Ocupa un merecido lugar de honor en la historia de los westerns el film de John Sturges conocido por Los siete magníficos. En el reparto, Steve McQueen, Charles Bronson y uno de los calvos más famosos del celuloide, el inolvidable Yul Brynner. Según aseveran los entendidos del séptimo arte, aquella creación -cuya banda sonora brilla con luz propia de la mano del fantástico Elmer Bernstein-, no fue más que un descarado plagio de Los siete samuráis del eterno Kurosawa. Disquisiciones cinéfilas al margen, hoy quisiera referirme a otros siete magníficos, aquellos que se han constituido como locomotora de los mercados hasta llegar a ser conocidos bajo idéntica denominación, esto es, Apple, Amazon, Alphabet, Microsoft, Nvidia, Meta y Tesla.
Sabido es que tal selecto grupo tecnológico supera ampliamente la rentabilidad ofrecida por el 80% del mercado agrupado en el SPX. Mucho se ha escrito sobre la diferencia de rendimientos entre los activos citados anteriormente y el índice sin dichos valores. De dónde estaría el Standard and Poor’s si todos sus componentes tuvieran igual peso en su cálculo o incluso del nivel en el que cotizara si excluyéramos todos los valores tecnológicos. En realidad, lo que estamos dando por descontado es que existe una burbuja, no del sector tecnológico en su conjunto, sino de una serie de corporaciones que, por su tamaño -expresado en capitalización bursátil-, se ha diferenciado notablemente del resto de activos y que, como rasgo común, les distingue su relación con el desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA).
Una burbuja financiera es lo más parecido al juego de las sillas; pierden aquellos que ya no se pueden sentar. El gestor Louis d’Arvieu las describe como “el triunfo de la especulación sobre la inversión, es decir, de la compra no por una convicción racional basada en la relación calidad-precio de un instrumento financiero, sino porque va a subir, ya que está subiendo y todo el mundo lo quiere”. Después de vivir, experimentar y sufrir algunas de ellas, he llegado al convencimiento que lo más recomendable es participar en dichos movimientos especulativos siendo conscientes de dos puntos fundamentales: en primer lugar, no debemos cuestionar la naturaleza de dichas burbujas, pues son procesos que exceden cualquier marco analítico y solo se desarrollan gracias a la avaricia humana. No tuvieron ningún sentido las expectativas generadas por la Compañía de los Mares del Sur, tampoco la Tulipomanía, ni la histeria que llevó a financiar la compra de acciones con préstamos bancarios durante los años veinte del siglo pasado, ni mucho menos los PowerPoints que alimentaron la burbuja puntocom, ni la edificación de barrios enteros desarrollados durante la burbuja inmobiliaria. Y, ¡qué decir de la burbuja de los Bancos Centrales que en los últimos 15 años han impulsado los mercados bursátiles y adulterado los de renta fija!. En segundo lugar, no podemos ser quienes nos quedemos finalmente sin silla, es decir, atrapados en algunos de sus valores. Por su propia naturaleza, son fenómenos de rápido crecimiento en lo que ya en 1.688 definió el sefardí holandés de origen español, José de la Vega, en su libro Confusión de Confusiones como "la locura de las multitudes". Una vez consumido todo el capital en esa auténtica hoguera de las vanidades, la burbuja acabará implosionando y, más vale que para cuando eso suceda nos coja contando nuestras ganancias lo más lejos posible de su onda expansiva. Así que un servidor ya ha asumido que, si suena la música y me pilla en mitad de la pista, puedo pensar que los músicos tocan fatal, que el cantante desafina, que no me gusta la canción e incluso que odio a mi pareja de baile. Pero bailo; vaya si bailo. Si vuelve a hincharse la burbuja en el mercado cripto, me sumo con más escepticismo que fe, pero me sumo. Y si la burbuja de la IA sigue progresando, estaré dentro, con el stop loss anclado a prueba de bombas, sí… pero dentro. Es obligación de todo inversor, por responsable que sea, extraer rentabilidad de la estupidez humana. Y las burbujas especulativas suponen una gran ventana a esa debilidad humana.
