¿Qué ocurrirá cuando, dentro de no mucho tiempo, ya no sea necesario el trabajo humano?
La respuesta a esta pregunta es el mejor antídoto para la confusión producida por el envenenamiento por liberalismo económico agudo. Es una tremenda patada neuronal que debería hacernos reaccionar y poner en jaque todas nuestras convicciones. Y no precisamente pensando en ese día, sino en el día de hoy, en el que ya hemos superado el ecuador de un proceso inapelable, pero sin notar sus posibles beneficios, sino quizá todo lo contrario.
Hacerle frente a esta cuestión hace que nos encontremos con dos nuevas preguntas: ¿qué tipo de sociedad hemos permitido?, y ¿qué tipo de sociedad queremos? Luego profundizaremos en esta cuestión dentro del contexto abordado.
Y ahora olvidemos lo planteado y hablemos de las predicciones de uno de los economistas más nombrados de los últimos años, pese a que sus trabajos tuvieron lugar principalmente en las décadas de los 20 y 30 del siglo pasado. Hablamos como es obvio de John Maynard Keynes, un teórico que hoy es visto poco menos que a la izquierda de Marx. Aunque con el confuso panorama sigla-concepto-ideología reinante, en el que por centrarlo en lo autóctono al PSOE se le considera de izquierdas y ya hay quien se define como anarcofascista, casi es natural que a un (hasta cierto punto) idealista, y liberal heterodoxo, se le haga pasar por comunista.
No se puede negar en cualquier caso que el barón de Keynes nos dejó un legado más que interesante, y que por momentos sí pareció un auténtico revolucionario con sus discursos de aversión al dinero. De todo ello para el asunto que nos ocupa merece mención su Economic Possibilities for our Grandchildren (Posibilidades económicas para nuestros nietos), un ensayo publicado en 1930 en el que el autor se atreve con predicciones a un siglo vista.
Lo mejor de este ensayo es comprobar en qué acertó y en qué se equivocó y el porqué. Keynes fue bastante preciso en sus predicciones macroeconómicas (teniendo en cuenta que hablamos de adelantarlas casi un siglo), y solo se equivocó al aventurar que hoy trabajaríamos 15 horas semanales. Pero ¿de verdad se equivocó?
Pues no, no se equivocó, o si acaso en realidad se quedó corto. Y no se quedó corto cuando dijo: “En unos pocos años… seremos capaces de realizar todas las operaciones de agricultura, minería y manufactura con la cuarta parte del esfuerzo humano al que estamos acostumbrados”. No se equivocó porque ‘en unos pocos años’ se consiguió. Pero hoy hablar de una media de una vigésima parte aún no estaría siquiera ajustado a la realidad, y eso ni él lo pudo calcular. En realidad existen actividades en las que hoy hablaríamos en este aspecto de factores de tres cifras.
¿Y si esto es así, por qué no trabajamos menos?, ¿qué falla?
Falla que desde el poder no se quiere perder el poder, y que no hay voluntad ni humanidad y prefieren sacrificarnos. Falla que el trabajo automatizado pone en cuestión todo el modelo de sociedad y todas las ideologías dominantes. Y la mejor manera de ilustrarlo es plantearse el mundo de dentro de 100 años, como Keynes hizo. Y hacerlo pensando en lo que es de verdad necesario, y en lo que sí podemos delegar en las máquinas. Pero en realidad lo que falla es que la economía productiva, la de verdad dentro del modelo capitalista, ya no significa casi nada. Falla que se ha trucado el sistema para que unos pocos mantengan sus privilegios de casta. Pero sigamos.
Más temprano que tarde la educación y la sanidad también podrán ser asumidas por máquinas, y no hablamos de 100 años, sino de ‘frenándolo’ como hasta ahora se ha hecho con otros apartados, de unos 50. Pero será la moral del momento la que considere adecuado o no hacerlo. No entremos ahora tampoco en eso. Ahora podemos hablar de si en el momento en que sea posible (y ya estamos muy próximos a ello) delegaremos totalmente la minería, la agricultura, los procesos industriales y la construcción a esas máquinas. Ya lo estamos haciendo en parte y por eso lo lógico es decir que sí, pensando además en un modelo sostenible que es posible. Es lo que la humanidad ha soñado siempre. Y llegado ese momento, llega otra pregunta de rigor: ¿a qué nos vamos a dedicar?
Máquinas que recogen minerales, los transforman, que cultivan y cosechan, que convierten el producto primario en objetos de primera necesidad y hasta de consumo y que son transportados hasta la casa que nos han construido. Todo con una mínima atención humana y bajo un preciso y no demasiado complejo modelo matemático que asegure la igualdad y la justicia en el acceso a esos bienes y donde el trabajo ya no es necesario y por tanto ha perdido su valor.
¿Nos quedamos con las moralejas de Disney como en su Wall-E?, ¿Nos hacemos gordos, ociosos e incapaces?, ¿o es que esto plantea que en realidad el modelo capitalista ya murió y lo mantienen a base de animación artificial con la inestimable ayuda, por cierto, de las moralejas de Hollywood?
