Valentín Donoa nació en un pequeño pueblo de Salamanca entrada ya más de una década en el siglo XX. La guerra le sorprendió en Asturias, mientras hacía el servicio militar. A pesar de plomo, muerte y cárcel, la estúpida contienda le trajo al amor de su vida como él siempre recordó después a sus docenas de interesados nietos. Se casaron cerca de Teverga aunque compartieron toda la vida en Ferrol, donde Valentín abrió una pequeña imprenta. Conocía y trataba con todos los vecinos salvo con la señora Luz, con quién siempre encontraba discusión. Murió con 80 años cumplidos durmiendo en su casa, con el despertador de su reloj puesto a las 7 de la mañana siguiente. No tuvo una vida tan fácil como su risa, pero jamás se quejó de ello.
Su primer hijo, Julián Donoa, sencillamente no tuvo suerte. Cuando su padre se retiró quedó al cargo de la imprenta pero cerró Astano y se acabaron los trabajos. Como medio Ferrol tuvo que marcharse a buscar la vida, con sus seis hijos en las maletas. Vivió unos años entre Cantabria y Palencia trabajando en las fábricas de galletas y después en Alicante trabajando en el níspero. Finalmente, encontró un trabajo en una imprenta murciana. Por motivos que no importan para esta historia murió en un hospital de Lugo. Su vida tampoco fue sencilla, pero siempre fue un hombre feliz.
Andresito Donoa era el octavo nieto de Valentín y el sexto hijo de Julián. Una calurosa tarde murciana de junio de camino al cine de Floridablanca a ver el estreno de Jurassic Park, su abuelo Valentín le regaló a Andresito, que tenía entonces 10 años, una doradísima moneda de 500 pesetas. Andresito se sintió muy feliz, y no paraba de tocarla, sintiendo el relieve de los reyes de España con las yemas de sus dedos. Minutos más tarde la perdió, probablemente cerca del Puente de los Peligros. Nunca volvió a encontrarla. Al ver a su nieto desolado, Valentín le regaló otras 500 pesetas pero Andrés siempre supo que ya nunca sería la misma moneda.
El único hijo de Andrés, Iago Donoa, siempre fue una persona negativa. Propensa a la depresión, nunca pensó que el vaso estuviera medio lleno. Incluso cuando todo iba bien se las ingeniaba para encontrar razones que le hicieran infeliz. Con todo, en un viaje a Londres, frente a la Abadía de Westminster encontró en el suelo dos brillantes monedas de 2 libras, una de 10 peniques y dos de 2 peniques. Fue la única vez en su vida que se sintió afortunado.
Sin embargo, ajustadas por la inflación, adaptadas al tipo de cambio de aquel momento, teniendo en cuenta una comisión estándar y sus condiciones fiscales esas 4,14 libras eran equivalentes a las 500 pesetas que su padre Andresito había perdido en Murcia en los 90. No había motivos para esa alegría: no había aumentado la riqueza familiar en absoluto. Tan sólo había restablecido las pérdidas de su padre.
Tomás V. García-Purriños
@tomasgarcia_P