Confieso que no sigo de cerca la campaña de Madrid. No voto ahí, y eso que me ahorro. Pero el otro día leí unas palabras de la candidata de Ahora Madrid, que es una joint venture de Podemos, que me dejaron helada. "Nos importa un pimiento la ideología, porque lo que nos preocupa es la vida de la gente". Yo, por un instante, pensé que estaba delante de un revival de aquel Fernández de la Mora y su crepúsculo de las ideologías, que publicó poco antes de que Manuela Carmena se hiciera del Partido Comunista de España como para desmentirle.
De haber dicho aquello uno de los chicos nuevos en la polis, no me hubiera extrañado nada. Es la clase de demagogia que vienen impartiendo. No les importa la ideología a la hora de pescar votos, claro que no. Es más, decir que no les importa sirve de cebo en unos tiempos desorientados. Pero la ideología es, por supuesto, el criterio que determina las filias y fobias de estos que dicen que les importa un pimiento. ¿O es que, ya que hablamos de Madrid, detestan tanto a Aguirre por su carácter y su vestuario?
Si la ideología es lo que era, el aparente desdén por ella forma parte del pastiche ideológico populista, que recrea una vez más un universo maniqueo en el que la ficción que llaman la gente lucha, sin división de intereses alguna, contra la ficción que llaman la casta, igualmente monolítica en la defensa de prebendas, mamandurrias y privilegios. Pero yo venía a hablar de Carmena. Más o menos. Porque Carmena es una histórica. Lo era ya cuando los de mi quinta, aún en fase de acné juvenil, nos metimos en la guerra. Ella era entonces una de las abogadas laboralistas conocidas del PCE.
Ese pasado de Carmena no sé si ha sido determinante en su fichaje por Podemos, pero es obvio que lo destacan. Tener a una luchadora antifranquista los lleva a esas batallas del pasado en las que no estuvieron y por las que sienten nostalgia, y al momento virginal previo a la Transición. Una Transición de la que abominan por lo mismo que abominó entonces la extrema izquierda, aunque no el PCE. Y es que no fue, ¡ay!, una ruptura revolucionaria, sino un enjuague, un apaño y un catálogo de cesiones de la izquierda a los restos de la dictadura.
Si la candidata comparte el rechazo de sus compañeros de viaje a la Transición, lo ignoro. Pero ella hizo la Transición sin traumas. Al contrario, es decir, que otros luchadores antifranquistas de varias hornadas que se retiraron a la vida privada, decepcionados por la normalidad con la que se pasó de un régimen dictatorial a uno democrático. Carmena no estuvo entre ellos, sino entre los que siguieron, de un modo u otro, en el foro y ocuparon cargos que dependen de la voluntad política. Uno no es vocal del Consejo General del Poder Judicial ni representa a España en un grupo de trabajo de la ONU ni asesora al Gobierno vasco sin contar con buenas relaciones con los partidos del sistema, que en su caso fueron Izquierda Unida y PSOE.
Carmena, en fin, no es uno de los antifranquistas que quedaron marginados y perdidos, sin oficio ni beneficio, cuando el adiós a todo aquello. Ha sido miembro de una élite, de esa élite progresista, tan élite como cualquier otra, que ha tenido cargos y posiciones, prebendas y mamandurrias, durante décadas. En los perversos términos del partido que sustenta su candidatura, ha sido casta. Y esto a mí no me parece mal. En absoluto. Lo irónico es que la patrocinen los irreconciliables enemigos de los de arriba. Porque la ideología importa.