Esperanzas políticas, proclamas constitucionales e independentismo
José Manuel Otero Lastresel
El Rey Juan Carlos I en el discurso que pronunció ante las Cortes el 27 de diciembre de 1978 expresó “su más sincero deseo de que todas las fuerzas políticas vean cumplidas cuantas esperanzas han depositado en el texto constitucional”. Esta ilusión del Monarca era lógica, ya que cuanto mejor hubieran sido atendidas tales esperanzas en mayor medida nuestra Carta Magna nacería como una “Constitución de todos y para todos”. Y esto fue lo que sucedió ya que el texto constitucional fue aprobado en referéndum por algo más que el 91% de los votantes.
Las esperanzas que tenían las fuerzas políticas constituyentes se tradujeron en la Constitución, tanto en las proclamas contenidas en el Preámbulo, como en las normas que integran su amplio articulado (169 artículos, cuatro disposiciones adicionales, nueve transitorias, una disposición derogatoria y otra final).
Las proclamas del Preámbulo –única parte de la Constitución que ahora me interesa- expresan la voluntad de la Nación española de alcanzar los objetivos políticos fundamentales allí reseñados, los cuales más que conquistables de una vez y para siempre, tienen carácter permanente.
La Nación española proclama, ante todo, su voluntad de “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y las leyes conforme a un orden económico y social justo”. Este importantísimo anhelo se explica porque se venía de un régimen político en el que no había convivencia entre todas las fuerzas políticas, ni existía un marco jurídico de referencia en torno al cual organizarla.
La segunda proclama de nuestra Carta Magna es la voluntad de la Nación española de “consolidar un Estado de Derecho social y democrático de Derecho bajo la vigencia del imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular”. Esta aspiración es hasta tal punto esencial que no es exagerado afirmar que resume en sí misma la esencia de la democracia: un Estado de Derecho con primacía de la ley como expresión de la voluntad popular en la cual reside la soberanía nacional.
La íntima relación que existe entre ambas voluntades proclamadas en el preámbulo de la Constitución se pone de manifiesto al comprobar que los dos intentos de subvertir nuestro orden constitucional, el frustrado golpe militar de 1981 y la recientemente fracasada declaración unilateral de independencia de Cataluña, fueron dos tentativas de alterar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de minar el Estado de Derecho basado en el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular.
De estos dos ataques, merece atención especial el intento de alterar la convivencia democrática constitucional y de violentar nuestro Estado social y democrático de Derecho por medio de la celebración en Cataluña de un ilegal referéndum de autodeterminación con base en el cual dicha Comunidad Autónoma se declaró unilateralmente como Republica independiente.
Pues bien, visto el estado al que llegaron las cosas, cabe preguntarse si la fracasada declaración unilateral de independencia se debe a que nuestra Carta Magna no recogió en su texto de 1978 alguna esperanza de las fuerzas políticas de entonces; o si, por el contario, tiene su origen en una esperanza nueva, no manifestada en 1978, que plantea ahora alguna fuerza política constituyente y que obviamente no está en la Constitución.
No me equivoco si digo que en 1978 todas las “esperanzas” (así las denomina el Rey Juan Carlos I en el discurso citado) de las fuerzas políticas constituyentes respecto de la organización territorial del Estado se vieron satisfactoriamente cumplidas. El reconocimiento y la garantía constitucional del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones de España satisfizo los deseos de todas las fuerzas democráticas de entonces. Lo cual implicaba admitir al mismo tiempo la indisoluble unidad de la Nación española y que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español.
Así las cosas, es claro que las tensiones territoriales que venimos sufriendo en los últimos años obedecen a que hay fuerzas políticas de las constituyentes que o bien tienen esperanzas políticas nuevas o bien ya las tenían pero no las manifestaron en 1978, como la independencia.
Lo significativo en el presente caso no es que haya fuerzas políticas que anhelen la independencia, sino el vehículo a través del cual canalizaron esas aspiraciones territoriales: hicieron un planteamiento político por un cauce jurídico que no tiene encaje constitucional alguno. Lo que digo, adviértase bien, no es que la independencia de un territorio no pueda llegar a conseguirse nunca. Se puede, pero en nuestro Estado de Derecho es a través de la reforma de la Constitución. Lo que no se puede, en ningún caso, es articularla a través de un derecho, el de autodeterminación, que no existe en nuestra Constitución, ni en ninguna otra del mundo. Y claro, cuando al planteamiento político de la independencia de un territorio se le cae el soporte jurídico porque es inexistente, la pretensión se derrumba.
Siendo tan inaceptable planteamiento político y jurídico ¿cómo debían responder las otras fuerzas políticas que niegan con razón la existencia del derecho de autodeterminación y siguen manteniéndose fieles a la Constitución? ¿Tenía que permitir nuestro Estado de Derecho que los independentistas vulneraran abiertamente la Constitución amparándose un derecho inexistente como el de autodeterminación?
La respuesta es rotundamente negativa. Al tratar de conquistar la independencia por la vía jurídica del inexistente derecho de autodeterminación, su puesta en práctica supuso un ataque a la voluntad de la Nación española de consolidar un Estado de Derecho sobre la base del imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, la cual, mientras no se cambie, ha optado por la indisoluble unidad de la Nación española. Y, al mismo tiempo, en la medida en que con ello se violentó nuestro Estado de Derecho, tal pretensión política fue contraria a la voluntad de la Nación española de garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución. Vemos, pues, que la pretensión de independencia, tal y como fue ejecutada, contradijo gravemente la propia voluntad de la Nación española proclamada con carácter permanente en el Preámbulo de la Constitución.