De La Vanguardia
EN CASA
¿Qué es tener buen gusto?
Admiramos a personas por su forma de vestir, de decorar... ¡Tienen tan buen gusto!, pensamos. ¿De qué depende?
¿Qué es tener buen gusto?Una decoración del siglo XVII, que no coincide con lo que hoy consideramos buen gusto, pero que en su momento sí lo fue (Jacques-Ange Gabriel - Propias)
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MAYTE RIUS 15/06/2012 09:25 | Actualizado a 15/06/2012 18:33
“El buen gusto es algo innato y es el reflejo de la personalidad y la forma de ser de cada uno; son un conjunto de características a nivel externo e interno: cómo habla, cómo se mueve, cómo se viste una persona determinan su encanto y magnetismo social”, opina Maruxa Carvallo, profesora de la Personal Shopper School de Madrid y creadora del blog SexyInTheCity.es. Para la interiorista Pilar Líbano, el buen gusto es una manera de hacer que consiste en saber conjugar con armonía diferentes elementos, sean ropa o muebles, de forma que transmitan serenidad.
Mar Castro, experta en protocolo, comunicación y oratoria, opina que el buen gusto, como la belleza o la elegancia, es un concepto subjetivo, aunque todos acabamos reconociendo cuando algo es de buen gusto porque va ligado a la naturalidad, al comportamiento exquisito, al respeto y la cortesía... “y luego eso se traduce en todos los ámbitos: en vestir en función de la oportunidad (según tu forma de ser, tu identidad, el acto al que asistes, etcétera), en decorar acorde a lo que quieres transmitir, o en cuidar a tus invitados con una mesa bien presentada”.
En general, cabría decir que, para muchas personas, el buen gusto es una cualidad que va ligada a las buenas formas de conducta, a la educación, el orden, la mesura y la armonía. Quizá porque, como recuerda Marta Marín Anglada, profesora de Estética de Blanquerna-URL y especialista en investigación y análisis de tendencias de The Hunter, la armonía, la simetría, la proporción, el orden, las líneas rectas, las formas cuadradas, etcétera, fueron durante siglos los criterios estéticos y artísticos imprescindibles para que una obra de arte, una imagen o un objeto se percibieran como de buen gusto. Pero eso hoy no es así. El juicio del gusto, lo que define el buen o mal gusto, no se rige por reglas preestablecidas. De hecho, para algunos expertos, el buen gusto no existe, se impone. “Si hubo una época en que lo que era de buen gusto lo imponía la aristocracia, ahora son las marcas y los amplificadores sociales (los medios de comunicación y los blogueros) los que dicen lo que ellos consideran que es de buen gusto o de mal gusto, asociándolo a las tendencias”, afirma con rotundidad Daniel Córdoba, socio fundador y director general de la consultora The Hunter, especializada en investigación y análisis de tendencias.
“El gusto se ha constituido como uno de los conceptos estéticos más problemáticos desde la Ilustración hasta nuestros días”, advierte Carlos Fajardo, filósofo, poeta y profesor de Estética y Literatura en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas de Bogotá (Colombia), que ha investigado sobre el gusto estético en la sociedad postindustrial. Asegura que si la filosofía ilustrada vinculó el buen gusto con el sentimiento de placer ante la belleza, con la facultad de sentir o apreciar lo bello o lo feo, lo que ha ocurrido es que desde entonces lo bello, lo feo, lo sublime, lo interesante, lo delicado o lo grotesco han sufrido una fuerte mutación. Porque, subraya Fajardo, el gusto no sólo es subjetivo por el hecho de ser el juicio de una persona, sino porque está afectado por las sensibilidades de una determinada época, es decir, que en cómo se mira algo influye el espacio-tiempo desde el cual se mira”. Y desde el siglo XVIII y los planteamientos de la estética empírica, las normas sociales, políticas y estéticas han cambiado mucho y con ello también las miradas y los juicios estéticos. “Ahora aceptamos la belleza pero también aceptamos y valoramos la belleza negativa, lo sublime, lo kitsch, lo camp, la transgresión... De Chanel a Alexander MCQueen, de Jean-Paul Gaultier a Manish Arora, todo resulta aceptable e increíble; resulta prácticamente imposible decir qué nos gusta más o menos: ¿el Partenón o el Museo Guggenheim de Bilbao?; las propuestas artísticas son cada vez más amplias y las normas estéticas se han subjetivado cada vez más”, enfatiza Marín Anglada. Y coincide con Fajardo en que el juicio de gusto está condicionado por factores sociológicos, antropológicos, culturales, mediáticos y, además, por las macrotendencias, las tendencias expresivas, las modas que se van imponiendo. “La sensibilidad estética tiene un componente personal y otro contextual, y ambos son altamente significativos. Lo que se percibe de buen gusto en Occidente puede ser percibido como de mal gusto en Oriente; lo que está perfectamente alineado con un determinado estilo de vida puede estar reñido con otros: mods frente a rockeros, bombshells frente a look andrógino, entre otros”, ejemplifica.
