Domingo, 7 de agosto. Llego a Niembro a las once de la noche. Me presento y le pido permiso a una de sus hijas para verlo. ¡Ha muerto un filósofo! Estoy a solas ante el cadáver de Gustavo Bueno. El féretro está situado en el centro de la estancia. Es su despacho de trabajo. Está rodeado de libros. Preside la sala un bello cuadro, un retrato al óleo del filósofo, alegre y sonriente, que contrasta con las serenidad del rostro de un finado de 91 años. Estoy un rato a solas con el muerto. Rato de recuerdos. Rato para retirarse a la terrible soledad de nuestro propio filosofar. Rato para rendirle homenaje a un maestro. Lo conocí discutiendo con Carlos Díaz, otro gran filósofo español, en el año 1972, sobre qué es filosofía. Yo era un estudiante de los primeros años de Filosofía. Allí aprendí que sin pasión no hay sabiduría. Sospecho que el Instituto Luis Vives, en el CSIC, nunca después ha acogido una discusión de esa solvencia. Gracias a esa pasión, Bueno fue, es y será un hombre a la búsqueda del ser, un filósofo, dispuesto siempre a comparecer en la ciudad, en lo público, para pagar su prenda o ser sacrificado. Bueno es un modelo de filósofo que repitió con originalidad, creatividad y valentía la actitud del primer filósofo de la historia: Sócrates. Bueno no fue un filósofo-rey sino un filósofo-ciudadano. Jamás se escondió. Fue valiente. A su lado, casi todos parecen filósofos de partido.
Se me acumulan las imágenes, las lecturas y las discusiones provocadas continuamente por este hombre. Miro distraídamente a mi derecha para salir de mi pena y observo una mesa llena de figuritas de búhos; por encima de estos simpáticos símbolos de la filosofía, hay una estantería repleta de libros donde sobresale un ejemplar en piel de las Obras Completas de Quevedo. ¡El gran Quevedo no podía faltar en la biblioteca de un filósofo español! Inmediatamente me vienen a la memoria esos dos primeros versos del soneto a la muerte del duque de Osuna: “Faltar pudo su patria al grande Osuna,/ pero no a su defensa sus hazañas”. Tampoco España, la oficial y encorsetada España de los premios, le ha hecho a Gustavo Bueno justicia. Gustavo Bueno se merece un homenaje nacional. Todos hemos llegado tarde, incluso sus amigos. ¡Cuántas veces, querido Gabriel Albiac, hemos hablado de ese homenaje! España, ay, siempre injusta con sus grandes pensadores. Bueno estuvo en mil batallas y solo puso pie en pared para coger impulso y superar al adversario. Creo que una de las más grandes que ha librado, en las dos últimas décadas, es un extraño amor que, junto a la filosofía, también inventaron los griegos. Me refiero al amor a la patria.
Varios libros dedicó a ese tipo de amor a lo común. A la polis. Todos son importantes. Aquí, sobre la mesa donde escribo, tengo uno: España no es un mito. Contiene toda una filosofía contra los enemigos de la idea de España. Sin duda alguna, es una obra imprescindible para pensar España, sus argumentos son contundentes, sus ejemplos de gran solvencia, pero creo que lo mejor del libro es su espíritu. Este libro está animado por la vitalidad de un pensamiento joven, aunque escrito cuando tenía más de ochenta años, y por un sentimiento patriótico digno de ser imitado por todos los españoles de bien. Sí, Gustavo Bueno escribió ese libro, cuando se dio cuenta de que su patria, su nación, estaba en peligro. Ahí está el toque. Lo loable de la obra. España sigue estando al borde del abismo, pero contar las iniquidades contra la nación, lo común, como lo hizo Gustavo Bueno, ya es una manera de abordarlas y combatirlas. Porque estaba en las antípodas de cualquier nacionalismo, de cualquier tabú del incesto con la tierra, Gustavo Bueno supo convertir las fuerzas de la historia de España en potencias del individuo. Demos gracias al maestro por su lección: “España no es un mito”. Abro el libro y hallo esta dedicatoria: “Para Agapito Maestre, que, como el autor de este libro, puede agradecer a los dioses el haber nacido español y no bárbaro. Con un gran abrazo, Gustavo Bueno”.