Tras comentar el mercado de trabajo según Adam Smith, me gustaría recoger ciertas opiniones acerca de sus conclusiones sobre el sector público. Por aclarar, este y otro post, no quieren decir que esté de acuerdo con lo que decía (y no creo que nadie pueda estarlo porque me gustaría que estaba refiriéndose en el siglo XVIII a unas condiciones del siglo XVIII y bajo una óptica determinada, de tal forma que a circunstancias distintas siempre corresponden diferencias incluso sin tener en cuenta el esquema dogmático).
Pero, si bien la diferencia de opiniones entre una persona del siglo XVIII y una persona del siglo XXI es perfectamente lógica, no lo es tanto alterar los discursos. Es decir; una cosa es estar en desacuerdo con alguien; otra distinta es reproducir faltando a la fidelidad lo que otro dice. Por supuesto, comparándose con lo que se afirmaba en el siglo XVIII podemos sacar conclusiones muy importantes.
¿Qué dice Adam Smith sobre el gasto público?. Pues habrá que ir al capítulo 1 del libro V de la riqueza de las naciones. En principio hace una división en cuatro grandes apartados; gasto de defensa, justicia, obras e instituciones públicas y los gastos de los soberanos. En principio y aunque algunos extremistas hablan de que el gasto público llegue a cero, lo normal es que defensa y justicia, sean dos puntos que se confieren al sector público normalmente. Sin embargo en los dos primeros puntos es fácil encontrar un punto que seguramente puede sorprender. A medida que se incrementa la riqueza de un país, el gasto público en estos dos puntos debe incrementarse.
En el caso de defensa, Adam Smith habla de los avances (concretamente de la pólvora y las armas de fuego), que provocan un encarecimiento necesario. (por supuesto hoy deberíamos quedarnos con el esquema del análisis y no con el resultado; y deberíamos quedarnos con el concepto de que ante la pregunta: ¿se debe incrementar el gasto público o no?, esta persona no contesta, sino que analiza la historia para decir que si no se incrementa la nación desaparecerá).
En el caso de la justicia, el resultado es el mismo, pero por distinta razón. Al existir cada vez más riqueza, existen más propiedades que defender, y además existen la avaricia de los ricos, los resentimientos de los pobres, tentaciones para disfrutar de lo ajeno… Esto no ocurría en las sociedades cavernícolas que podían funcionar perfectamente sin un elemento estructurado de jueces. En este punto, por tanto, se entiende que el gasto es creciente en relación al desarrollo y la riqueza. “El gobierno civil supone una cierta subordinación. Pero a medida que las principales causas que introducen subordinación de forma natural crecen gradualmente con el crecimiento de esta propiedad valiosa, crece la necesidad de un gobierno civil”.
Por tanto, queda perfectamente claro que el estado no es un enemigo, sino que es una necesidad; lo cual contrasta y mucho con el desmantelamiento del estado propugnado bajo sus premisas.
Pero lo que seguro que sorprenderá a muchos es el tratamiento a dos aspectos como son la educación y la cultura. Tras un largo análisis del momento actual en Gran Bretaña en una educación dominada por la iglesia, y orientada hacía hacer mejores ciudadanos para el próximo mundo, en lugar de para este. Pero tras detectar no pocos problemas y hacer un repaso histórico importante, llegan a las siguientes conclusiones:
“.. Hay dos remedios muy sencillos y eficaces, cuya aplicación conjunta permitiría al estado, sin violencia, corregir lo que fuera antisocial o desagradablemente riguroso en la moral de todas las pequeñas sectas en las que se dividió el país.
El primero de esos recursos es el estudio de la ciencia y la filosofía, que el estado podría hacer casi universal entre todas las personas de medio o mayor rango o fortuna, no dando los sueldos de los profesores con el fin de hacerlos negligente y ociosos, sino para instituir una especie de libertad condicional, incluso en las ciencias más altas y más difíciles, para ser experimentada por cada persona antes de ser autorizado a ejercer cualquier profesión liberal, o antes de que pudiera ser recibido como un candidato para cualquier cargo de honor de confianza o de lucro. Si el Estado impone a esta clase de hombres la necesidad de aprender, no habría ningún problema para dotarse de profesorado adecuado. Pronto se encontrarían los mejores maestros entre los del estado que entre cualquier otro. La ciencia es el gran antídoto contra el veneno del entusiasmo y la superstición, y donde todas las capas superiores de las sociedad se aseguraron frente a ellos, las clases inferiores no pudieron estar más expuestas.
El segundo de esos recursos es la frecuencia y la alegría de las diversiones públicas. El Estado, mediante el fomento, dando plena libertad a todos aquellos que por su propio interés intenten sin escándalo o indecencia, divertir y distraer a la gente por la pintura, la poesía, la música, el baile, todo tipo de representaciones dramáticas y exposiciones, fácilmente podrían disipar, el humor melancólico y sombrío, que es casi siempre la enfermera de la superstición popular y entusiasmo.
Las diversiones públicas siempre han sido objeto de temor y de odio por los fanáticos a todos los promotores de esos delirios populares. La alegría y el buen humor que esos desvíos inspiran son totalmente incompatibles con un estado de la mente más apto para su propósito, o sobre su mejor modo de trabajar sobre la mente. Además con frecuencia, las representaciones dramáticas, incluyen la exposición de sus artificios para escarnio público, y a veces incluso a la execración pública, lo que cuenta más que todas las otras diversiones, para convertirlos en objetos de su peculiar aborrecimiento.”
En fin, me gustaría repetir que esto son conclusiones de uno de los ideólogos de cabecera del movimiento liberal en el siglo XVIII, en una época donde otros servicios públicos eran absolutamente inconcebibles aún, (pensiones o sanidad como ejemplos más que claros), acerca de aspectos como la educación, la cultura y el gasto público; que contrastan y mucho con las recetas que supuestamente se inspiran en él defendidas por personas autodefinidas como “neo-liberales”, pero que se muestran absolutamente rancios (¡comparado con el siglo XVIII!), con tal de defender unos negocietes propios y unos dogmas que rechazaba tajantemente aquel cuyas ideas manifiestan seguir.