El escorpión
Los decontroladores
Mi mujer y mi hija de siete meses han viajado a Praga para encontrarse con unos familiares que iban desde Bilbao. Los de Bilbao no llegarán. Mi mujer y mi hija aguardan allí, en un ambiente de a menos diez o quince grados, a que se presente la hora de volver. No pasará nada (si no pasa); Praga al fin y al cabo no es Tombuctú. Oigo por la radio a los familiares de los controladores invocar a su progenie y parentela para que se les trate con delicadeza, que sus niños se asustan. Una controladora de Palma de Mallorca, embarazada, lloriquea por la tele apelando a su estado, a causa del miedo que le producen las pistolas de los soldados (a su embarazo no le afectó nada dejar a enfermos, ancianos y niños tirados en los aeropuertos). Por todas partes se habla mucho de los que marchaban de vacaciones, como si esos fueran los únicos que viajaban en estas fechas (daño moral, dicen, frustración, pérdida de dinero), pero dicen poco o nada de los que iban a operarse a otra ciudad, de los inmigrantes de paso, de todos los que se jugaban algo impagable en ese viaje.
Los cantamañanas habituales se debaten bizantinamente entre la responsabilidad del Gobierno y la de esos supuestos profesionales. La ley es como si estuviera muda. En España el derecho de huelga está regulado y sólo se le pide al personal que avise. Bien cierto es que el Gobierno se ha aficionado a los decretos ley, pero eso, te guste o te disguste, está dentro de las reglas del juego. En consecuencia, los controladores están fuera de la ley y su comportamiento ha supuesto el secuestro de miles de personas. Lo que pasa es que en España cada cual ha decidido inventarse su propia ley, una especie de anomía política cuyo eco viene de lejos y a la que el atontado de la Moncloa se ha limitado a dar el do de pecho. Aunque los controladores tuvieran más razón que un santo, su conducta es delictiva, sediciosa y traidora para con este país en un momento de amenazas.