Cambiar la Ley Electoral es, de hecho, una demanda reiterada entre los que defienden políticas reformistas, no sólo de Ciudadanos: a nadie parece gustarle la actual, bien por la falta de representatividad de algunos partidos, bien por la sobrerrepresentación de otros, bien por la diferencia del valor de los votos según sean emitidos en una u otra provincia…
¿Un sistema injusto?
¿Pero es realmente nuestra ley electoral tan injusta? Es difícil decirlo, teniendo en cuenta, además, que la función de un sistema electoral no sólo es ser justo, sino también –y muchos dirán que igualmente importante- favorecer la gobernabilidad.
En cualquier caso, quizá la ley electoral española no sea tan injusta. Por ejemplo, el propio caso de Ciudadanos que ha lamentado tanto los efectos de esta ley quizá no sea tan sangrante: obtuvo un 13% de los votos y sus 32 escaños suponen un 9,14% del Congreso, no es una diferencia tan grande y aún fue menor en los comicios de diciembre: con un 13,9% los de Rivera tuvieron 40 escaños, casi el 11,5% de los asientos de la Cámara Baja.
Lo cierto es que es a partir de esos porcentajes alrededor del 15% cuando el sistema se torna más equilibrado, así vemos como Unidos Podemos con un 21,1% de voto obtuvo 71 diputados, un 20,2%; el PSOE con un 22,6% obtienen un 24% de los escaños y el PP con su 33% de los votos sube hasta una representación que supera claramente el tercio del hemiciclo: un 39%.
Y es que muchas leyes electorales buscan reforzar los partidos mayoritarios para hacer más fácil la formación de gobiernos. Es algo que en España se logra con la aplicación de la famosa Ley D’Hondt –el sistema que se usa para repartir los escaños en cada circunscripción- y con las propias circunscripciones provinciales, pero que en otros lugares se favorece de otras formas. Un ejemplo muy llamativo de esto es el de Grecia: allí el partido más votado obtiene un plus de 50 escaños, por lo que los votos en los 47 distritos electorales sólo reparten 250.
¿Es buena la proporcionalidad absoluta?
En el polo opuesto de estos sistemas que tienden a la sobrerrepresentación de los partidos más votados para garantizar la gobernabilidad están aquellos que buscan la proporcionalidad pura.
Su gran problema es que hacen muy difícil conformar gobiernos estables, tal y como ocurre en Israel, probablemente el mejor ejemplo, o al menos uno de los más conocidos. El país hebreo tiene un sistema proporcional puro tan sólo corregido porque los partidos tienen que superar el 3,25% para obtener representación, un límite que de hecho se ha subido en las últimas décadas, ya que antes estaba en el 2%.
El resultado de esto es que desde la creación del Estado de Israel en 1948 se han celebrado multitud de elecciones y, sobre todo, prácticamente todos los gobiernos han sido fruto de complejas alianzas que han ofrecido escasísima estabilidad y muchas dificultades para trazar planes a medio y largo plazo.
Así, si con un sistema que refuerza las mayorías como el español llevamos siete meses sin gobierno realmente resulta difícil de imaginar cómo podríamos gestionar ese sistema proporcional puro.
¿Debe haber barrera de entrada?
Volviendo a la legislación griega, al igual que en Israel prevé un límite que los partidos deben superar para obtener representación. En su caso, el límite es del 3% a nivel nacional, una cifra bastante habitual aunque también hay países como Alemania o Rusia en la que esta cifra sube al 5%.
La intención de los legisladores es que no se divida en exceso el arco político. En Alemania, por ejemplo, se implantó tras la II Guerra Mundial con el recuerdo del caos que fue la República de Weimar y sus funestas consecuencias. En la práctica, estos límites también desactivan buena parte del poder de las formaciones de carácter local o regional.
Precisamente por eso, esta sería una de las reformas que podría cambiar radicalmente el panorama político español. Por ejemplo: de haberse aplicado en estas últimas elecciones habrían quedado sin representación –sin tener en cuenta las candidaturas satélite de Unidos Podemos- ERC, que logró nueve escaños con sólo el 2,63% de los votos; CDC, que obtuvo ocho con el 2%; el PNV, cinco con el 1,2%; EH Bildu, dos con el 0,77%; y, por supuesto, Coalición Canaria que tiene un único diputado pero sólo obtuvo el 0,33% del voto.
Lo cierto, también, es que de establecerse un límite de este tipo una parte aún más importante del electorado se quedaría sin representación: si en las elecciones del pasado 26J ya unos 400.000 votantes se quedaron sin un representante en el Congreso –aproximadamente el 1,7%- con un límite del 3% dejaríamos a otros 1,65 millones sin diputado. Aunque saque del parlamento a partidos ciertamente nocivos, que más de dos millones de ciudadanos –un 8,6% de los votantes- esté fuera de las instituciones no tiene necesariamente que ser una buena noticia.
