Quería ganar dinero. No una cantidad indecente, pero sí el suficiente como para creer que, por primera vez en mi vida, había marcado la diferencia. No sabría explicar cómo llegué a tan estúpida decisión. Quizá fuera un acto de rebeldía, reafirmación personal o la necesidad de salir del anonimato social. En cualquier caso, me adentré en el oscuro mundo de los mercados financieros, sin conocimientos previos y ninguna experiencia, buscando triunfar, no para tener -que también-, sino para ser.
En la Barcelona de finales del siglo XX, mi círculo de amistades se reducía a un pequeño, aunque heterogéneo grupo. Aquella congregación de treintañeros reunía a informáticos, economistas, arquitectas, algún abogado, un futuro doctor en historia y una filósofa quien, contrariamente a lo que siempre supuse, jamás se distinguió por aportar ningún punto de vista especialmente imaginativo o disruptivo. Al finalizar nuestra jornada laboral, nos reuníamos con frecuencia por cuantos bares, tabernas y fondas descubríamos a lo largo y ancho de la Ciudad Condal. Discutíamos con pasión desmedida sobre lo divino, las menos veces, y lo humano, las más. Debo decir que con desigual acierto y ninguna consecuencia práctica.
Recién inaugurado el año 2000, David, uno de los miembros más activos del grupo y que ya hacía sus pinitos como inversor en bolsa, centraba sus letanías en “los pelotazos que están dando en Estados Unidos”. Nos hablaba de valores que ascendían como la espuma. De índices tecnológicos que subían en vertical. De rentabilidades de dos, incluso tres dígitos y de ganancias para todos aquellos que tuvieran el suficiente arrojo como para comprar un manojo de acciones. Al igual que la tortura de la gota china, el discurso fue quebrando el natural rechazo que esta temática suscitaba entre nuestras filas. La mayor parte de nosotros pasamos del desinterés más absoluto, a una curiosidad que, a los pocos días se convirtió en un seguimiento exhaustivo de lo que estaba ocurriendo en la bolsa norteamericana. Así que tras despedir a los reyes magos, nos reunimos a mediados de enero en un bar de Sant Gervasi que hacía las veces de sede social. Aquel día David nos entregó una especie de dossier sobre una empresa española que pulverizaba todos los récords habidos y por haber.
La salida en bolsa del valor, el 17 de noviembre de 1999, había causado auténtica sensación. En su primera sesión, el valor pasó de los 11,81 a los 37 euros. A partir de ese momento inició un ascenso tan vertiginoso que le llevó, solo un mes más tarde, a cruzar la barrera de los 50 euros. Bastaron unos pocos días de enero para alcanzar los 100 euros y, aunque posteriormente retrocedió, todo apuntaba a un nuevo tirón que amenazaba con llevar a todos sus accionistas hasta las estrellas. David miró a los presentes, uno por uno y su boca pronunció las palabras que sellarían nuestro futuro: “Señores, ¡es ahora o nunca!”. Jamás pensé que tantos de nosotros nos adheriríamos a semejante iniciativa, incluyendo a Sara, nuestra arquitecta quien conquistó mi corazón cuando decidió dar el paso definitivo citando, ni más, ni menos que a Anna Karenina: “prefiero hacer y arrepentirme, que no hacer y lamentarlo”. Sus palabras resultarían proféticas.
Aportamos igual cantidad de dinero y reunimos unos 25.000 euros. Una fría mañana de mediados de enero, el insistente pitido de mi Nokia anunció la recepción de un SMS en el que nuestro improvisado gurú nos confirmaba que éramos propietarios de TERRA NETWORKS a un precio de 102 euros por acción. La suerte estaba echada.
Tan pronto como nuestras aburridas vidas lo permitió, nos sentamos alrededor de una taberna del barrio de Gràcia donde uno podía elegir entre un amplio surtido de cervezas artesanales. Allí sellamos un pacto con dos únicas condiciones: en caso de pérdidas, cada uno sería libre de elegir el momento de retirarse. Pero si todo resultaba como esperábamos, acordamos no plantearnos ninguna venta hasta ver a nuestra empresa por encima de los 200 euros. Estas cifras, que hoy parecerán una absoluta locura, estaban lejos de ser ninguna quimera. MICROSOFT acababa de batir sus máximos históricos hasta situarlos en casi los 60 dólares. AMAZON ascendía en menos de tres años, desde el dólar y medio hasta más allá de los cien. Y, en solo seis meses, EBAY multiplicaba su valor por veinticuatro en quince meses.
Así fue. A los pocos días andábamos sobre las nubes. El mundo se veía con otros ojos, no tanto por la cuantía de nuestras ganancias sino por la endiablada velocidad con las que se generaban y el nulo esfuerzo que conllevaba. Lentamente el mito, tantas veces repetido, de dejar que el dinero trabajara para uno mismo, cobraba todo su sentido. Nadie podía detener aquellas acciones que Dios había enviado a la tierra para restituir una pequeña parte de nuestro amor propio. Por algún lugar leímos que TERRA NETWORKS se había situado entre las diez empresas españolas de mayor capitalización bursátil, superando a las todopoderosas BBVA y REPSOL YPF.
