FERNANDO ESTEVE MORA
Hartos hasta decir basta de las restricciones a la movilidad por culpa de la crisis, los ciudadanos, en cuanto han podido, se han echado en masa a la carretera, mejor dicho a la autopista, pues es una vía de tres carriles aquella por la que ahora mismo transita uno de ellos, el anónimo protagonista de este cuento: un pequeño empresario del sector servil de la Ciudad, o sea, lo que algunos grandilocuentemente llaman un emprendedor dueño de una tienda de recuerdos y de una borrachería, las dos fundamentalmente para turistas, y de las que obtiene unos beneficios ni grandes ni pequeños, los propios de un empresario de "medio pelo".
"La cosa parece ir bien", -piensa-, pues aunque van los tres carriles llenos, la marcha es, incluso en el de la derecha, viva. Y es que la autopista se extiende en este tramo sobre un terreno llano e incluso en bajada. El vehículo del protagonista de este cuento, que aunque nuevo y aparente no tiene altas prestaciones, le permite mantener cómodamente la velocidad que llevan los que van por el carril de enmedio. No, su motor no le da para ponerse en el carril a su izquierda, aquel por donde van los coches de alta gama, a toda "pastilla". Alguna vez que lo ha intentado, se ha visto obligado a volver al carril central presionado y hasta -diríase- avergonzado por los bocinazos y las ráfagas de faros que le han dedicado los cabreados automovilistas de los coches auténticamente buenos, indignados por la intromisión en su carril, o en sus filas, de un conductor al volante de un coche de nivel medio, incapaz de mantener su velocidad, una velocidad por cierto muy superior al límite que el sentido común exigiría se mantuviese para evitar accidentes que acabasen cortando el tráfico.
Sí, su coche es de nivel medio, pero en absoluto mediocre. Y para constatar ello sólo tiene que mirar a los que vehículos que va adelantando que circulan por el carril a su derecha. En él, por el carril de los lentos, o quizás, para algunos, el carril de los "torpes", van los avejentados coches de segunda mano de las gentes de las clases bajas.
Sí, de las clases bajas, porque -de golpe- una idea se le cruza por la mente, la de que los carriles de la autopista son como una alegoría, una imagen de la estratificación social de la sociedad de la Ciudad. "Está claro, ¿no?" -se dice. "La vida es un viaje, una carrera en la que cada cual procura llegar lo más lejos que puede dadas sus posibilidades, sus medios de locomoción en el corto espacio de tiempo en el que está en este mundo". Y, entonces, satisfecho de sí mismo, de su hondura filosófica, se agarra a este "pensamiento", y dado que el terreno es llano y la conducción no le exige dedicada concentración, se dedica a "sacarle punta" . Y así, se pone a pensar que por cada carril va "quién tiene que ir". Y más aún, -se dice- "como debe ser" . Por el de su izquierda van los menos, las relativamente pocas gentes de la clase alta, con sus prepotentes vehículos que avanzan a toda velocidad distanciándose de los demás en esto de transitar por la vida. Por el de su derecha, van los más, los muchos y avejentados coches de las clases bajas avanzando lentamente al trantrán . Y por su carril van pues los que son como él, las más o menos numerosas gentes de las clases medias, ni pobres ni ricos, ni rápidos ni lentos.
Y, así, con esos profundos pensamientos se le va pasando el tiempo al protagonista de este cuento. Ve pasar y perderse de vista por su izquierda los coches de los pudientes, y ve como él deja atrás por su derecha a los coches de los menos pudientes que él. Lo de siempre. Así lo ha sido, así lo debe ser y así lo será.
Al poco, sin embargo, algo cambia, y es que la autopista entra en una zona de montaña. Las empinadas cuestas que cada vez más se suceden exigen un esfuerzo adicional a los motores. No es ello problema a los vehículos del carril de la izquierda, que ni siquiera necesitan reducir de marcha para sortearlas. Incluso,. se diría, sus conductores tienen a gala pisar aún más sus aceleradores para mostrar a los demás su potencia, su velocidad, su capacidad de distanciarse de los demás. No sucede, obviamente lo mismo, para los que van en el carril de la derecha. Sus motores acusan las fuertes pendientes, y pese a que sus conductores se esfuerzan cuanto pueden jugando habilidosamente con el cambio de marchas, inevitablemente, su velocidad cae en picado: avanzar aunque sólo sea unos centenares de metros se les hace duro, muy duro.
En cuanto a él, también sin duda acusa el golpe de la orografía. No puede evitar que su velocidad caiga, siquiera un poco, y ve en consecuencia cómo se alejan de él todavía más rápidamente que antes, cuando iban por el llano, los afortunados de siempre que van por el carril a su izquierda. Pero, para conformarse, sólo tiene que mirar por su ventanilla derecha, y darse cuenta de cómo él y los que son como él en el carril central, aparecen a su vista como parados, como petrificados, tal es su lentitud relativa.