¿Qué tamaño deben tener las circunscripciones?
A juicio de muchos el principal problema de nuestro sistema electoral es, precisamente, que las circunscripciones provinciales –que están recogidas en la Constitución- favorecen a los partidos que tienen una implantación fuerte en una única comunidad autónoma o perjudican a aquellos que se desarrollan en entornos urbanos y provincias más pobladas.
Pero en realidad, vemos que la circunscripción provincial tampoco tiene una influencia completamente decisiva en el sistema, más allá de la famosa sobrerrepresentación de los partidos autonómicos que, en realidad, no es tal: los porcentajes de voto de ECR, CDC y PNV se ajustan bastante a su presencia en el Congreso: 2,67% de voto y 2,57% de los escaños para los primeros, 2% de apoyo y 2,2% de los diputados para los segundos y 1,2% de votos para tener un 1,4% de la cámara en el caso de los terceros.
En el resto de partidos, si por ejemplo fuésemos a una circunscripción única la relación entre porcentaje entre votos obtenidos y el de diputados en el Congreso no varía tanto, como ya hemos visto más arriba.
De hecho, según los estudios que se realizaron, por ejemplo tras las elecciones del pasado mes de diciembre, la cosa no cambiaría demasiado si se decidiese que las circunscripciones fuesen autonómicas, más allá de que la redistribución de la asignación de escaños según la población podría perjudicar a PP y PSOE y beneficiar –en aquella ocasión- a Podemos y Ciudadanos, es decir, restar fuerza al voto rural.
El mayor cambio de ampliar las circunscripciones sería que partidos de implantación nacional pero con un porcentaje alrededor del 5% de voto -los más perjudicados hoy en día- sí lograrían una representación más ajustada. Es el caso en el que se han encontrado IU o UPyD en el pasado: por ejemplo el partido liderado entonces por Rosa Díez tuvo en 2011 un 4,7% de votos, lo que traslado en porcentaje al Congreso les habría dado 16 escaños, sin embargo se quedaron en cinco.
Nuevamente, hay que tener en cuenta que estos cambios se producen a costa de los partidos mayoritarios, por lo que el resultado puede ser más ajustado al voto real, sí, pero haría más difícil formar gobierno, que parece en este momento uno de los principales problemas de nuestra política.
¿Un solo diputado o varios?
Otro cambio radical sería reducir el tamaño de las circunscripciones de forma que en cada una de ellas se eligiese un único diputado: dividir España, por ejemplo, en 350 espacios de una población similar y que en cada uno de ellos se elija un único diputado.
Y es que manteniendo el número de escaños en el Congreso en 350 y teniendo en cuenta que el total de votantes está en unos 36,5 millones, eso nos daría una división en distritos de unos 100.000 votantes, lo que nos daría diputados que tendrían que hacer campaña en ámbitos reducidos: en ciudades como Madrid tendríamos el diputado del barrio y en provincias como Teruel el provincial.
Es el sistema, por ejemplo, del Reino Unido, y tiene ciertas ventajas que lo hacen del gusto de algunos: la cercanía entre el político y sus votantes y sus problemas, la facilidad para rendir y exigir cuentas y, sobre todo, que potencia extraordinariamente la independencia de los diputados respecto de la cúpula de los partidos.
En cierto sentido es un sistema antipartitocrático y ahí radica buena parte de su encanto: los partidos dejan de ser esas inmensas estructuras piramidales para convertirse más en plataformas electorales con un poder mucho menor. Primero porque en teoría se vota tanto o más al candidato que a las siglas, segundo porque un independiente podría plantearse una campaña electoral que no tendrá ni un coste tan elevado ni una logística tan complicada.
Por el otro lado, también es un sistema que favorece la formación gobiernos estables: en las últimas elecciones británicas, por ejemplo, el ya exprimer ministro David Cameron logró la mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes con un porcentaje de votos relativamente reducido: un 36,9%.
Pero también tiene defectos: favorece el bipartidismo –lo que no es necesariamente malo- y obliga a una vida prácticamente extraparlamentaria a muchos movimientos políticos que tienen un porcentaje de voto, en algunos casos, incluso bastante elevado.
Estos efectos colaterales pueden reforzarse aún más si, como es el caso en Francia, no sólo hay un sistema de distritos uninominales sino que además es necesario obtener la mayoría absoluta o imponerse en una segunda vuelta para obtener el escaño. Así, el partido más votado ve como se dispara su representación –el PS francés logró en las últimas elecciones un 49% de los diputados de la Asamblea Nacional cuando en la primera vuelta sólo tuvo el 29% de los votos- mientras que otros partidos como el Frente Nacional de Marine Lepen se quedó con el 0,35% de los escaños -dos diputados- cuando había obtenido el 13,6% de los votos en esa primera vuelta.
