Llevo ya muchos años, puede quizás que ya demasiados, dando clase. En consecuencia, hay ya por ahí algunos cientos y hasta es posible que un par de miles de exalumnos míos buscándose la vida. Por ello, no es infrecuente que de vez en cuando me tropiece con alguno de ellos.Y, cuando así ocurre, siempre es lo mismo: ellos me reconocen, yo no. (Tengo mala memoria). Una vez pasado ese trámite del reconocimiento, y tras los habituales intercambios de cortesías acerca de nuestra respectivas vidas así como las inevitables menciones al inexorable paso del tiempo y las tropelías que comete (sobre todo en mí que soy obviamente el viejo), siempre suelo hacer misma pregunta: ¿te ha servido algo de lo que te conté o enseñé hace años?....Y la respuesta también siempre, siempre, es la misma: “No”. Suelen mis exalumnos recordar con cierto cariño mis clases, pues a pesar de lo duro que era en los exámenes, no me suelen guardar rencor, pero en cuanto a la efectividad de lo que les enseñé, lo tienen muy claro: no les sirvió ni les sirve para nada.
Y, claro está, ese suspenso tan contundente acerca de la utilidad de mi trabajo no es de mi agrado. Como no podía ser de otra manera. A fin de cuentas, a todos nos gusta ser útiles, que lo que hagamos sea valorado por los demás. Eso es algo consustancial con el ser social del ser humano. Ahora bien, dado que no me considero un mal profesor (al menos, eso suelen decirme mis exalumnos, aunque bien mirado pudiera ser una mentira piadosa) la razón última de la inutilidad de mis enseñanzas no estaría en mí, sino en lo que he enseñado.
Pues bien, he pensado en este asunto a menudo, y he llegado a algunas conclusiones acerca de las razones de por qué la economía que he enseñado y enseño no es nada útil. Una de ellas es la que voy a exponer en esta entrada y en la que sigue.
Como es lógico y natural, una buena parte de la docencia en las áreas de Economía y de Administración y Dirección de empresas se centra en el análisis y estudio de la Competencia. Mediante esa docencia lo que se pretende es dotar a los estudiantes de un “utillaje conceptual”, un modo o forma de estar y ver el mundo, que les ayude a desarrollar sus funciones cuando estén en el mundo económico real ya sea como encargados de la tarea de dirigir a las empresas en el proceloso mundo competitivo, como a gestionarlo o regularlo desde la administración pública. Pues bien, es una de mis conclusiones que la formación económica que se les da a los estudiantes de poco les sirve porque la concepción que de la competencia económica tienen los economistas académicos, a la que llamaré a partir de ahora competencia libresca o de libro de texto, en poco se parece a la realidad de la competencia en los mercados, a las que me atrevo a denominar guerra económica.
Y es que la competencia libresca, sea cual sea la estructura de mercado en que se da, es decir ya sea que estemos analizando un mercado oligopólico, un mercado imperfectamente competitivo y no digamos un mercado de "competencia perfecta" es muy, pero que muy diferente a la competencia real. En tres dimensiones se plasma a las claras, en mi opinión, esa diferencia:
1) En primer lugar, se tiene que las empresas que compiten en los mercados de los libros de texto o de las pizarras de las clases (o mejor, en los powerpoints que ahora se dedican a leer los sedicentes profesores universitarios de hoy en día) tienen por sólo y único objetivo el “maximizar beneficios”, incluso en el corto plazo. En la realidad de los mercados, sin embargo, las empresas de lo que tratan en el día a día es de "sobrevivir" y de -si pueden- vencer. Dicho de otras manera, sólo emn el caso de que logren no sólo vencer sino destruir a sus rivales competitivos, pueden quizás (y subrayo lo de quizás, pues puede que si triunfan ya no les interese hacerlo) plantearse eso de “maximizar beneficios”. Hasta que eso ocurra -si es que ocurre, repito-, los beneficios que una empresa necesita son los mínimos imprescindibles para seguir en la pelea competitiva. Nada sería más estúpido para una empresa que, para “maximizar beneficios”, se dedicara por ejemplo a ahorrar en aquellas estrategias ofensivas o defensivas que le permiten seguir en la pelea y quizás le posibiliten derrotar a sus rivales competitivos o al menos defenderse con éxito de sus ataques. En suma,. que las empresas son como ejércitos que se enfrentan unos a otros con el objetivo de conquistar un territorio, que, en su caso, es el mercado en disputa. Gana al final (si es que hay un final) aquella que no sólo aguanta los ataques de las demás sino que les quita tantos clientes que las lleva a su desapareción. Resulta claro que la persecución de la supervivencia o de la victoria en este entorno de auténtica guerra económica, que no es por otra parte sino una lucha darwiniana de supervivencia, está reñida con la persecución de los máximos beneficios posibles en el corto plazo.
