Fernando Esteve Mora
Anda dolido Joaquín Estefanía, y no es ni mucho menos el único pues es la actitud de la gente de izquierdas “de toda la vida”, por cómo los movimientos sociales –léase 15-M- y la gente del común en general está señalando con el dedo a “los políticos” como responsables de la que está cayendo: “¿Cómo ha ocurrido” se pregunta “que lo que empezó siendo una crisis financiera y sigue siéndolo en la principal de sus derivadas haya trasladado sus principales responsabilidades al territorio de las élites políticas? Mientras estas son juzgadas en la opinión pública y los movimientos sociales tratan de manifestarse delante del Congreso de los Diputados, las élites económicas permanecen en silencio escogiendo quien las representa mejor. Pero primero fueron los golfos apandadores y sólo después los fallos de regulación” (“¿Quién asumirá la catástrofe?”, El País, 24/9/2012).
Alguna razón, creo, no le falta. Su queja, además, es comprensible en un fiel keynesiano como lo es él y se justifica motivadamente al observar cómo bajo la desaforada crítica a los políticos como responsables y hasta causantes de la catástrofe -como él mismo califica a la presente situación económica y social- se desliza insidiosamente el cuestionamiento de la misma Política con mayúsculas, como medio de gestión de la realidad social. A fin de cuentas, Estefanía como casi todos los keynesianos comparte lo que para mí es uno de los supuestos subyacentes más cuestionables de Keynes: su platonismo en política. Su apoyo más o menos explícito a la posición defendida por Platón en La República de que el mejor gobierno es el de un rey filósofo –hoy diríamos un rey economista- que guíe de manera adecuada los destinos de la sociedad.
Estefanía no lo cita, pero me da la impresión de que su requisitoria tiene un oculto destinatario particular: don César Molinas, que se había manifestado días antes también en el diario El País con un largo artículo titulado “Una teoría de la clase política extractiva” en la que arremetía contra los políticos españoles de todo tipo como responsables directos de los males de España. Para el señor Molinas, está claro, la idea platónica del rey filósofo es eso: una idea, una quimera sólo “existente” en el imaginario Mundo de las Ideas. Aquí abajo, en los mundos terrenales, los "reyes" reales nada tienen por sí de ilustrados y desinteresados filósofos sino más bien de todo lo contrario, de modo que sólo se comportan buscando el bien común si se les ata corto, si se les controla y vigila de forma que no puedan dar fácil rienda suelta a sus instintos egoístas y depredadores. De modo que, puestos a dirigir la economía y la sociedad de un país lo mejor no es acaso deshacerse de las viejas elites políticas y económicas extractivas, cerradas y corruptas y dejar la gestión de los recursos en manos de unas nuevas elites meritocráticas innovadoras, productivas y abiertas a la competencia. Congruentemente con esta manera de pensar, que don César extrae del último y para mí fallido libro de Acemoglu y Robinson ¿Por qué fracasan las naciones?, la responsabilidad del desaguisado nacional español hay que ponerla en las elites políticas de nuestro país y en los miembros de su clientela económica –los prohombres de lo que el señor Molinas llama “el capitalismo castizo”-.
El texto del señor Molinas, a lo que parece, forma parte de una obra más extensa y ambiciosa que aparecerá el año que viene con el título de Qué hacer con España. Uno podría pensar, a tenor de tan sentido título, que don César pretende al escribirlo formar parte de esa larguísima tradición de ilustres autores: Quevedo, Larra, Costa, Unamuno, Maeztu, Madariaga, Ortega, Castro, Sánchez Albornoz, por citar unos cuantos, que se diría tienen una concepción tan interiorizada de España que les duelen los males de la misma casi como les duelen las muelas o la vesícula. Pues bien, se podrá o no estar de acuerdo con esa encarnada “idea de España”, pero lo que no se puede dudar es que todos los ilustres personajes citados son gente respetable, angustiada y dolida ante los males de la Patria. (Son estos, por cierto, los más afamados pero ciertamente no los únicos, pues esta actitud está más extendida de lo que parece a tenor de cómo se juzgan en estos días los efectos de una posible separación de Cataluña o del País Vasco: como una amputación. Se diría, además, que esa concepción existencial anatómico-patológica de este país tiene en sí un carácter acentuadamente ibérico pues no creo que sea difícil encontrar idénticas muestras de dolor patriótico por parte de respetables intelectuales gallegos, catalanes, castellanos y vascos al observar las cuitas de sus respectivas nacionalidades y/o regiones).
