Una persona, un voto. Esta frase, que por otro lado no es cierta en prácticamente ningún lugar del mundo, aunque por suerte en los países democráticos nos acercamos bastante, resume la esencia de la democracia. Una persona, un voto. Este principio fundamental que no garantiza un buen gobierno, aunque sí uno relativamente justo, se diluye cada vez más en el mundo global, para dar lugar al nuevo dogma: el mercado, el voto.
Cada vez es más común encontrar esa opinión fácil de que el mundo moderno está gobernado por “el mercado”. Si tratamos de concretar qué es el mercado, deshilando la madeja seguramente finalicemos en esa imagen de cinco millonarios con pajarita, jugando a una mezcla entre el risk y el monopoly con el planeta tierra, mientras ríen y sostienen con una mano una copa de Henri IV Dudognon Heritage y en la otra un Cohiba Behike a medio fumar.
Es complicado que cualquiera que tenga preconcebida esa idea entienda que, si ha realizado alguna compra en su vida, aunque sea mínima, ya forma parte del mercado. Es complicado que cualquiera que tenga esa idea preconcebida, que no deja de tener cierta parte de inocencia infantil, comprenda que si alguna vez en su vida ha ahorrado aunque sea solo un céntimo, ya forma parte del mercado. Desde La Vuelta al Gráfico he defendido en muchas ocasiones (como por ejemplo aquí y aquí) que en el mundo capitalista, cada céntimo que gastamos en comprar o cada centimo que dedicamos a ahorrar, es un voto. Cada vez que consumimos o ahorramos, compramos una parte del mercado, por pequeña que sea, y votamos acerca de cómo queremos que sea éste. Si compramos unos pantalones porque son de la marca que está de moda, y esta marca fabrica los pantalones en un país subdesarrollado y paga un sueldo miserable a sus trabajadores, además de mantenerlos en condiciones lamentables, estamos votando a favor de ello. En el caso de otros productos, como por ejemplo el cacao, sabemos que algunos trabajadores son incluso niños, que viven en condiciones de esclavitud. Sin embargo seguimos comprando chocolate a compañías que emplean ese cacao en sus productos.
No vale decir que no hay alternativas, porque sí las hay. Ni siquiera vale decir que no hay alternativas baratas, porque sí las hay. Lo que ocurre es que son más complicadas.
El hecho es que cuanto más compremos (es decir, votemos a favor) chocolate fabricado con cacao por el que se ha pagado un precio justo, mayor será la demanda de un producto hecho con justicia y por tanto, la oferta se verá obligada a ajustarse a esas condiciones. Todo esto es sencillo olvidarlo, porque uno no tiene conciencia de que está continuamente eligiendo el destino del mundo.
Lo mismo ocurre cuando ahorramos. Si compramos acciones o bonos de empresas, fondos de inversión de países, o incluso un depósito, estamos dando nuestro voto. Votamos a favor de una gestión que puede implicar un trato injusto, o a favor de un país que no garantiza los derechos mínimos, o a favor de que un banco financie determinados negocios.
Todo está conectado en el capitalismo. Pero es que el mundo actual se parece al capitalismo sobre el papel exactamente lo mismo que el comunismo sobre el papel se parece al que se ha puesto en práctica hasta ahora. Al final son solo palabras, es la gente que lo compone la que decide cómo quiere que sea.
Por supuesto, podemos estar a favor de que una parte del mundo esté esclavizada por la otra. Pero no sin aceptar entonces que el mercado sea cruel. Ni tampoco que la otra mitad del mundo nos odie.
El mercado, como las enormes multinacionales, es un ente sin alma, sin deseos y sin moral, porque no es un ser humano. Tienen la moralidad que le exijan las partes que lo componen, que somos cada uno de nosotros.
Por eso, en realidad, todos los días son elecciones.