Por respeto al contribuyente, no rescatemos ni bancos ni televisiones públicas
El Estado es una sofisticada maquinaria coactiva dirigida a parasitar a los grupos desorganizados en privativo lucro de los grupos de presión organizados. Todos somos conscientes de que esos grupos de presión existen y que pululan alrededor de las instituciones estatales tratando de arañar alguna subvención o alguna regulación a su favor.
Es más, incluso conocemos el tipo de tácticas que suelen emplear los lobbies: los más cutres y descarados se afanan por untar directa o indirectamente a los reguladores -baile de sobres o concesión futura de un muy remunerativo puesto directivo-; los más sofisticados centran sus esfuerzos en convencer a la población de que los intereses del lobby coinciden con los intereses generales.
Muchas grandes empresas españolas no han sentido rubor alguno a la hora de emplear la primera de estas tácticas: de ahí que ciertos consejos de administración calquen recreaciones en miniatura del Congreso de los Diputados. Por su parte, los bancos, lobby por excelencia donde los haya, han preferido echar mano de la técnica de manipulación de masas para convencer a la ciudadanía de que su rescate público y de que su acceso privilegiado al monopolio estatal de la banca central son prebendas del todo punto imprescindibles para evitar un colapso económico generalizado.
La banca, responsable de sus pérdidas
En realidad, nada habría sucedido en caso de haber aplicado el bail-in desde un comienzo, es decir, en caso de haber hecho responsables de las pérdidas de los bancos a los acreedores de los bancos -a aquellos que, durante los años de burbuja, les prestaron el capital necesario para poder seguir con sus muy imprudentes e insostenibles estrategias financieras-. Pero el perverso maridaje entre bancos y Estado optó por empujar a la ciudadanía a aceptar la socialización de pérdidas bajo el argumento de que había bancos "demasiado grandes para quebrar". Cajón de sastre propagandístico dentro del que cabían entidades como el Banco de Valencia, Catalunyabanc o las cajas gallegas, cuyas pérdidas rondaban la astronómica cifra del 0,1 por ciento del PIB de la eurozona; como se ve, inasumibles magnitudes que amenazaban con destrozar la economía del Viejo Continente a menos que los contribuyentes aceptaran agachar la cabeza y cargar con sus muertos.
El enésimo trato de favor recibido por la presuntamente ya recapitalizada banca española ha venido con la conversión gubernamental de los activos fiscales diferidos en créditos fiscales: de nuevo, el lobby se encargó de hacernos creer que semejante operación era imprescindible para que nuestros bancos pudieran competir en condiciones de igualdad con sus pares europeos. Pero no era su mala posición competitiva, sino su insuficiente capital regulatorio, lo que llevó al poder político a preocuparse y a ocuparse de nuevo por su muy mimado y protegido sector financiero. Pero los lobbies no sólo se concentran en el sector privado: dentro del propio sector público también se organizan multitud de facciones privilegiadas que buscan seguir viviendo a costa de la riqueza generada por familias y empresas convenciendo a esas familias y empresas de que, muy en el fondo, el atraco es por su bien. Paradigmático está siendo el caso de las televisiones públicas y, en concreto, del cierre de RTVV: sus trabajadores insisten en que no están protestando por sus puestos de trabajo, sino por defender "la televisión pública de los valencianos".
Todas las televisiones publicas deben cerrar
Enternecedora solidaridad hacia el contribuyente valenciano consistente en seguir forzándole a pagar coactivamente de su bolsillo los sueldos de los lobistas. Uno siempre había pensado que la solidaridad era voluntaria y en sentido inverso: aquel que dice ser solidario transfería su tiempo o sus recursos a otros. Aquí no: solidaridad es que esos otros me sigan abonando mensualmente la nómina sin rechistar. Es la lógica de los grupos de presión: sumir en un síndrome de Estocolmo al ciudadano maltratado por la violencia estatal para seguir medrando a sus hombros.
En suma. Por idénticas razones a las que los bancos debieron quebrar sin percibir ningún tipo de transferencia forzosa de los contribuyentes, las televisiones públicas deben ser cerradas ipso facto. Todas ellas sin excepción. Y no por un descuadre del presupuesto público que pudiera terminar saneándose en el futuro, sino por un muy elemental respeto a la propiedad privada de los sufridos contribuyentes. No a la socialización de las pérdidas de los bancos y no a la socialización de las pérdidas de las televisiones públicas.
Juan Ramón Rallo, director del Instituto Juan de Mariana y profesor del centro de estudios OMMA
Detesto a las víctimas que respetan a sus verdugos.