2000: 63
2001: 50
2002: 54
2004: 72
2005: 58
2006: 68
2007: 75
A la vista de las cifras ni la Ley Integral contra la violencia doméstica de 2004, ni las campañas de concienciación, ni el uso de instrumentos judiciales y policiales más contundentes parece que estén “funcionando”. Hace años, me interesé someramente por este “tema” desde el punto de vista de la Economía, incluso publiqué un articulillo al respecto en EL PAIS (22/12/98) que creo que no estaba mal del todo (aunque quedaba algo confuso debido a las necesidades de recortarlo que me impusieron los del periódico). En él distinguía entre dos tipos de violencia contra las mujeres. Por un lado habría una violencia “racional” o mejor, racionalizable[2], en el sentido de que la violencia era uno de los medios que utilizaban los varones agresivos para conseguir ya sea fines instrumentales (el que la mujer alterase su comportamiento en la línea deseada por su “compañero”) ya expresivos (la violencia como manifestación de la superioridad de status del varón o, al contrario, como medio de resarcirse de sus frustraciones por su bajo status fuera del “hogar”). Este tipo de violencia se plasmaría fundamentalmente en malos tratos físicos o psicológicos pero no buscaría directamente o expresamente la muerte de la pareja, pues caso de que esta se produjera, no se cumplían por ello mismo los objetivos instrumentales y expresivos que dirigían la conducta de los varones agresivos. En la medida que este tipo de violencia era "económicamente racional” podía lucharse contra ella mediante la adecuada combinación de desincentivos penales y económicos, como así ha ocurrido: parece que los malos tratos están decreciendo conforme las mujeres hacen más uso de los instrumentos legales, policiales y sociales a su alcance.
Lo que sorprende en primer lugar es, obviamente, que los hombres maten, pero en segundo lugar extraña también que maten proporcionalmente tanto, es decir, que la violencia doméstica sea en la práctica una violencia contra las mujeres. Y a la pregunta de qué puede motivar ese comportamiento diferencial sólo caben dos respuestas.
Una consiste en el habitual recurso de acudir a la existencia también aquí de una diferencia biológica entre uno y otro sexo que, en este caso, vendría a afirmar que siendo el género masculino más violento por "naturaleza" que el femenino, su respuesta ante cualquier frustración o conflicto en la pareja se orientaría con mayor probabilidad por el camino de la agresividad llegando al extremo del homicidio.
Ahora bien, la supuesta y archimencionada conexión causal testosterona → agresividad → violencia es eso: una suposición no avalada por los hechos que, por el contrario, más bien apuntarían a que la conexión causal va en sentido contrario: una cultura que apoya una idea de lo masculino en la que los comportamientos violentos son aceptables en cierto grado genera o al menos no coarta las actitudes agresivas que, eso sí, crecen más que bien sobre el suelo bien abonado que pone la testosterona en el caso de los varones. Dicho de otra manera, los varones pueden tener una mayor capacidad/predisposición para la agresividad física relativamente a las mujeres, pero que esa capacidad se manifieste en la práctica de su comportamiento depende crucialmente del modo que los varones han aprendido a ser un determinado tipo de hombres.
La segunda respuesta a la anterior pregunta parte precisamente de esta conclusión y viene avalada por la circunstancia de que una buena parte de las muertes se producen en el curso de la separación de la pareja o bien cuando la relación ya está totalmente rota (la cifra entre paréntesis):
2000: 21 (11)
2001: 23 (7)
2002: 16 (7)
2003: 28 (16)
2004: 28 (16)
2005: 17 (15)
2006: 30 (18)
Ahora bien, este tipo de muertes apuntan a dos resultados. En primer lugar que el homicidio no es enteramente impulsivo, fruto de un “pronto”, con el resultado de que al agresor “se le habría ido la mano” porque a mano tiene el instrumento mortal (véase la entrada en este mismo blog de título "Cocinas, armas y automóviles" de 3/12/07), siendo esto mucho más evidente para las muertes cuando ya no existe ninguna relación ni legal ni sentimental entre agresor y víctima; y, en segundo lugar, el que la relación de pareja estuviera dañada a los extremos de que sólo cupiese esperar su resolución indica que la finalidad instrumental o expresiva de la violencia habría desparecido. En efecto, si la relación fuese inexistente o estuviese ya tan rota que ya no habría posibilidad de volver a una situación previa, ya nada podría esperar conseguir de su “pareja” el asesino y, entonces, ¿a qué vendría entonces la violencia contra ella?
Sólo cabría aquí, a la hora de dar con una explicación, el cambiar la perspectiva dirigiéndola a la satisfacción de una necesidad íntima del propio agresor a la que sólo él pudiese darle satisfacción: su propia autoestima.