Los árbitros del gusto El profesor Fajardo, por su parte, cree que se ha pasado del gusto por lo pintoresco, por la naturaleza y por lo interesante que caracterizaba a la sociedad burguesa, al gusto por lo impactante, lo estridente y lo que produce el mercado de consumo. “El concepto de buen gusto tenía que ver con la sensibilidad de los grandes burgueses por el arte de élite, por una forma de vestir, de comer, de diseñar su hogar; pero con las industrias culturales de finales del siglo XIX y el XX, se habló de democratizar el arte y se impulsó un arte de masas. Con la globalización de los mercados, a la gente se le ha instruido en el gusto por el consumo rápido, en función de lo que el mercado impone; el gusto contemporáneo se ha vuelto inmediatista, se caracteriza por la velocidad y lo efímero; el patrón del gusto lo dicta el mercado y la gente consume los discos, vídeos, películas, libros o ropa que les ofrecen con la idea no de contemplarlos, sino de consumirlos rápido”, enfatiza.
Daniel Córdoba coincide en que lo que hoy se considera de buen o mal gusto lo dicta el mercado, las marcas, y sus amplificadores, es decir, figuras de prestigio que legitiman determinadas propuestas, objetos o tendencias por su prestigio. Pero asegura que esta imposición no es diferente de la que en la sociedad burguesa marcaba la aristocracia. “Hubo una época en que la burguesía, que fue el primer colectivo aspiracional, para demostrar su capacidad económica copiaba el modelo aristocrático, reproduciendo sus ropas, la decoración de sus casas, sus cuadros...”, indica. Y subraya que aunque la burguesía parece vincularse con la innovación, en realidad los burgueses nunca arriesgaron con sus gustos. “Los artistas de vanguardia no vendían a la burguesía, sino a los aristócratas; los burgueses copiaban los usos y maneras aristocráticas incluso después de la Revolución Francesa, cuando ese modelo aristocrático ya era anacrónico”, añade. Y las referencias que en su día fueron los aristócratas lo son hoy, según el responsable de The Hunter, las denominadas it-girls: “Chicas extremadamente populares, absolutamente referenciales en cuestiones de estilo y de moda, que gozan de una amplia cobertura mediática y son veneradas en los medios de comunicación y en las redes sociales por su capacidad de atraer miradas y por saber erigirse en centros de atención y de interés”. Alexa Chung, Gala González, Blake Lively y Olivia Palermo son ejemplo de estas jóvenes copiadas en su forma de vestir o de actuar. “Son las nuevas árbitros del buen gusto; sin ser esclavas de las marcas, seleccionan lo que las gusta, lo combinan y lo proyectan, y la gente lo imita porque lo considera de buen gusto; porque el concepto de buen gusto, como el de calidad o el de barato, no ha responder a criterios específicos, uno dice que lo es y listo”, añade.
Claro que también hay quien opina que el buen gusto es algo más profundo, que va ligado a la valentía y la independencia de juicio, a la capacidad de pensar las cosas y resistirse a ser engañado a nivel social, político, literario o artístico. “Como sujetos establecemos un diálogo con una imagen determinada y reflexionamos sobre las sensaciones que es capaz de producirnos; es lo que Jacques Aumont –director de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París (EHESS)– llama la teoría de la recepción: recibir impactos visuales y ser capaces de reflexionar sobre las sensaciones que proyectan sobre nosotros como receptores; esas sensaciones nos invitan a la apreciación, que puede ser positiva (nos gusta) o negativa (nos desagrada)”, apunta Marín.
