticamente sobre los de los capitalistas ni viceversa. Si de verdad los liberales nos opusiéramos a la renta básica porque beneficia a la clase trabajadora y perjudica a la capitalista, ¿no sería coherente que alabáramos medidas de intervención estatal que beneficiaran a los capitalistas a costa de los trabajadores? Pero no lo hacemos (más bien al contrario), porque el problema no está en los fines, sino en los medios: la violencia que necesita la renta básica para implementarse la inhabilita como fin de política económica. El fin no justifica los medios: son los medios empleados los que pueden legitimar los distintos fines ambicionados.
3. Por último, el mayor poder de negociación que puede ofrecérsele a un trabajador frente a un empresario es el pleno empleo que se alcanza dentro de mercados laborales libres: es decir, mercados donde la demanda de trabajadores es alta en relación con su oferta que los salarios tienden a crecer al ritmo de la productividad y donde los trabajadores pueden abandonar sin miedo un empleo. La renta básica, en cambio, expolia fiscalmente a los trabajadores productivos y es compatible con altísimos niveles de desempleo que impidan al trabajador acceder a una ocupación (una renta básica en España no acabaría con el alto paro). No sólo eso, por su propia configuración la renta básica socava las bases cooperativas sobre las que descansa la división del trabajo: cualquier persona puede dedicarse a lo que quiera –incluso no dedicarse a nada– y seguir cobrando una renta. Pero si nadie se dedica a producir los bienes que los demás quieren, ¿qué bienes útiles (no producidos) íbamos a ser capaces de adquirir con la renta básica que nos transfiriera el Estado? Si tan preocupado está Monedero por dotar de mayor poder de negociación al trabajador sin socavar las libertades básicas de las personas ni descoordinar la cooperación humana, ¿por qué no defender una amplia liberalización del mercado laboral español que ponga fin al gigantesco desempleo estructural, que debilita cualquier capacidad negociadora de los parados?
En suma, la renta básica es injusta porque necesita usar la violencia del Estado para quebrantar las libertades de un grupo de personas (contribuyentes). Esa violación de libertades no puede justificarse apelando a la preeminencia moral de los intereses privativos de otro grupo de personas (la clase trabajadora) sobre el resto de la sociedad. Si de verdad nos preocupan los intereses de ese grupo de personas, podemos promoverlos pacífica y legítimamente sin necesidad de conculcar las libertades del resto mediante la implantación de una renta básica: basta con que liberalicemos el mercado laboral. Pero me temo que seguiremos legitimando la rapiña estatal como falso atajo a lo que podría lograrse mucho más justa y eficientemente a través de la libertad: será que el verdadero objetivo es reforzar la omnipotencia estatal aun cuando perjudique directamente los intereses de los trabajadores.