SOBRE LA BODA REAL: DE LAS JOYAS DE CELMA AL REGALO DE LOS THYSSEN
Este es el texto íntegro que Jesús Cacho remitió el viernes 21 para su `Rueda de la Fortuna´ del domingo 23 de mayo de 2004 en `El Mundo´, y que la dirección del diario se negó a publicar en la edición de ayer.
Era Navidad, y en Navidad los regalos se esperan en Zarzuela con verdadera expectación. Claro que entre las joyas que suele regalar José Celma, dueño de la aseguradora Metrópolis, y los dátiles revenidos que llegan desde los desiertos de Arabia en relucientes arcones metálicos, hay un largo trecho. Aquel año había llegado uno de los barones Thyssen, Hans Heinrich y Tita, y un viento de febril entusiasmo recorrió Palacio, porque se presumía que aquel iba a ser, tenía que ser un presente importante, acorde con la fortuna de los remitentes. Pero pasaban las horas y el regalo en cuestión, perdido en los vericuetos del servicio y de tanto cargo como pulula por la real Casa, no llegaba a manos de sus destinatarios.
Por la tarde, el Rey y la Reina, cada uno por su lado, reclamaron varias veces la marza, el juanillo de los barones, “pero, ¿dónde está el regalo de los Thyssen...?”. A la mañana siguiente, en pleno desconcierto y viendo que el obsequio no aparecía por ningún lado, los interesados tuvieron una idea luminosa, ya está, ¡la caja fuerte! tiene que estar allí, seguramente alguien ha tomado la precaución de guardarlo al suponer que se trataba de una dádiva importante. La sorpresa fue que, al abrir la puerta blindada, allí sólo había ¡un par de jamones de Jabugo! que alguien había puesto a buen recaudo, sin duda un tesoro, pero no de la clase que esperaban Sus Majestades. Al caer la tarde del segundo día de autos, tras gestiones mil, por fin apareció el tesoro: el presente navideño que los barones Thyssen habían enviado a los Reyes de España era... ¡un libro! Aquella noche hubo tormenta en Palacio.
La anécdota, real como la vida misma, es ilustrativa de la escala de valores que ha presidido la vida del Rey Juan Carlos desde su ascensión al trono. Una cierta, casi obsesiva, afición al dinero, y una serie de estrechas relaciones personales con un tipo de amigos susceptibles de hacer realidad esa pulsión por lo hedonista, lo material, lo crematístico. Por el dinero. Los libros y sus autores, los escritores, filósofos y doctores, los sabios del más diverso signo, nunca le han llamado la atención. Le han divertido más los Primo de Rivera, los Mendoza, los Conde, los De la Rosa, los Alcocer, los Prado y Colón de Carvajal. Manolo Prado, el hombre encargado de gestionar la fortuna real, el gran ausente de la boda de ayer –que siguió desde la cárcel de Sevilla II- representa como pocos las miserias de una familia y una Institución que, tras los fastos de la boda, tras la avalancha de salsa rosa que los españoles han padecido estos días, se enfrenta a un futuro incierto al inicio de un nuevo siglo, seguramente de la mano del Príncipe que ayer contrajo matrimonio.
Un refrán castellano asegura que lo que mal empieza, mal acaba. El juancarlismo fue el resultado de una decisión personal del general Franco, una nueva Restauración que don Juan de Borbón, legítimo sucesor, aceptó a toro pasado y como mal menor. Muerto el dictador, la Monarquía parlamentaria fue ofrecida a los españoles dentro del paquete cerrado de la Constitución del 78. De aquel pecado original arrancan muchos, si no la mayoría, de los males de la Institución. Allí se confundieron muchas cosas, se equivocaron muchas conductas. Allí muchos trabucaron fervor con servilismo, apoyo con falta de exigencia. El resultado es que, a día de hoy, todas las cuestiones referidas al Rey y a la Corona siguen siendo tabúes, y ello en un país donde ya son posibles excesos verbales de todo tipo.
El peor servicio que algunos españoles -obviamente los poderes fácticos, naturalmente los mediáticos- le han hecho a la Corona ha sido colocarla en una urna de cristal a sotavento no ya de todas las tormentas, sino de la