Cada vez que, como consumidores, adquirimos un producto, estamos dando una opinión positiva sobre el mismo.
Estamos diciendo que nos parece correcto cómo ha sido elaborado. Aceptamos cada una de las fases de producción y de transporte del mismo. Algo tan sencillo como comprar un lápiz significa que nos parece correcto el modo en que se ha tratado todos los elementos que lo componen (excepcionalmente descritos en
este vídeo del genio M. Friedman). Es decir, estamos votando que nos parece correcto que sigan cortando la madera como lo hacen y donde lo hacen, que la sigan transportando del mismo modo, que paguen el mismo salario a los empleados... y así paso a paso toda la enorme cadena que nos lleva hasta el lápiz.
Parece una broma, pero la verdad es que comprar es una gran responsabilidad.
Desde hace algún tiempo existe un movimiento que lucha por un "comercio justo". Una de las exigencias de este movimiento es que se señale de dónde vienen los productos. Por ejemplo, si compramos tomates, que sepamos exactamente si son franceses, españoles o marroquíes. Pero el movimiento va todavía un paso más allá:exige que se informe si las personas que hicieron posible ese tomate recibieron un salario "justo" por su trabajo. No exigen que el comercio sea justo sino que se informe al consumidor y que éste sea el que decida qué mundo quiere.
Lo cierto es que a veces, cuando pensamos qué es lo que nosotros como individuos podemos hacer por mejorar el lugar en el que vivimos, nos termina por vencer el desánimo. ¿Qué podemos hacer nosotros solos contra todo un planeta egoísta? Incluso si conseguimos organizarnos, ¿qué somos unas cuantas personas? Parecemos pequeñas hormigas tratando de cambiar la corriente de un río. En general, nos infravaloramos. Creemos que son necesarios los héroes, los líderes, sin entender que a lo mejor nosotros mismos ya somos esos héroes. Héroes de la cotidianeidad. Dijo René Jules, un ecologista francés del siglo pasado -un héroe-: "piensa globalmente y actúa localmente". Es decir, las pequeñas cosas que tú puedes hacer, gastando cinco minutos de tu vida, aunque parezcan una gota en el océano son actos enormes que, por supuesto influyen en la globalidad. Aunque sea poco, es algo.
Si queremos que las cosas sean diferentes no debemos pensar lo solos que estamos, sino que nuestro comportamiento y nuestra actitud de verdad sirve para cambiar las cosas. Por ejemplo, que las personas nos demos cuenta de lo importante que es comer sano está ayudando no solo a mejorar de nuevo nuestra dieta, sino a que las empresas cada vez más creen nuevos productos sanos. Hace unos años era impensable entrar en una hamburguesería y comer una ensalada de la huerta que estuviese rica. Hoy es normal. Este cambio no se ha producido de manera violenta. Esa es una gran mentira que ha hecho muchísimo daño a la política de los últimos siglos. Los grandes cambios se fraguan durante años y se producen poco a poco y en silencio, a partir del cambio en la mentalidad de los pueblos, no de sus líderes ni de quiénes los gobiernan. Si en un burguer te sirven ensalada es porque la gente la pide, nadie les ha obligado hacerlo.
Nadie más que "la mano invisible", que es dirigida por cada uno de los consumidores. Así, de repente el supermercado se ha llenado de productos "sanos". Lo mismo que ha pasado con los coches y su camino para reducir las emisiones de gases nocivos para la atmósfera. Las empresas no son ONGs, su objetivo es conseguir el máximo beneficio. Y normalmente las enormes multinacionales son entes sin alma, sin deseos y sin moral porque no son seres humanos: su personalidad es tan solo jurídica. Tienen la moralidad que le exijan sus dueños. Sus dueños y sus clientes. Si los clientes exigimos moralidad y ética en una empresa -"este chorizo no lo compro porque esta compañía mata a los cerdos a puñetazos"- las empresas ofrecerán moralidad y ética. Así es como cambiamos el mundo.
Al final, capitalismo o socialismo no son más que palabras que representan un sistema también sin alma. Son las personas que lo componen las que le dan personalidad.
En el mundo de la inversión durante la última década se pusieron de moda los llamados fondos éticos. Estos fondos de inversión invierten en empresas que además de ser rentables, cumplen con unos requisitos éticos fundamentales y de responsabilidad social. Gracias a esto muchas empresas decidieron, para obtener financiación de estos fondos, cumplir esos requisitos éticos. Rápidamente en casi todas las facultades de prestigio aparecía la asignatura "ética de los negocios". En muchas de las certificaciones más importantes referentes al análisis de inversiones, como el CFA o el CAIA, una de las partes más importante es la ética. Poco a poco estos fondos de inversión han evolucionado y ahora existen entidades que no solo invierten en empresas socialmente responsables sino que además compran aquellas que no lo son para, una vez propietarios, exigirles que lo sean. Esa es la forma que tiene el ser humano de cambiar el mundo sin cambiar nuestra forma de vida. Tanto en el ahorro como en el consumo tenemos la opción de dar nuestro voto de cómo deberían ser las cosas. Pero un voto de los que valen, porque al que dejas de votar deja de ganar dinero.
No es necesario salir a manifestarse, ni dar la vuelta al mundo dando conferencias, ni coger un megáfono y ponernos en el centro del retiro a gritar por los valores. Que no sea necesario no significa que tampoco esté de más. Es tan sencillo como la próxima vez que compremos café, elijamos aquel que nos asegure un origen justo. O como que el próximo depósito que contratemos con nuestro banco sepamos a quién o para qué prestarán los fondos que les estamos dejando.
No es tan complicado poner nuestro ladrillo. Cuando seamos muchos los que ladrillo a ladrillo hayamos construido una sociedad mejor, el mismo sistema (sea cual sea) será el encargado de poner el cemento.