Cuestión de educación Carlos Fajardo admite que los gustos pueden ser variados y que la educación tiene mucho que ver en la autonomía de cada persona para elegir y configurar su gusto. Pero advierte que, en la actual cultura de masificación y globalización, “la estructura social, la educación y la formación estandarizada provocan que se formen unos ciertos gustos estandarizados: sólo gusta cierta música, ciertos programas de televisión, ciertas prendas, porque la gente no tiene la oportunidad de comparar; no se les educa en la diversidad de posibilidades de gusto, en una pluralidad de universos culturales, si no en el gusto a los objetos de consumo, a lo que impacta, a lo escandaloso”. La catedrática de Antropología de la Educación Petra María Pérez Alonso-Geta lleva décadas reivindicando la necesidad de educar el gusto, la estética, desde las escuelas. “El buen gusto hay que educarlo porque, aunque no depende del dinero, sí de las oportunidades de desarrollarlo que se tengan, y por eso es muy importante cultivar la sensibilidad por lo agradable, por el orden, por las relaciones armónicas, por la naturaleza, por los colores y por las formas desde pequeños”, asegura. Y recuerda que ya en el siglo XVIII, en su ensayo sobre el gusto, Alexander Gerard explicaba que el buen gusto es la combinación de varias capacidades, como la sensibilidad, el refinamiento, la corrección y la proporción o ajuste comparativo; y aunque la sensibilidad es menos susceptible de mejora, las otras se pueden educar. Pérez subraya también que durante mucho tiempo se vinculó la estética con la ética –“no hay ética sin estética”, se decía– de forma que impartir formación estética a los maestros para que estos lo transmitan a los niños se traduciría, en su opinión, en una mayor sensibilidad que, a su vez, comportaría una mayor humanización y una mejora de las maneras y de la convivencia. “La educación estética te permite apreciar lo bello y eso te humaniza, porque trasciendes la visión práctica de las cosas, no te limitas a procesar la información a través de los sentidos para la supervivencia, sino que logras un plus de humanidad, de disfrutar con las formas de tu entorno, con los sonidos, y eso se aplica luego a la forma de relacionarse: si la gente es más sensible, es también más educada a la hora de pedir las cosas por favor, de pedir perdón, de no invadir el espacio de otros, de mantener el orden o de no molestar al vecino con ruidos”, justifica. Y pone un ejemplo muy gráfico: “Si se trata de supervivencia, de comer para alimentarte, da igual si pones la olla exprés sobre la mesa; pero si trasciendes el sentido práctico y accedes a un buen gusto estético, te molestará comer con la olla de cocinar delante”. En general, hay bastante unanimidad entre los diferentes especialistas consultados en que el buen gusto, entendido en este caso como sensibilidad estética, se educa o al menos se entrena. “Uno puede nacer con una sensibilidad especial para discernir las cuestiones estéticas pero, para desarrollarla, para saber seleccionar y combinar con armonía, hay que irla educando, forjando, y eso te lo da la experiencia, el trabajo, los años...”, opina Pilar Líbano.
Para Carlos Fajardo y Mar Castro, educar el gusto es cuestión de educarse con referencias amplias para poder elegir entre lo que nos rodea, interiorizarlo e imitarlo. Y Marta Marín recurre a David Hume para explicar que la sensibilidad estética se tiene y se educa: “Hume cree en una tendencia del hombre hacia el buen gusto, pero añade que este se puede mejorar por la práctica de un arte particular, por el trato frecuente con objetos bellos y por la comparación entre objetos de distinta calidad”. Comenta que en los juicios del gusto intervienen la imaginación y el entendimiento, y requieren un esfuerzo intelectual en el que operan, además, hábitos particulares de época y país, de edad y temperamento. Con frecuencia se vinculan los gustos con jerarquizaciones preestablecidas, aunque Marín advierte que no tiene mejor gusto aquel que es capaz de pagar más por obtener o consumir unos productos concretos. “Consumir determinados productos de determinadas marcas, optar por una forma concreta de viajar, coleccionar arte plástico firmado por ciertos artistas... puede ser signo de distinción –relacionado con la ostentación y el exhibicionismo– pero no de mejor gusto”, indica la profesora de Blanquerna-URL. Entre otras razones porque, como recuerda, la oposición buen y mal gusto es falsa, ya que no hay criterios objetivos para determinarlo y el buen o mal gusto “está en nuestra mirada o en el uso que se hace de una propuesta creativa”.