Pero no creo que este sea el caso del señor Molinas. Lo siento, pero no me es posible olvidar que por su biografía don César forma parte de las élites tecnocrático-económicas que tanto admira, que es “uno de los suyos”. Y por ello sus acusaciones contra la “clase” política suenan mucho más como racionalizaciones que como razones. ¿Cómo olvidar que estuvo siete años siete a cargo como Managing Director del área de Global Asset Allocation Strategist en la sede londinense de Merryl Lynch, el banco de inversión que tuvo que ser rescatado con dinero público en 2008, precisamente en los años en que se gestó la presente crisis financiera asociada a la productos estructurados que bancos como Merryl Lynch de Londres colocaban en los sistemas financieros europeos? No hay que ser un inteligente detective ni un mal pensado por profesión para suponer que algo habrá tenido que ver don César con todo lo que ha pasado. No sé cuál es el grado de su complicidad con lo que ha ocurrido pero al menos algo debería saber de lo que estaban gestando las elites financieras del mundo dada su posición. Y esta suposición razonable es la que me lleva a encontrar en sus acusaciones actuales contra la élite política una vieja resonancia: el “yo-no-he-sido, ha-sido-ése” típico en los patios de recreo de las escuelas.
Pero, en último término, ¿qué más da? ¿qué importa cuál sea la ocupación de los responsables de la crítica situación española? ¿qué importa que sean las elites políticas o las elites económicas castizas quienes nos han llevado a la actual penosa situación? ¿Acaso no es más bien “la gran cuestión”- como dice Elvira Lindo- la de que “por qué hemos elegido a los peores para tomar decisiones fundamentales?”
Pues bien, contrariamente a esa opinión generalizada, creo que quienes hemos elegido para dirigir y gobernar las empresas y demás instituciones básicas de nuestra economía y sociedad no son ni mucho menos los peores sino que, todo lo contrario, son sin duda los mejores. Basta para reconocerlo y aceptarlo con echar un somero vistazo a los currículos de los dirigentes de nuestras grandes empresas públicas y privadas, de nuestros bancos e instituciones financieras, de los miembros de nuestras Cámaras de Representantes en el estado, las comunidades Autónomas o los Ayuntamientos. En la gran mayoría de ellos se verá una abundancia envidiable de prestigiosos títulos académicos, de distinciones y méritos probados, de investigaciones y capacidades excelentes. Y, por si ello no bastase, se podría indagar también por la valía y reputación de sus asesores y consejeros: todos ellos capacitados académicos y profesionales reconocidos, gente de considerable calidad. Cierto que siempre podrán hallarse excepciones. Cierto que sin necesidad de rebuscar mucho, pues ocupan páginas y páginas de los titulares de los medios de comunicación, aparecen jesusgiles, julianmuñoces y poceros. Pero no hay que confundir la relevancia mediática con la relevancia social y económica. Tales tipos son la minoría dentro de nuestras elites dirigentes, de modo que si bien es seguro que no todos los mejores forman parte de las elites que dirigen nuestro país, casi todos los que sí están en ellas seguro que son de los mejores. Nuestro país es en términos generales y a todos los efectos una meritocracia.
Pero si es así, la “gran cuestión” no es entonces la de que cómo es posible que hayamos elegido a los peores, sino la de que por qué los mejores que hemos elegido lo están haciendo tan mal, como si fueran no de lo mejorcito sino de lo peorcito que se hubiera podido encontrar. Y, hay que recalcarlo, no es este un fenómeno particular de nuestro país. Está pasando en todas partes. Sucede en la Unión Europea y sucede en Estados Unidos. Sucede en las milagrosas economías asiáticas y en la desventurada África, y también en las instituciones internacionales como el FMI o el Banco Mundial. Se mire donde se mire parece que las elites dirigentes distan de estar a la altura de lo que se esperaba de ellas. Incluso, como muestra el caso de la crisis financiera, no es que fallen a la hora de resolver los problemas sino que son ellas las que los causan. Estamos asistiendo, pues, a un fenómeno global que podría denominarse la traición de la meritocracia, pues es una de las características definitorias de las sociedades modernas el que sean meritocráticas, el que a diferencia de las sociedades tradicionales sus élites dirigentes se nutran de los mejores.
El que la meritocracia no esté funcionando como debiera, el que el desempeño de los mejores deje tanto que desear puede parecer paradójico. Como el creador del término y su primer analista, Michael Young señalara en su obra El triunfo de la meritocracia de 1958, la meritocracia era el cumplimiento del sueño tecnocrático del siglo XIX en que con el tiempo se instalaría en las posiciones de poder de las sociedades una ingeniería social que resolvería los problemas económicos y sociales de modo similar a como los ingenieros ya resolvían los problemas de construcción de puentes, vías férreas o puertos, de una manera no política sino técnica.
Ahora bien, en la práctica, la realización de tal sueño obligaba a firmar implícitamente una suerte de pacto fáustico por el que a cambio de la posibilidad de una gestión eficiente de la cosa pública en la medida que las decisiones se dejarían en manos de los mejores las sociedades renunciaban en buena medida a los contenidos reales del control democrático de las instituciones (reducido por ejemplo en el caso de la política al mero ejercicio del voto en unos procesos electorales celebrados cada cuatro años). Esa creciente distancia política entre los accionistas, trabajadores y ciudadanos respecto a sus dirigentes empresariales y políticos suponía en consecuencia tanto unos mayores costes para ejercer su control como el debilitamiento de los mecanismos de feed-back necesarios para la evaluación de la eficiencia de sus decisiones. Aumentaban así las posibilidades de que los mejores se “descontrolasen” y tomasen malas decisiones, de que los mejores fracasasen.