La relación de pareja es una relación de confianza, quizás el epítome de las relaciones de confianza. Recientemente los economistas, tras la asunción de que la confianza es la actitud que está detrás de lo que se conoce como capital social, han empezado a hurgar en qué significa la confianza, qué dificultades hay para su surgimiento y cómo se puede fomentar dada la relevancia que hoy se concede a la acumulación de capital social para que se afiancen los procesos de desarrollo económico.
La confianza, definida como disposición a aceptar la vulnerabilidad es, si bien se mira, un comportamiento arriesgado pues cuando una persona deposita su confianza en otro u otros se convierte por ello mismo en vulnerable pues -resulta obvio- esa confianza puede estar mal emplazada con lo que la persona confiada puede acabar siendo víctima del abuso por parte de aquellos en quienes ha confiado.
No es nada extraño por ello que en casi todas las sociedades los resultados de las encuestas confirman que entre un 60 y un 70% de la gente manifiesta ser, en principio, desconfiada, lo que es congruente con la aversión al riesgo que es común entre los humanos sobre todo para las decisones o situaciones importantes y que explica el comportamiento de asegurarse ante estas eventualidades.
Ahora bien, en el caso de la confianza, esta aversión al riesgo genérica adquiere características especiales, pues para la mayoría de la gente no es la mismo la actitud que se tiene frente a los riesgos “naturales” (una tormenta, una inundación) o “sociales” de tipo genérico (un incendio, un accidente de tráfico) que ante el riesgo “personalizado” que se corre cuando se confía en otra u otras personas. En este último caso, se distingue entre dos riesgos, el primero, relacionado con los resultados de la relación de confianza, es el riesgo que se corre de que quien confía obtenga un rendimiento mucho más pequeño que el de la persona en quien ha confiado, es decir, es el riesgo que uno corre de ser explotado en esa relación de confianza, el riesgo en suma de que la relación sea asimétrica, desigual en sus resultados netos.
El segundo riesgo no se refiere a los resultados y tiene más bien que ver con el proceso de alcanzarlos y se refiere al riesgo que se corre, cuando uno confía, de ser traicionado o engañado en la relación independientemente de en cuánto se traduzca la pérdida. No sólo duele el salir malparado de una relación en la que uno confiaba sino que hace daño el propio hecho de ser engañado, de ser tomado como un pipiolo, de que se rían de uno mismo. El hecho de ser traicionado en sí mismo puede incluso llegar a ser más importante que la pérdida real que se experimente. ¿Cuántas veces no hemos dicho u oído algo así como que los que más duele no es la pérdida que uno experimenta en una relación de confianza sino que la confianza que uno había depositado en otro se ha visto defraudada? Obsérvese que en este caso, la aversión a la traición tiene que ver con la posibilidad de que la vulnerabilidad personal sea maltratada, con la perdida de autoestima que se ha escapado por esa brecha que uno abre en la coraza que protege a su yo cuando se “abre” a otro en una relación de confianza.
Y un elemento más, los estudios llevados a cabo señalan que de estos dos componentes de aversión al riesgo presentes en las relaciones de confianza, el primero, la aversión a la explotación o a la desigualdad suele darse más en aquellas personas de status bajo, más preocupadas o interesadas, debido a su condición, en que la relación de confianza sea igualitaria “puesto que sienten que si no hay igualdad no obtendrán lo que merecen recibir en la medida que su contribución a la relación no es considerada tan valiosa como la contribución de una persona de mayor status” (Hong, Bohnet, 2007:201); en tanto que la aversión a la traición predomina en los individuos de status más elevado pues en una relación de confianza “ceden el poder sobre los propios resultados a la parte en que depositan su confianza y aceptan cierto grado de sumisión a la voluntad del otro. Los miembros de los grupos de alto status están más acostumbrados a asumir los papeles de poder que los miembros de los grupos de bajo status …Las personas de los grupos de elevado status reaccionan, cuando se las coloca en una posición inferior de poder seleccionando una acción ‘equilibradora’, principalmente abandonando la relación, restaurando así su propio control” (ibídem, 202), el control que habrían perdido en la relación de confianza fallida.
Bohnet,I., Greig,F, Herrman,B., & Zeeckhauser, R. (2005) "Betrayal aversion" Working Paper, Kennedy Scholl of Government, Harvard University.
F.Esteve Mora. “La economía de la violencia doméstica”. http://http//www.elpais.com/articulo/sociedad/economia/violencia/domestica/elpepisoc/19981222elpepisoc_9/T Hong, K. & Bohnet, I. (2007) "Status and distrust: The relevance of inequality and betrayal aversion". Journal of Economic Psychology, 28, 197-213
Harris, Marvin “¿Son los hombres más agresivos que las mujeres?” en Nuestra Especie (Madrid: Alianza ed., 1995)
[1] La cifra de 2007 es la que acaba de salir hace poco en la prensa según un informe del Consejo General del Poder Judicial.