Debo de admitir que todo aquello me resultaba incomprensible. Era consciente que el éxito bursátil de las llamadas puntocom se basaba en las altas expectativas que sus inversores tenían depositadas en ellas. Y contra la realidad de lo que presenciaban mis ojos, era imposible contraponer todo lo aprendido durante mi formación académica. A esas alturas no se trata de presumir de un estéril “yo ya lo dije”, porque en realidad, nunca lo dije. Pero, si tengo que ser completamente sincero, admitiré que no pocas de aquellas noches reflexionaba sobre la locura de un sistema que premiaba empresas que reiteradamente perdían dinero en cantidades industriales. En cualquier caso, preferí no compartir mis aciagos pensamientos con el resto del grupo, no fuera que, al hacerlo, gafara nuestra operación. La cotización dejó atrás nuestro precio de compra, siguió más allá de los 120 y alcanzó los 130 euros con pasmosa facilidad. Me rendí a la evidencia y callé mis miedos.
Comprar acciones se convirtió en una actividad que despertó un cúmulo de sentimientos contrapuestos. En algún momento, antes de empezar a recorrer este camino, imaginé que con las ganancias llegaría una alegría incontenible. Pero, para mi sorpresa, aquellos días mezclaba el júbilo por los beneficios logrados, con un sorprendente y degradante miedo a perder lo conseguido. Y mientras chapoteaba en las estancadas aguas de la confusión, la multinacional española proseguía su escalada hasta los 140 euros sin apenas pestañear.
El 14 de febrero de 2000 no fue ninguna fecha en particular, solo un día más en la oficina viendo como el valor superaba los 157 euros. Más tarde, los libros de historia escribirían que aquel sería el precio más alto al que jamás cotizaría el valor. Nuestras terras resultaron ser el tipo de acciones que Seth A. Klarman definió como acciones torpedo; valores que en mercados alcistas generaban altas expectativas entre los inversores pero que, sin margen de seguridad, podían desplomarse en cualquier momento. Nosotros solo sabíamos que, en aquel preciso instante, el beneficio ascendía a más de 13.000 euros, lo que significaba una rentabilidad del 54% obtenida en aproximadamente un mes. Eran días de vino y rosas.
Los primeros descensos en el precio de TERRA NETWORKS pasaron desapercibidos. La prensa especializada nos hablaba de un pequeño tropiezo en Estados Unidos que, sin duda, sería compensado por inminentes y poderosas subidas. Así había sucedido hacía no demasiadas semanas y así volvería a pasar. Animados y esperanzados, recuperamos nuestras habituales discusiones entre tazas del excepcional chocolate que servían en plena Rambla de Catalunya, justo por debajo de Diputació. Sin embargo, nuestros miedos más ancestrales no tardaron en volver, aún con más fuerza. Aquellas acciones seguían quemando los beneficios conseguidos y el gran desgaste psicológico que acumulábamos, hizo mella en nuestra moral. Todo se precipitó con inusitada rapidez.
La inicial decepción se transformó en enfado y, sin que nadie pudiera reaccionar, el enfado dio pasó a la decepción, el miedo y finalmente, al pánico. Las llamadas de teléfono se multiplicaron a la misma velocidad con la que aquellas malditas acciones se deshinchaban. Aunque mantuvimos la dignidad, la procesión iba por dentro. Incrédulos y humillados, perdimos todos los beneficios acumulados; después, gran parte del capital invertido. Y las llamadas cesaron. Nuestros encuentros posteriores se convirtieron en lo más parecido a una visita al muro de las lamentaciones, puede que a una terapia grupal en la que todos buscábamos inútilmente un consuelo imposible de hallar. David seguía hablándonos de posibles rebotes, de zonas de sobreventa y de hipotéticos rebotes que significarían nuevas subidas. Agotados los juramentos al aire, hastiados de ojear obsesivamente la cotización de cierre del día esperando ver una reacción que jamás se produciría, decidimos saltar del barco como los náufragos del Titanic, ordenadamente derrotados. Para mediados de mayo habíamos puesto fin a aquella inmensa montaña rusa emocional que había agujereado tanto nuestros bolsillos como nuestra confianza.
Más que el perjuicio económico, lo que de verdad me dolió fue haberme metido en un mundo del que no tenía ningún conocimiento, referencia ni consejo. Bien es cierto que nunca supimos por qué ascendió, pero tampoco acertamos a ver por qué se empeñó en caer con igual rapidez. Descubrí que, tanto en la momentánea victoria, como en los instantes finales de absoluta miseria, invertir en bolsa implicaba soportar un doloroso sufrimiento. Me aparté de aquel mundo con la sensación de haber sido víctima de un engaño mayúsculo, como quien se mete en una partida de cartas amañada con el entusiasmo propio de los incautos. Pero, a excepción del resto del grupo, volvería a intentarlo.