A este argumento Christopher Lasch agregó hace una veintena de años otra razón explicativa del fracaso de la meritocracia. La caracterizó como la rebelión de las elites y era para él uno de los efectos de la globalización. La globalización implica el aumento de la distancia social que separa a unas elites cada vez más deslocalizadas de las sociedades que dirigen. Las globalizadas elites de hoy en día no es que estén por encima de a quienes dirigen en cada lugar, es que están al margen. Los miembros de las meritocracias locales o nacionales se viven a sí mismos cada vez menos implicados en la vida del resto de los componentes de las sociedades que dirigen social, económica y políticamente. Este alejamiento social, esta ausencia de empatía, inevitablemente se traduce en su creciente desconocimiento de los problemas de la sociedad, lo que ciertamente no es un buen punto de partida para tomar decisiones eficientes para resolverlos.
Finalmente, en este mismo año, Chris Hayes acaba de publicar una obra de título El crepúsculo de las elites, en el que somete a un escrutinio devastador el comportamiento de las elites norteamericanas en la última década. Junto con la distancia política y la social, Hayes acentúa la importancia de la distancia económica a la hora de explicar el fracaso de la meritocracia. Si bien la desigualdad económica es consustancial a toda meritocracia y se puede explicar como adecuada remuneración de los mejores tanto como premio por sus buenas actuaciones como mecanismo para incentivarlos a la excelencia, su crecimiento en los últimos tiempos está siendo tan explosivo y asombroso que resiste toda justificación económica. Lo que ha sucedido es que los miembros de las elites políticas, económicas, mediáticas e intelectuales han usado de sus posiciones privilegiadas para apropiarse de niveles de renta cada vez mayores. Ello a su vez, les ha permitido enquistarse en esas posiciones de privilegio sorteando así uno de los principios básicos para una meritocracia eficiente, el principio de movilidad, por el que hay que entender el proceso de selección competitiva que garantiza que el buen comportamiento sea premiado y el malo castigado. Hayes habla así de la Ley de Hierro de la Meritocracia por la que se refiere a la inevitable pérdida de efectividad del principio de movilidad asociada al crecimiento en la desigualdad. Y esto se traduce en la impunidad frente a las malas decisiones pues, para unas elites tan enriquecidas, el fallar apenas tiene costes.
Pero el crecimiento de la impunidad por la disminución de la movilidad descendente y la consciencia de ser los mejores y de estar al margen de los demás ha generado además otro efecto perverso: lo que se ha venido en llamar un entorno criminogénico en la toma de decisiones que legitima el uso por parte de los mejores del fraude, del engaño, de la corrupción, del robo, como medios perfectamente válidos en la carrera profesional por llegar aún más alto por ascender en la escala de los más ricos independientemente de las consecuencias sociales. Y qué difícil se ha hecho encontrar hoy en día gente intachable en cualquier elite. No digamos nada de la corrupción de los políticos que está en boca de todo el mundo en todos los lugares del mundo, pero ¿cómo no recordar el comportamiento de la –supuesta- elite moral de la Iglesia Católica ocultando sistemáticamente la sistemática pederastia en sus colegios y parroquias? ¿qué decir del dopaje ya habitual en tantas elites deportivas?¿qué decir de la aquiescencia con los poderes fácticos de las elites periodísticas y mediáticas?¿Cómo no observar también como cada vez más el engaño se está introduciendo en las elites científicas donde la norma de “publicar o perecer” que regula la carrera profesional en los mundos académicos lleva a sutiles y nada científicas formas de corrupción? Y finalmente, siendo economista, sólo diré que en el mundo de los economistas académicos el viejo refrán de que “quien paga al gaitero, pide la tonada” es una guía perfectamente válida a la hora de juzgar estudios, propuestas y políticas.
En suma, que debido al crecimiento de esa triple distancia política, social y económica, la meritocracia está traicionando a las sociedades en que se ha instaurado. Dicho con otras palabras, la aristocracia del talento y del mérito se está pareciendo cada vez más a la aristocracia de la sangre del Antiguo Régimen tanto en lo que respecta a su (in)eficiencia en la gestión de la sociedad, como en lo que atañe a su extremada efectividad a la hora de apropiarse de porciones cada vez mayores de la renta.
Ante esta situación, ¿cabe acaso extrañarse lo más mínimo de que frente a la oposición horizontal izquierda-derecha que ha caracterizado el escenario social y político en el mundo moderno, esté resurgiendo hoy, en este mundo postmoderno, la premoderna oposición vertical entre los (poquísimos) “de arriba” y los (muchos) “de abajo”? Esta oposición que se encuentra en la base de movimientos sociales como el 15M en España, Occupy Wall Street en EE.UU. y otros similares, se plantea como objetivo acortar esa distancia tridimensional que hoy permite e incita a los mejores a la impunidad, al egotismo y a la ineficacia, a comportarse como si fuesen los peores.