Llegados hasta aquí, hay que decir que no hay ningún condicional en la pregunta del titular. No hay un ¿pasará?, sino un: ¿cuándo se completará lo que ya venimos viviendo desde hace mucho tiempo?, y un ¿qué más necesitamos para entender que el modelo no se ajusta a un lógico y deseable bien común, sino a un modelo de servidumbre? ¿Qué más hace falta para entender que la libertad no es la privacidad de los medios de producción ni el libre mercado, sino que eso significa esclavitud?
Volvamos a la pregunta tendenciosa: ¿a qué nos íbamos a dedicar?
Este que parece el epicentro de muchas justificaciones, tiene una respuesta muy sencilla: cada cual a lo que le motive. Hoy hay pensionistas ociosos, activos, que emprenden, que investigan, que colaboran, que… pues eso, que no hay una respuesta general que pueda englobar nada. Pasaría que seríamos más libres para hacer todo aquello que hoy no es posible hacer excepto para unos pocos, o para los que ya están en el otoño de su existencia. Unos engordarían, otros disfrutarían de la vida, y otros mejorarían la vida de los demás.
Pero esto que tratamos de futurible es lo que ya hace tiempo que ocurre. El PIB de los países ha sufrido una transformación que no tiene nada de casual, pero que no responde al presunto progreso de haber dejado de ser países agrícolas y al de habernos industrializado. Hoy lo que engrosa las vaporosas cifras no es la solidez de la agricultura, pero tampoco el material sector industrial, sino que los que aportan ‘apuntes’ son los sectores financiero y servicios. Es impresionante echar un vistazo a esto para entender hasta qué punto hay algo que no cuadra. Según un valioso informe de BBVA (dependiendo de con qué interés y desde que prisma se lea), en 1960 en España los sectores primario y secundario suponían más de un 60% del PIB, y hoy suponen el 29%. En 1960 la agricultura ocupaba al 42% de la población y hoy al 5% Pero con una superficie cultivada similar a la de los 60, hoy se produce varias veces más que entonces con varias veces menos trabajadores (se produce al menos 20 veces más por trabajador), pero esa agricultura que ha multiplicado su producción hoy aporta al PIB un 3% y en 1960 un 22% (en esto también tiene que ver mucho que la tierra no se trabaje aunque esté dada de alta como explotación) Y claro, hay que preguntarse: ¿Si ni los sectores primario ni secundario generan riqueza, de qué vive el sector terciario que significa un 71% del PIB? Estos porcentajes no pueden cuadrar si no hay truco. Pero mejor para otro día.
Lo relevante es que los números no cuadran, y es que hace mucho tiempo que se agotó el recurso de la nueva creación de necesidades para mantener el mercado laboral. Y por más que se creen nuevos productos de consumo del sector secundario (que hoy suelen ser simplemente sustitutos de otros), la evolución tecnológica es la que reduce cada día más rápido la necesidad de mano de obra, y es la que hace que el mercado laboral, incluyendo lógicamente al subsidiario sector terciario, sea incapaz de asimilar la demanda de empleo. El capitalismo y su iniciativa privada mueren de éxito.
icho de otra forma, en las actuales condiciones, hoy ya no hay trabajo para todos ni repartiendo las horas, y nunca más lo habrá: NUNCA MÁS LO HABRÁ. ¿Pero qué sentido tiene el trabajo si lo hacen las máquinas?
Ninguno, es obvio. Y entonces ¿qué pasará con los que no tienen un trabajo que les asegure una vida digna, que ahora ya son muchos pero en el futuro serán casi todos?
Pues aquí es donde hay que poner el énfasis, porque hay tres formas de ver el futuro y el presente.
En uno de los escenarios nos convertimos en marginados: en un 90% de marginados incluso trabajando. En otro los estados se las arreglan para ofrecer rentas básicas que permitan una supervivencia miserable (o no tanto). Y en el último nos damos cuenta de que todo es de todos, que una vez automatizado aquello que antes teníamos que comprar, la economía capitalista ya no tiene sentido, y decidimos funcionar como sociedad en lo común y como individuos en lo particular.
El primer escenario es posible a largo plazo, porque primero hay que acostumbrar a la sociedad a aceptar su destino. El segundo parece próximo como medida para esa educación que nos llevará progresivamente al primer supuesto sin afrontar levantamientos masivos. Y el tercero no será jamás posible sin una revolución de las conciencias que grite muy alto que todo es falso, que las clases solo existen en el egoísmo patológico de unos pocos malnacidos: que hoy el trabajo debería repartirse manteniendo capacidad adquisitiva y que mañana (dentro de equis años) el dinero, si alguna vez ha tenido sentido más allá de su utilidad como medio de cambio (algo más que dudoso), ya no lo tendrá definitivamente. Pero eso nos pone frente a los que nunca aceptarán ser uno más con los demás, nos enfrenta a los que lo quieren todo aunque haya de todo para todos porque eso les igualaría. Y nos enfrenta a nuestros miedos, a nuestras supercherías y a una cultura de la irrealidad que nos ha calado a todos hasta el tuétano. Pero se puede revertir, y tenemos la obligación de hacerlo. Y si queremos, podremos. ¿Queremos?
Detesto a las víctimas que respetan a sus verdugos.