La guerra civil socialista se ha saldado con un vencedor indiscutible llamado Mariano Rajoy. Ni él ni el PP han desempeñado papel alguno en su gestación, pero resulta evidente que sobre las ruinas de este PSOE cosido a puñaladas, protagonista de un suicidio político solo comparable al de la extinta UCD, se alza, victoriosa, la figura del veterano candidato popular, que será investido presidente del Gobierno antes de que venza el plazo previsto en la Constitución para la disolución de las Cortes.
El Partido Socialista sensato, integrado por dirigentes patriotas, consciente de su papel histórico como vertebrador de la sociedad y experimentado en el sibilino arte de la guerra incruenta, reaccionó tarde y mal al enroque de Pedro Sánchez. Lo dejaron cabalgar, desbocado, hacia la trampa mortal en la que ha terminado metiendo a sus siglas, en lugar de cogerle las bridas mientras podían hacerlo sin causar el destrozo exhibido impúdicamente el sábado. Ni Felipe González, ocupado en sus lucrativos negocios; ni Susana Díaz, temerosa de abandonar la seguridad de su fortín andaluz; ni Emiliano García Page, centrado en conservar el poder en Castilla-La Mancha a costa de no agraviar a sus socios de Podemos; ni mucho menos José Luis Rodríguez Zapatero, iniciador de esta deriva letal que ha reabierto heridas seculares, dividido al PSOE en dos mitades enfrentadas y puesto seriamente en peligro la indisoluble unidad de España. Ninguno de los que a lo largo de la semana pasada se conjuraron para defenestrar a Sánchez tuvo el valor de actuar en el momento oportuno, antes de que fuera tarde para salir del trance con la dignidad de la formación intacta y alguna contrapartida en el bolsillo. Y para cuando lo hicieron, ante la evidencia de que caminábamos a toda prisa hacia un ejecutivo de frente popular que habría llevado a la Moncloa a la extrema izquierda de Pablo Iglesias, secundada por los separatistas catalanes, el precio a pagar resultó ser la voladura incontrolada del PSOE.
Nadie se atrevió a parar los pies a ese perdedor contumaz, empeñado en lograr mediante pactos antinaturales lo que le negaban las urnas, mientras fue posible hacerlo de manera ordenada. Nadie tuvo el valor de proponer abiertamente en anteriores comités federales o ante la opinión pública la abstención de los diputados socialistas a cambio de determinadas concesiones; por ejemplo, la cabeza de Sánchez por la de Rajoy. Ahora es demasiado tarde y el destrozo es de tal calibre que únicamente les queda aceptar mansamente la investidura del candidato popular, en cuya mano están todos los triunfos. Léase, las previsiones demoscópicas. PP y PSOE saben que, en caso de ir a otras elecciones, la gaviota se aproximaría mucho a la mayoría absoluta mientras que el puño y la rosa sería sobrepasado por la conjunción siniestra de círculos y mareas que capitanea Iglesias. También son conscientes de esa realidad en Ciudadanos, donde hace semanas optaron por tragarse el sapo del «sí», convencidos de que con ello forzarían la abstención del PSOE y arrancaría de una vez esta legislatura varada. Porque España no puede seguir indefinidamente bloqueada. De ahí que el PP no vaya a tentar la suerte tratando de sacar ventaja de unos terceros comicios, sino a acelerar los trámites para que a finales de mes pueda producirse finalmente la investidura de marras.
La semana del diez el Rey celebrará con toda probabilidad una nueva ronda de consultas. Falta por conocer el nombre del representante del PSOE, aunque su postura parece bastante clara. A partir de ahí, el PP a gobernar en minoría, negociando cada iniciatva además de rendir cuentas al Congreso, y el PSOE a lamerse las heridas, hasta contener, si es que puede, la hemorragia.
Isabel San SebastiánIsabel San Sebastián