Tal día como hoy, allá por el año 1852 nace Leopoldo Alas "Clarín"
UN CANDIDATO
Tiene la cara de pordiosero; mendiga con
la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos,
medrosos, siguen los movimientos de
aquel de quien esperan algo como los ojos del
mono sabio a quien arrojan golosinas, y que,
devorando unas, espera y codicia otras. No
repugna aquel rostro, aunque revela miseria
moral, escaso aliño, ninguna pulcritud, porque
expresa todo esto, y más, de un modo clásico,
con rasgos y dibujo del más puro realismo
artístico: es nuestro Zalamero, que así se llama,
un pobre de Velázquez. Parece un modelo
hecho a propósito por la Naturaleza para representar
el mendigo de oficio, curtido por el
sol de los holgazanes en los pórticos de las
iglesias, en las lindes de los caminos. Su miseria
es campesina; no habla de hambre ni de
falta de luz y de aire, sino de mal alimento y
de grandes intemperies; no está pálido, sino
aterrado; no enseña perfiles de hueso, sino
pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus
ojos se mueven implorando limosna y acechando
la presa, su boca rumia sin cesar, con
un movimiento de los labios que parece disimular
la ausencia de los dientes. Y con todo,
sí tiene dientes, negros, pero fuertes. Los esconde
como quien oculta sus armas. Es un
carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo
o está entre gente de quien nada puede esperar,
aquella impaciencia de sus gestos se
trueca en una expresión de melancolía humilde,
sin dignidad picaresca, sin dejar de ser
triste; no hay en aquella expresión honradez,
pero sí algo que merece perdón, no por lo bajo
y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda
cualquiera, al contemplarle en tales momentos,
de Gil Blas, de don Pablos, de maese Pedro,
de Patricio Rigüelta; pero como este último,
todos esos personajes con un tinte aldeano
que hace de esta mezcla algo digno de
la égloga picaresca, si hubiere tal género.
Zalamero ha sido diputado en una porción
de legislaturas; conoce a Madrid al dedillo,
por dentro y por fuera; entra en toda clase de
círculos, por altos que sean; se hace la ropa
con un sastre de nota, y, con todo, anda por
las calles como por una calleja de su aldea,
remota y pobre.
Los pantalones de Zalamero tienen rodilleras
la misma tarde del día que los estrena.
Por un instinto del gusto, de que no se da
cuenta, viste siempre de pardo, y en invierno
el paño de sus trajes siempre es peludo.
Los bolsillos de su americana, en los que
mete las manazas muy a menudo, parecen
alforjas.
No se sabe por qué, Zalamero siempre trae
migajas en aquellos bolsillos hondos y sucios,
y lo peor es que, distraído, las coge entre los
dedos manchados de tabaco y se las lleva a la
boca.
Con tales maneras y figura, se roza con los
personajes más empingorotados, y todos le
hacen mucho caso.
«Es pájaro de cuenta», dicen todos.
«Zalamero, mozo listo», repiten los ministros
de más correa. Fascina solicitando. El
menos observador ve en él algo simbólico; es
una personificación del genio de la raza en lo
que tiene de más miserable, en la holgazanería
servil, pedigüeña y cazurra. «Yo soy un
frailuco -dice el mismo Zalamero-; un fraile a
la moderna. Soy de la orden de los mendicantes
parlamentarios.» Siempre con el saco al
hombro va de Ministerio en Ministerio pidiendo
pedazos de pan para cambiarlos en su alea
por influencias, por votos. Ha repartido más
empleos de doce mil reales abajo que toda
una familia de esas que tienen el padre jefe,
de un partido o de fracción de partido. Para él
no hay pan duro; está a las resultas de todo;
en cualquier combinación se contenta con la
peor; lo peor, pero con sueldo. Sus empleados
van a Canarias, a Filipinas; casi siempre
se los pasan por agua; pero vuelven, y suelen
volver con el riñón cubierto y agradecidos.
-¿Qué carrera ha seguido usted, señor Zalamero?
-le preguntan las damas.
Y él contesta, sonriendo:
-Señora, yo siempre he sido un simple
hombre público.
-¡Ah! ¿Nació usted diputado?
-Diputado, no, señora; pero candidato creo
que sí.
-¿Y ha pronunciado usted muchos discur-
sos en el Congreso?
-No, señora, porque no me gusta hablar de
política.
