La convocatoria adelantada de elecciones generales en Grecia, en un momento en el que los sondeos otorgan a la formación populista Syriza la primacía en los comicios, ha suscitado todo tipo de comentarios con proyección en la situación política española. Así, se ha dicho que la experiencia griega puede servir de antídoto para las veleidades izquierdistas de nuestros electores, apelándose de esta manera al miedo a la incertidumbre. Y también, en este caso desde Podemos, se ha tratado de presentar la cuestión griega como la primera vuelta de unas elecciones españolas para las que todavía habrá que esperar un año hasta su celebración. Amén de ello, se han desatado todo tipo de tensiones con la vista puesta en las consecuencias económicas de un hipotético triunfo de Syriza con respecto al euro y a los mercados financieros. Pero dejemos que éstos se cuezan en sus desbocadas especulaciones y vayamos a los argumentos políticos.
Si hay un aspecto que llama la atención en lo que se dice por aquí y por allá sobre el eventual triunfo de Syriza y su consideración como metáfora de Podemos es la completa ignorancia de los sistemas electorales en los que ambos partidos operan. Syriza se asimila a Podemos y viceversa, como si los dos se presentaran ante los electores bajo unas instituciones electorales similares, cuando no idénticas. En otras palabras, en casi todo lo que se dice se prescinde del molesto problema del sistema electoral y de paso se olvida que éste desempeña un papel fundamental, más allá de la voluntad de los votantes, en el reparto del poder.
El sistema electoral griego, muy distinto del español, distribuye los 300 escaños del Consejo de los Helenos a través de la elección de 238 representantes de 56 circunscripciones, a los que se añaden doce más que se reparten según la distribución del voto en el ámbito nacional. En total son 250 diputados, que, con pequeñas variaciones, acaban distribuyéndose de manera proporcional a los votos obtenidos por cada una de las candidaturas. Y a esta repartición se añade la asignación de cincuenta escaños adicionales al partido que logra la primera posición. El sistema se cierra con dos reglas adicionales: una, la del voto obligatorio –a lo que los griegos, a juzgar por los niveles de abstención, no hacen demasiado caso–; la otra, la de que sólo entran en el Parlamento las formaciones que obtengan un mínimo del 3% de los votos a nivel nacional.
El sistema electoral griego favorece la dispersión del voto entre múltiples candidaturas, pues las oportunidades para sentar representantes en el Consejo son relativamente amplias. Por ejemplo, tras las últimas elecciones fueron siete partidos los que obtuvieron escaños, el que más con el 29,7% de los sufragios y el que menos con el 4,5. Para que el lector se haga una idea comparativa, con la regla del 3%, en España sólo habría cinco partidos en el Congreso. Pues bien, es esa dispersión lo que conduce a que, en Grecia, los ganadores sean normalmente minoritarios y se vean obligados a urdir consensos postelectorales, a veces muy complejos, para poder gobernar. Esto significa que, aunque Syriza gane las elecciones, pongamos que con un porcentaje similar al que en la Asamblea ahora disuelta tenía Nueva Democracia, sus posibilidades de gobernar estarán subordinadas a las concesiones que, con respecto a su programa, tendrá que otorgar a los partidos con los que pretenda construir la mayoría parlamentaria necesaria para sacar adelante sus proyectos legislativos. Por eso, la deducción de que, tras su victoria, llegará el repudio de la deuda o cualquier otro caos me parece demasiado simplificadora.
Y es también simplificadora la idea de que lo de Grecia es como lo de España, solo que con Podemos aquí. Y lo es porque el sistema electoral español, mucho más sofisticado que el griego, difiere sustancialmente del de aquel país. Para empezar, en virtud de la norma que obliga a que las circunscripciones electorales coincidan con las provincias –excepto en el caso de Ceuta y Melilla–, asignándose a cada una de ellas un mínimo de dos escaños y repartiéndose el resto en proporción a su población, coexisten en España, bajo las mismas reglas, tres sistemas electorales diferentes. El primero corresponde a las 27 provincias menos pobladas, en las que, como máximo, se eligen cinco diputados. En ellas, el sistema reparte 99 puestos del Parlamento, dando la mayoría al partido más votado y el resto al segundo, pues para poder entrar en la adjudicación se requiere, a efectos prácticos, en torno al 20 por ciento de los votos. El segundo reúne a las siete provincias más pobladas, en las que se eligen al menos diez diputados en cada una, distribuyéndose, esta vez de manera proporcional, un total de 126 escaños entre todos los partidos que, en la práctica, logran alrededor del cuatro por ciento de los votos en una circunscripción cualquiera. Y el tercero, que abarca a las 18 provincias restantes, en las que se eligen entre 6 y 8 diputados, tiene un carácter intermedio, de modo que pueden obtener alguno de los 125 escaños que distribuyen, las candidaturas que alcanzan, de hecho, alrededor del 10 por ciento de los votos.
La principal consecuencia de este sistema electoral tan singular y variado es el bipartidismo. O sea, que sean dos los partidos que se reparten la mayoría de los escaños del Congreso, aunque haya muchos más –hasta un total de trece tras las últimas elecciones– entre los que obtienen representación. Esto significa que, para poder entrar en el juego de la gobernación, en España hay que estar entre los dos primeros; y un partido sólo puede estar ahí si saca escaños en todas o casi todas las provincias tanto de la zona mayoritaria como de la zona intermedia del sistema. Es este el principal obstáculo que tiene Podemos para acercarse al poder, pues para ello necesita desplazar con sus votos o bien al PSOE o bien al PP, no en las provincias más pobladas, sino sobre todo en las que lo están menos. No es que sea imposible, pero es en extremo dificultoso.
El lector advertirá que los paralelismos electorales entre Grecia y España son más bien inexistentes. Que en ambos países se haya desarrollado un populismo de izquierda los diferencia de otros en los que, como Francia o el Reino Unido, ese mismo populismo gira más bien hacia la derecha. Eso es todo, pues más allá de la extensión internacional de tal fenómeno político, sus consecuencias pueden ser muy diferentes en cada caso en función de la gran variedad de sistemas electorales que exhiben las democracias europeas. Por eso, a los gobernantes a quienes preocupa el populismo les convendría no simplificar el análisis –pues no otra cosa es la apelación al voto del miedo– y entrar más bien en la evaluación crítica, para proceder a su reforma, de las políticas que han dado lugar a los múltiples descontentos que ese populismo expresa.