Cosas vistas en este verano que recién termina: a) un abogado sentado bajo una sombrilla en una playa del sur mandando un informe por internet mientras su hijo le requería que dirigiera su atención a un cangrejillo que tenía en su cubo de plástico; b) un pequeño empresario de la construcción, ya entrado en años que en una playa del norte hacía un alto mientras le explicaba a su joven pareja la diferencia entre un cabo y un golfo (¡sí, no miento!) para contestar al móvil y enzarzarse con uno de sus empleados a propósito de unos cristales climalit que estaban instalando en los chalets de una urbanización, y c) todas las mesitas que separan los asientos de los trenes de cercanías de Londres ocupadas tanto a primeras horas del día como a las últimas por una amplia gama de portátiles, los portátiles de los cientos de trabajadores en su diaria trashumancia.
La verdad es que nadie puede decir que esas cosas que he visto sean nada extraordinarias. Todo el mundo las ha visto. Son de lo más común y corriente. Pero no las despreciemos por su ubicuidad pues también de lo cotidiano se puede extraer alguna enseñanza.
Y creo que la enseñanza que se puede sacar es, además, importante,y es que todos aquellos, y son legión, que desde todos los medios van predicando por ahí acerca de las increíbles efectos estimulantes de la productividad que las nuevas tecnologías de la información y el procesamiento de datos están errados. Sí, equivocados. No sé en qué medida concreta, no se cuánta es su equivocación, pero intuyo que abultada.
Y la cuestión es importante pues el caso es que la evolución de la productividad en una economía es el factor más claro y determinante de la evolución de su bienestar y su desempeño económico. Si la productividad por hora trabajada crece aumenta el acervo de bienes a que los miembros de una sociedad pueden acceder ya sea directa (más bienes producidos internamente) o indirectamente (gracias al mayor volumen y tipos de importaciones que las exportaciones estimuladas por el crecimiento de la productividad dan origen).
Pues bien, en tanto se puede aceptar que las nuevas tecnologías han aumentado la producción total de bienes y servicios, sin embargo es más que cuestionable que hayan hecho crecer en igual medidad la productividad media. Ha sido frecuente señalar la presencia de un lado oscuro de las nuevas tecnologías que pondría en cuestión los rosados augurios de los tecnófilos y “new-technologics” fashion-victims. Elementos de ese lado oscuro serían, por ejemplo, los siguientes: el flujo acelerado de nuevos productos y programas de complejidad creciente con la consiguiente necesidad de dedicar continuamente tiempo y más tiempo para dominarlos, la obsolescencia planificada en forma de incompatibilidad de unos programas con sus versiones anteriores, la incompatibilidad entre diferentes programas, la sobrecarga de información que acaba cortocircuitando la limitada capacidad de procesar datos, el uso no productivo para las empresas de la red, la piratería informática y otras actividades delictivas en la red, etc.[1]
Pero, y aquí viene la conexión con esas cosas más que vistas con las que se empezaba esta entrada,. Al margen de todos estos factores hay uno más de gran importancia, cual es que las nuevas tecnologías asociadas al uso del móvil e internet se han traducido en la casi total abolición de la separación espacial y temporal de los lugares y tiempos de trabajo de los lugares y tiempos de la vida –digamos que- “improductiva”. Antes, los trabajadores en su inmensa mayoría sabían que sus hogares no eran sus lugares de trabajo . En su mayoría, tenían que ir físicamente a sus puestos de de trabajo, y allí, su tiempo de trabajo estaba marcado por el de su grupo de trabajo o por el ritmo que imponían las máquinas. Hoy, gracias al móvil y a la conexión sin cable, ya no hay un lugar y un tiempo de trabajo a dónde sea necesario acudir para trabajar. En multitud de actividades económicas, el puesto de trabajo de un trabajador puede estar el avión o en el tren, en su periodo vacacional o incluso, en la cama de su dormitorio, pues al ser el móvil y el ordenador sus herramientas, su equipo capital, van con él donde quiera que vaya.
Y, bien, ocurre que siempre que la frontera espacial o temporal entre dos actividades se atenúa o rompe, la que gana o invade a la otra es aquella que es más productiva monetariamente (es una suetrte de Ley de la Entropía social) . De modo que en vez de disfrutar de más ocio o de más actividades lúdicas, el móvil y el ordenador en conexión inalámbrica han extendido el tiempo de trabajo mucho más allá de lo que pregonan o proclaman las estadísticas oficiales. ¿Se cuenta acaso en ellas el tiempo que dedica el ejecutivo los fines de semana a trabajar preparando informes en su caso como tiempo de trabajo? ¿Y el tiempo de móvil que a “deshoras” se usa para comunicarse con clientes o proveedores? Se trata sin duda de un tiempo de trabajo real pero no registrado, de un tiempo de trabajo no contabilizado.
La consecuencia es que la productividad por hora real trabajada es mucho más pequeña de la que se deduce de las estadísticas oficiales. Formalmente, este argumento puede representarse de modo muy sencillo. La productividad por hora aparente del trabajo, la que nos suministra las estadísticas se calcula de forma muy sencilla:
Z = PIB/ (n.j)
Donde z es la productividad aparente del trabajo entendida como el valor del Producto Interior Brutodividido por el total de las horas trabajadas entendida como el producto del total de empleados (n) por la jornada legal de trabajo (j). Los economistas saben que esa es una productividad aparente, pues la productividad real dependerá de la eficiencia con que se realizan esas horas de trabajo. Para encontrar la productividad real habría que cualificar esas horas de trabajo ponderándolas por un facto que señalar cuánto tiempo de cada hora se trabaja efectivamente, pues desde el “escaqueo” puro y duro hasta la “mediahora” del bocadillo hay circunstancias que hacen que la efectividad laboral de cada hora contratada no sea del 100%. Los economistas, por ello, saben que la productividad real del trabajo (z’) será menor que la aparente :
Z’ = PIB/(n.j.f)
donde f es un factor mayor que cero y menor que la unidad que, si se conociera con precisión, indicaría que cantidad de las horas legales son efectivamente trabajadas.
Pues bien, lo que aquí se señala es que las nuevas tecnologías, al diluir la frontera entre puesto de trabajo y espacio de no-trabajo, han hecho aumentar la jornada de trabajo por encima de la legal y registrada (j’ > j) , de modo que la productividad real del trabajo (z’’)
Z’’ = PIB /( n. j’.f)
será con certeza mucho menor que la registrada oficialmente ( z) y que la que los economistas presumen (z’);
Z’’ < Z’ < Z
Y, para concluir, no es irrazonable pensar que este hecho, es decir, el aumento del producto total gracias a las nuevas tecnologías asociado, sin embargo, a crecimientos muy bajos (o incluso, a decrecimientos) de la productividad real por hora de trabajo debido al aumento de las horas reales trabajadas esté por debajo del paradójico fenómeno tan habitual hoy en día de que el crecimiento económico (el aumento en el PIB) no vaya asociado de forma inequívoca a un crecimiento en el bienestar, como con triste monotonía nos recuerdan los estudios acerca de la evolución de los niveles de felicidad media en los países más avanzados.
[1] Un listado de estas debilidades de la revolución de las nuevas tecnologías aparece en el curioso trabajo “The Computer and The Economy” , The Atlantic Monthly, december 1997, pp.26-32, de dos economistas tan reputados como Alan S.Blinder y Richard E.Quandt (sí, sí, el coautor de aquel libro que tanto sufrimos los economistas más viejos: Teoría Microeconómica. Un enfoque matemático).