2) En segundo lugar, y acentuando lo que acaba de señalarse, sucede que al contrario de lo que se mantiene en los libros de texto, la satisfacción última del objetivo de las empresas en el mundo real exige la desaparición de las empresas rivales. En la competencia libresca, las empresas son auténticamente autistas, en el sentido de que cada una "va a la suya" sin preocuparse de lo que hacen u obtienen las demás y suponen que cada una se comporta así, es decir, que cada emp`resa supone que las dem,ás son tan autistas como lo es ella (a eso se la llama supuesto de comportamiento de Nash). Por el contrario, en un entorno de guerra económica el éxito de una empresa exige de la victoria sobre las rivales, sus enemigos, lo que en algunos casos pasa por adquirirlas hostilmente o conseguir que echen el cierre
3) En tercer lugar, sucede que dadas las circunstancias y objetivos de la guerra económica en la que están inmersas las empresas en los mercados reales a diferencia de las empresas autistas de la competencia libresca, el arsenal de instrumentos o “armas” que usan en las guerras económicas reales es mucho más variado que el que usan las empresas de los libros de texto. En la competencia libresca las empresas compiten solamente en precios, en calidad, en información y en servicio. En la guerra económica, las empresas usan de esas "armas" pero también de otras muchas no tan pacíficas o inofensivas entre las que se pueden contar las siguientes: el soborno, la corrupción, el espionaje, los ataques reputacionales en la red, la publicidad engañosa, los ciberataques, el chantaje, etc. Todas ellas son también instrumentos de la lucha competitiva real, de la guerra económica. No parecen muy "morales" o "éticas" , pero ya se sabe que en la guerra, pocas normas o restricciones hay, que casi todso está permitido
Por concluir esta primera entrada sobre el tema, una última reflexión. La competencia libresca es una pseudoguerra económica incruenta e idealizada. En ella, como en las novelas de caballería medievales, ganan siempre los caballeros mejores, los “buenos”. Así,en las competencias librescas, las empresas que ganan cliemntes o cuota de mercado maximizando beneficios son las que venden más barato y con mejor calidad y servicio. La “mano invisible” de Adama Smith actúa como un buen dios que premia siempre a los honrados, los eficientes, los sinceros, los caballerosos, etc., los buenos en una palabra.
Pero en la realidad, los buenos no siempre ganan. No ganaban en las guerras reales de la Edada Media. Ni tampoco en las de la actualidad. Los buenos, más bien, llevan frecuentemente todas las de perder. Ganan los que mejor pelean, aunque lo hagan “suciamente” y aunque no sean ni los mejores ni los más fuertes (como las sucesivas derrotas del ejército norteamericano en Corea, Vietnam y Afgansitán muestran).
Me viene hoy a la memoria un caso reciente que ha sucedido en la Comunidad Valenciana, el espacio político más corrupto dentro de la corrupción generalizada que ha sido la norma en este nuestro desventurado país. Según se ha sabido, los gestores de la Comunidad Valenciana, todos del Partido Popular, tuvieron a gala conceder la visctoria en el "torneo competitivo" por dotar de lámparas led para el alumbrado público en los pueblos de esa comunidad no a la empresa que ofrecía la mejor relación calidad-precio, sino a la que -por el contrario- ofrecía la peor. Utilizaba, a lo que parece, plástico reciclado y pésima tecnología. Técnicamente era la peor de las empresas/ofertas que concursaron por el contrato, pero sin embargo lo ganó pues supo dónde concentrar sus recursos: no en hacer buenas lámparas, como les prescribiría el buenísmo de libro de texto, sino en sobornar a quienes tenía que sobornar. En suma, un perfecto antiejemplo de libro de texto de economía, que, obviamente nunca se verá en clase pues ensuciaría la belleza de las expresiones de primer y segundo orden de las condiciones matemáticas de la estrategia de maximización de beneficios que siguen las empresas que tan eficazmente compiten en el mundo ideal de la Academia Económica: Disneyeconolandia. ¡Qué pena que a quienes corrompieron a los corruptibles políticos del PP no les hubiese dado yo clase de Disneyeconomía! Quizás de haberlo hecho, y si hubiesen asimilado adecuadamente mis enseñanzas, habrían acabado perdiendo en ese concurso y los ciudadanos de tantos pueblos valencianos podrían hoy pasear sin linternas por sus calles disfrutando de las noches del Mediterráneo.