Y, de golpe, la autopista entra en un largo túnel. En él las líneas discontinuas en la calzada, que antes permitían a los conductores el cambiar de carril, se hacen continuas. Ahora cambiarse de carril está prohibido. Y, al poco de entrar, la circulación se detiene. Poco a poco, todos los coches paran. Un atasco.
"¡Pero bueno!", -se dice el protagonista de este cuento-,"pero no nos habían asegurado los técnicos en esto del tráfico, que gracias a las nuevas inversiones y las nuevas tecnologías y las autopistas de la información y la inteligencia artificial, que los atascos y retenciones eran ya cosas del pasado, que todos podíamos circular sin restricciones a la máxima velocidad que cada uno pudiese" . Casi, casi, su pensamiento está a punto de deslizarse a la consideración de una herejía para la gente como él. La idea de que los expertos y los técnicos en gestión de la circulación no saben de lo que hablan, o más aún, la de que lo que dicen lo dicen para facilitar la vida a los que sí siempre pueden: los del carril de la izquierda. Pero, la reprime.
"Paciencia" -se dice en voz alta. "Pronto seguro que se reanuda la marcha". Habiendo escuchado mucho las razones de un sedicente técnico en circulación" de nombre Rallo, no duda en achacar la repentina parada a las maniobras ineficientes del Estado, a los trabajadores de Ministerio de Fomento en concreto, que siempre se ponen a hacer como si trabajan en los días en que más tráfico hay.
También es posible que el culpable de la retención la tenga alguno de los conductores de la derecha porque su coche se haya estropeado por su mal estado o por haber provocado un accidente intentando cambiar de carril, generando en cualquier caso por un efecto cascada ("efecto mariposa" le gusta decir) una retención general. Y, también, se atreve a pensar, el culpable de la retención sea sí un accidente, sólo que provocado por la imprudencia de uno de esos ricos que van a tontas y a locas a mucha más velocidad de la permitida guiados exclusivamente por el afán de "fardar", de mostrar a los demás que sus coches son los mejores. Sea cuál sea la razón, sólo cabe armarse de paciencia y esperar.
Y sí, al poco, el atasco, la crisis, parece acabar. La marcha se reanuda. Solo que no en todos los carriles, sino que se da únicamente en el izquierdo. Rápidamente, la velocidad de los que circulan por ese carril crece, y el protagonista de este cuento ya sólo tiene un atisbo de sus satisfechas caras conforme se distancian de él.
"Tranquilidad"- se dice en voz alta. "Pronto nos tocará a los demás" . Pero pasan los minutos y nada pasa. En el túnel se empiezan a oírse quejas, pitidos y bocinazos. Incluso, algunos del carril central tratan de "saltarse las normas" y meterse en el carril izquierdo, aunque esa ilegalidad sea registrada por las cámaras de tráfico. Pero pocos lo consiguen dada la acelerada velocidad de los que circulan por ese carril. Ni qué decir tiene que la tranquilidad del protagonista de este cuento, va desapareciendo conforme pasan los segundos y los minutos parado.
Y, "para más inri" , de repente el carril derecho empieza a moverse. Lentamente, sí, pero algo es algo. La intranquilidad de los del carril de enmedio deviene rápidamente en indignación y desesperación conforme observan con sus propios ojos como los desvencijados coches de los de clase baja se alejan lenta pero continuamente de ellos. Algunos, incluso, tratan de incorporarse a ese carril, lo pueden hacer porque su velocidad es perfectamente asumible, pero ello no hace sino aumentar la congestión ya elevada de éste, lo que supone que su velocidad cae aún más e incluso genera retenciones. El protagonista de este cuento no hace lo mismo. Su carril es el central, el de enmedio. Él es de clase media. Está seguro que en poco tiempo todo volverá a su ser. Casi como para demostrar esa su fe, los huecos que han dejado en el carril central quienes se han pasado a los otros dos, les permiten a los que quedan reemprender una marcha lentísima y sincopada, incluso más lenta que la que llevan los del carril derecho, pero marcha al fin y al cabo.
Y así, a paso de tortuga, el protagonista de este cuento y sus compañeros de carril (o de clase), se van acercando al final del túnel. Ya van viendo la luz. Y conforme esa luz llena sus ojos se explican el porqué de lo que han vivido. Descubren que no, que las cosas ya no volverán a ser como eran o como se les había prometido que iban a ser, pues ahí, en el final del túnel descubren para su desconcierto que la autopista de tres carriles se estrecha y se convierte en una de sólo dos, y que así va a ser de ahí en adelante, y que para ellos esa realidad solo se les deja una opción: la de incorporarse al carril de los lentos, la de incorporarse al carril de los torpes, la de dejar de ser la clase de enmedio e incorporarse a la clase baja.
Y, en ese momento, el protagonista de este cuento, experimenta algo así como una iluminación, una ráfaga de "conocimiento" que le resuelve una duda que llevaba un tiempo asaltándole. Y es que ya sabe a quién va a votar en las próximas elecciones.