El sábado hablaba con mi novia sobre una pintada que vi en su calle: “Gane quien gane seguiremos perdiendo”. Este tipo de pintadas no pueden resultarme más molestas y es que mi animadversión por los antisistema es cada vez mayor. Como aprendí en la Facultad de Derecho, tras cada elección el ganador siempre es el pueblo. Con cada votación se asienta nuestra democracia y nos fortalecemos como nación. Pero, por desgracia, las elecciones son un privilegio que, debido al efecto erosionador de la costumbre, ya no valoramos.
Como demócrata liberal, confieso que carezco de principios ideológicos. Podemos resumirlos en algo tan abstracto como la defensa a ultranza de la libertad y de todas sus manifestaciones (desde el plano personal hasta el económico). En un orden más práctico, mi creencia más firme se basa en la absoluta convicción de que la alternancia de poder entre las fuerzas políticas es imprescindible. Es lógico si tenemos en cuenta que no me siento identificado ni con PP ni con PSOE.
La alternancia garantizaría una “diversificación” (por emplear algún término bursátil) en los esfuerzos de los poderes públicos en mejorar la vida de sus ciudadanos. Los Gobiernos de izquierdas deberían seguir políticas tradicionalmente de izquierdas y potenciar la cultura, la educación, la sanidad y garantizar unos mínimos básicos cada vez mayores para todos los ciudadanos. Por su parte, los Gobiernos liberales deberían centrarse en seguridad, crecimiento económico, atraer capitales externos y creación de riqueza para el país. Si a esta la alternancia le añadimos una comisión permanente de infraestructuras que asegure las tan necesarias obras de más de cuatro años de duración (me refiero sobre todo a infraestructuras que a largo plazo nos permitan luchar contra la sequía y la desertización), España podría optar a ser una verdadera potencia política y económica.
Pero la realidad es muy distinta. Los políticos y sus partidos no luchan por servir a los ciudadanos. Más bien son como una gran mancha de aceite que se expande por todos los huecos de la democracia, ahogándola y convirtiéndola en el gobierno de unos pocos. No quieren alternancia, no quieren aumentar nuestro bienestar, no les preocupan nuestros problemas. Sólo quieren pintar la mayor parte del mapa de España de azul o de rojo. La degeneración de la democracia es tal que ahora, efectivamente, son los partidos los que ganan o pierden elecciones. El pueblo ya no cuenta. Con pena me veo obligado a darle la razón al antisistema de la pintada.
Este ansia de los partidos por ocupar todos los sillones, provoca la ausencia total de ideas y de programa. Es absurdo diseñar un programa si sabes que, en caso de gobernar, no vas a poder cumplirlo porque dependes de los pactos. La política de las ideas ha dejado paso a la estéril política del “¡y tú más! Esto provoca importantes desajustes dentro y fuera de los partidos.
En primer lugar, el partido en cuestión termina por perder su identidad. La prueba más evidente la tenemos en la progresiva radicalización del PSOE. Cuando necesitas los votos de los nacionalistas y de los comunistas para gobernar, la transformación de los principios moderados de “la España del bienestar” se hace inevitable. En segundo lugar, la ausencia de programa afecta de forma decisiva al electorado. Por poner un ejemplo en primera persona, voté en Boadilla del Monte al PSOE (buscando la alternancia) y en Madrid al PP (apostando por un modelo de continuidad y suplicando al PSOE un cambio para poder votarle en las próximas elecciones – no por convicciones políticas sino por la convicción de la alternancia). Pues bien, si tuviera la sospecha de que el PP sólo podría gobernar en Madrid pactando con Inestrillas o Blas Piñar, no les votaría jamás porque no estaría votando al PP, sino a la coalición con los fascistas. Y por ahí no paso.