Probablemente muchos coincidiremos en que el ideal sería que no hubiese formaciones políticas como el FN pero, una vez que existen ¿es mejor que estén dentro o fuera de las instituciones? Una pregunta a la que no es fácil dar respuesta.
¿Qué tal el sistema alemán?
El sistema alemán es uno de los más complejos pero tiene algunas peculiaridades interesantes que lo hacen atractivo para muchos. De hecho, portavoces de Ciudadanos lo han mencionado al comentar su exigencia de un cambio en la ley electoral y también fue el principal modelo del régimen electoral que el PP propuso para la Comunidad de Madrid y que no llegó a fraguar.
Resumido de la forma más sencilla: los alemanes votan dos veces en cada ocasión que se enfrentan a las urnas, una para elegir un representante de su distrito electoral, de los que hay 299, en la que el político más votado es elegido diputado directamente, sin segundas vueltas.
La segunda para dar su apoyo a una lista que los partidos presentan en cada uno de los estados, los famosos lander, que forman la República Federal. En la composición final del parlamento lo más importante será este segundo voto: cada lander reparte un número determinado de diputados según su población y de la suma final de cada partido se restará lo que ya haya obtenido de los distritos. Así, pongamos por ejemplo, si la CDU de Merkel obtiene 300 diputados por el segundo sistema ese será el número final de cristianodemócratas en el Bundestag, pero si al mismo tiempo ha vencido en 175 de los 299 distritos electorales todos estos ganadores serán diputados, y los otros 125 saldrán de las listas que, en teoría, daban derecho a 300 puestos.
El sistema pretende aunar varias virtudes: esa representación directa en la que el votante sabe quién es su diputado y que caracteriza al sistema británico, pero también una proporcionalidad que impida que muchos votantes se vean sin representación.
Además, como ya hemos comentado incluye una barrera de entrada de un 5% que en buena medida excluye a formaciones regionalistas y beneficia a los partidos mayoritarios y, por tanto, la formación de gobiernos estables.
¿Y qué hacemos con las listas?
Actualmente en el sistema electoral español la mayor parte de las listas son cerradas y bloqueadas: el votante tiene que dar su apoyo a una lista completa en el que los candidatos se presentan en el orden que decide el partido. Así ocurre, desde luego, en las más importantes, las del Congreso de los Diputados.
Entre las peticiones de Albert Rivera a Mariano Rajoy citó que el sistema incluyese las llamadas listas desbloquedas. En ellas el votante da su voto a una única lista de un partido, pero puede cambiar el orden de los candidatos. Así, podría darse el caso, por poner un ejemplo inocente, de que todos los votantes del PP de Madrid hubiesen mandado al fondo de la lista popular a Montoro, con lo que el ministro de Hacienda en funciones se habría quedado sin escaño.
Más allá aún están las listas abiertas: cada votante elige a qué políticos de qué partidos les otorga su confianza. ¿Les suena raro? No lo es tanto: así lo hacemos cada vez que votamos al Senado.
Tanto el sistema de listas desbloqueadas como el de listas abiertas parecen más democráticos ya que dan más opciones a los ciudadanos, sin embargo la mayor parte de los expertos señala que en la práctica estas listas no tienen un funcionamiento tan bueno como cabría suponer.
De hecho, la propia experiencia en España nos indica eso: en el Senado la inmensa mayoría de los electores vota a los tres candidatos de una única lista, sin darle más vueltas a las cosas y todo parece indicar que, con matices, ese es el comportamiento que cabe esperar de la mayoría.
La principal razón para esta forma de actuar es que estos sistemas necesitan de un nivel de información que la mayoría de los electores no tiene -¿alguien recuerda al número 18 de la candidatura de algún partido en Madrid?- y sobre todo no desea tener.
Por otro lado, las experiencias en países como Japón o Italia también indican que sistemas de listas han acarreado importantes cuotas de corrupción que, aunque no se pueda achacar únicamente a ellas, sí parecen haber sido uno de los motivos.
Tal y como señala Pablo Simón en un artículo en Politikon, las listas abiertas sí funcionan bien en un lugar como Suiza, pero las acompaña una arquitectura institucional compleja para un país muy complejo con cantones, divisiones lingüísticas y equilibrios muy complicados.
Por último, cabe recordar que la II República Española tuvo un sistema electoral de listas abiertas, quizá ese desastroso precedente merezca que, al menos, pensemos un poco más si queremos avanzar por ese camino.
Y ahora, después de haberse hecho estas preguntas saque usted, querido lector, la conclusión que le parezca más oportuna: ¿quiere cambiar la Ley Electoral... o quizá no?