En efecto: Zalamero, que sigue con agrado
e interés cualquier conversación, en cuanto se
trata de política bosteza, se queda triste, con
la cara de miseria melancólica que le caracteriza,
y enmudece mientras mira; receloso, al
preopinante.
No cree que ningún hombre de talento
tenga lo que se llama ideas políticas, y
hablarle a Zalamero de monarquía o república,
democracia, derechos individuales, etc.,
etc., es darle pruebas de ser tonto o de tratarle
con poca confianza. Las ideas políticas,
los credos, como él dice, se han inventado
para los imbéciles y para que los periódicos y
los diputados tengan algo que decir. No es
que él haga alarde de escepticismo político.
No; eso no le tendría cuenta. Pertenece a un
partido como cada cual; pero una cosa es seguirle
el humor al pueblo soberano, representar
un papel en la comedia en que todos admiten
el suyo, por no desafinar, y otra cosa
es que entre personas distinguidas, de buena
sociedad, se hable de las ideas en que no cree
nadie.
Zalamero, en el seno de la confianza, declara
que él ha llegado a ser hombre público...
por pereza, por pura inercia. «Dejándome,
dejándome ir, dice, me he visto hecho diputado.
Nunca me gustó trabajar; siempre tuve
que buscar la compañía de los vagos, de los
que están en la plaza pública, en el café, azotando
calles a las horas en que los hombres
ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué
había de hacer? Me aficioné a la cosa pública;
me vi metido en los negocios de los holgazanes,
de los desocupados, en elecciones. Fui
elector, cazador de votos, como quien es jugador.
Cuando supe bastante me voté a mí
propio.
El progreso de mi ciencia consistió en ir
buscando la influencia cada vez más arriba.
He llegado a esta síntesis: todo se hace con
dinero, pero arriba. Cuanto más arriba y
cuanto más dinero, mejor. El que no es rico,
no por eso deja de manejar dinero; hay para
esto la tercería de los grandes contratos vergonzantes.
El dinero de los demás, en idas y
venidas que ideaba yo, me ha servido como si
fuera mío.»
Mientras muchos personajes andan echando
los bofes para asegurar un distrito, y hoy
salen por aquí, mañana por los cerros de Úbeda,
Zalamero tiene su elección asegurada
para siempre en el tranquilo huerto electoral
que cultiva abonando sus tierras con todo el
estiércol que encuentra por los caminos, en
los basureros, donde hay abono de cualquier
clase.
Aunque trata a duquesas, grandes hombres,
ilustres próceres, millonarios insignes,
cortesanos y diplomáticos, en el fondo, Zalamero
los desprecia a todos, y sólo está contento
y sólo habla con sinceridad cuando va a
recorrer el distrito, y en una taberna, o bajo
los árboles de una pomareda, ante el paisaje
que vieron sus ojos desde la niñez, apura el
jarro de sidra o el vaso de vino, bosteza sin
disimulo, estira los brazos, y a la luz de la luna,
con la poética sugestión de los rayos de
plata que incitan a las confidencias, exclama
con su voz tierna y ronca de pordiosero clásico,
dirigiéndose a uno de sus íntimos aldeanos,
agentes, electores, sus criaturas:
-...Y después, si Dios quiere, como otros
han llegado, puedo llegar a ministro..., y como
no soy ambicioso, juro a Dios que con los
treinta mil reales de la cesantía me contento;
sí, los treinta mil..., aquí, en esta tierra de
mis padres, en la aldea, bajo estos árboles,
con vosotros...
Y Zalamero se enternece de veras y suspira
porque ha hablado con el corazón. En el
fondo es cómo el aguador que junta ochavos
y suena con la terriña. Zalamero, el palaciego
del sistema parlamentario, el pobre de la Corte
de los Milagros..., del salón de conferencias;
el mendicante representativo no sueña
con grandezas, no quiere meter al país en un
puño, imponer un credo.
¡Qué credos!
Ser ministro ocho días, quedarse con treinta
mil..., y a la aldea. Es todo lo Cincinnato
que puede ser un Zalamero. No quiere ser
gravoso a la patria. «Si me hubiesen dado
una carrera, hoy sería algo. Pero un hombre
como yo, ¿a qué ha de aspirar sino a ser ministro
cesante cuando la vejez ya no le consienta
trabajar... el distrito?»