Al igual que yo, hay miles y miles de españoles moderados que no encuentran su hueco en el actual mapa político de España. El PP no es capaz de separarse de una vez por todas de ciertas sombras del pasado. Además, su política, en muchos casos soberbia y engreída, le ha llevado a un aislamiento que sólo sirve para una mayor reafirmación y la pérdida del espíritu centrista-liberal que podría tener. El PSOE, por su parte, especialmente durante la última legislatura, ha desarrollado determinadas iniciativas que nada tienen que ver con sus planteamientos ideológicos y políticos más arraigados. Parece increíble que un partido de tradición tan estatal como el PSOE haya impulsado el Estatut y que, olvidando a sus muertos, siga una política de acercamiento al entorno etarra como la actual. Por otro lado, sus pactos con IU (más visibles en los municipios – el ejemplo más cercano para mí es el de Gijón) le obligan a radicalizar algunos planteamientos que terminan por arrastrar a la izquierda a sus miembros. La pregunta es ¿qué debemos hacer los votantes moderados? ¿Apoyamos a un partido que debido a su aislamiento no da ese paso definitivo hacia el centro liberal y en muchos aspectos sigue anclado en la derecha tradicional o apoyamos a un partido medio nacionalista medio comunista que no se sabe bien qué va a hacer si llega al Gobierno?
¡Qué lejos estamos del ideal de alternancia y Gobiernos estables que les permitan desarrollar políticas concretas, profundas y coherentes con principios liberales (unos) y con principios progresistas (otros)! ¡Qué lejos estamos, en definitiva, de una verdadera democracia moderna!
La solución a este dislate pasa por una reforma de la Ley Electoral. Somos hijos de nuestro tiempo y, como miembro de la generación del 2000, no me siento en absoluto empapado de los Principios Constitucionales del año 78. Ya no sirven. Fueron perfectos para la situación política de la época y para los miles de partidos políticos de las primeras elecciones democráticas. En cambio, en un entorno como el actual con dos partidos mayoritarios, el régimen electoral sólo entorpece el avance de la democracia en España. No es razonable que el partido más votado no gobierne. No es razonable que los programas votados sean drásticamente alterados para que el partido de turno alcance el poder porque, al final, los que alcanzan el poder desarrollan un programa que no ha sido votado. Además, la dinámica del pacto ha servido para que los partidos se radicalicen en vez de moderarse. Nada tiene sentido.
No veo otra solución al problema electoral actual. A menos que el PP o el PSOE ganen por mayoría absoluta, nunca van a poder cumplir con sus programas, que es lo que quieren los más de 16 millones de españoles que les votan. Tiene que haber un cambio rápido para que de nuevo sea el pueblo el único y verdadero ganador de las elecciones. Hasta que llegue ese momento, la fiesta de la democracia me seguirá recordando a la Navidad: un periodo en el que en teoría debería sentirme feliz y que cada año me deprime más.
Pero bueno, no todo ha sido malo. La derrota del PSOE en Madrid abre las puertas al cambio en su seno y a la posibilidad de una lucha entre dos buenos candidatos para las próximas elecciones. ¿Qué otra cosa puede hacer más grande a una nación que en su capital haya una clase política bien formada, diligente y competente entre la que sus ciudadanos puedan elegir a un buen Alcalde y Presidente? Ojalá ocurra pronto lo mismo en el PSE y grandes políticos como Redondo Terreros no terminen marginados por otros... como Patxi López.
Otra buena noticia (en un plano más particular) es que en Asturias el PP ha sido la fuerza más votada. Esto es bueno no porque el PP Asturiano cuente que mi simpatía (nada más lejos de la realidad), sino porque se abre las puertas al cambio. Lo mismo ocurre en Gijón. La elección de ayer me permite albergar esperanzas del tan necesitado cambio después de 30 años de ayuntamiento socialista. Y este avance del PP de Gijón se debe al cambio en su seno y a la apuesta por nuevas cabezas de cartel, como Pablo Fernández y Eduardo Junquera (por el que me siento especialmente feliz). También me parece positivo que el PP pierda la mayoría absoluta en Baleares para que se puedan investigar bien todos los asuntos urbanísticos sospechosos, y me alegro por el vuelco del PSOE en Canarias, donde la inmigración ilegal exigen un cambio inmediato. En general, me alegra ver que en determinados puntos de España, después de varias décadas de supremacía de un partido, se acerca cada vez más el cambio.
Así que no todo ha sido malo. Espero que pronto se reforme la Ley Electoral para que pueda satisfacer las necesidades actuales de la democracia española y se potencie una política de programa, de ideas y de partidos bien definidos en los que tengamos de nuevo cabida los votantes moderados. Y, sobre todo, deseo que unas veces de la mano del PSOE y otras de la mano del PP, la democracia española esté a la altura de sus ciudadanos y de sus expectativas como nación plural y única.
¡Oh, Dios, qué buen vasallo si tuviera buen señor!