Ello no es óbice para ser crítico con lo que sucede ante nuestros ojos. Y lo de la burbuja de la IA me suena, cada vez más, al clásico timo de la estampita. Solo que, en este caso, ni siquiera recibimos a cambio la imagen de ningún santo sino promesas y profecías, la mayor parte de las cuales no pintan ningún futuro halagüeño para los seres humanos. La teoría apuntaría a que el ritmo de desarrollo de cierto tipo de inteligencia es tal que en poco tiempo será capaz de tomar el control mundial para sodomizarnos a todos. Digo yo que no será tan inteligente si, entre sus objetivos, prefiere entretenerse imponiéndose a una raza como la humana -con la de problemas que podemos llegar a ocasionar-, en lugar de permanecer en un discreto segundo plano, disfrutando del espectáculo de vernos cometer todo tipo de errores. Chanzas aparte y seguramente por desconocimiento, no acierto a distinguir la base sobre la que se está edificando esta burbuja. Porque, si como suele hacerse, la comparamos con los tiempos de las puntocom, uno recuerda que, de alguna forma, encendía el ordenador, soportaba el chirriante proceso de conexión de aquellos enloquecidos módems de 14.400 baudios y accedía a un mundo abierto digital pero real. El problema de este castillo de naipes vinculado a la IA, hasta la fecha y exceptuando a un sinfín de aplicaciones que en realidad no aportan nada realmente substancial, es que carecemos de un activo subyacente que certifique la creación de algo nuevo, revolucionario y disruptivo. Nos prometen que en un futuro próximo descubriremos ese Nuevo Mundo, pero a fecha de hoy solo aciertan a enseñarnos unos tímidos avances. Incluso si recurrimos al famoso ChatGPT -modélica la campaña de publicidad con la que lanzaron este producto a nivel mundial-, o su competidor Bard -respuesta de Alphabet-, ambas coinciden en responder que la aplicación de la IA en el mundo laboral significará un “impacto laboral potencial” en relación a la automatización de tareas en fábricas, la creación de nuevos puestos de trabajo altamente especializados, el cambio necesario de habilidades para tener éxito en el mercado laboral y las reformas estructurales en los sistemas de educación, capacitación y formación para afrontar los nuevos retos. Las nuevas formas de replicar aquello que ha permitido a los humanos progresar a lo largo de los siglos -pensar-, cambiarán el mundo, seguramente para bien. Pero el adelanto que los mercados estarían realizando de lo que, hasta la fecha, es un proyecto de potenciales consecuencias, me parece tan excesivo como artificial y absolutamente interesado en mantener al alza a determinadas empresas. Dos saltos tecnológicos más o menos inminentes, que no están generando reacción especulativa alguna son, por un lado, la creación del primer ordenador cuántico y, por otro, el testeo de los primeros motores de fusión nuclear.
Si está dispuesto a surfear esta ola -sin que las próximas líneas constituyan recomendación alguna de inversión-, puede considerar varias formas de hacerlo. La vía más directa sería adquiriendo paquetes de acciones de dichas empresas. Sin embargo, para reducir el coste de adquisición, la acumulación de ETFs referenciados a dicho índice puede ser una alternativa válida, como así ocurre en el caso de Roundhill Magnificent Seven ETF. Debido a su alto volumen de capitalización en el SPX -alrededor de un 27%-, debo recordar que todo ETF cuyo subyacente sea el referido Standard and Poor’s 500 ya implica asumir este riesgo de inversión, aunque sea de forma indirecta. Confesaré que, empleando una parte de ese capital que todos empleamos para “divertirnos”, me he sumado a este movimiento especulativo. Buscaba una empresa altamente especializada pero que también tuviera un crecimiento en horizontal, adquiriendo otras empresas y que, desde el punto de vista humano fuera capaz de realizar buenas incorporaciones. Tras recorrer varios caminos entré en el accionariado de SnowFlake ($SNOW), con sede en Montana, sociedad que en su momento alcanzó la etiqueta de unicornio, que así se llama a una sociedad que, sin haber salido a bolsa, alcanza una valoración de mercado de más de 1.000 millones de dólares.
Mi análisis técnico considera un techo estructural alrededor de los 400 dólares y una zona pivote en las cercanías de los 200$. Por debajo de dicho nivel parece estar dibujando un triángulo simétrico -que bien pudiera convertirse en un triángulo ascendente-, cuya ruptura debería de llevarnos, si supera esa zona pivote, por encima de los 320$. Activé mi entrada en marzo de este año, en la base de dicho triángulo, a un precio de 129$. Así que el primer objetivo teórico vendría definido por la proyección de la altura de dicha figura, desde el punto de ruptura, lo que señalaría -hoy en día-, hacia los 340 dólares. No necesito más; entrar y salir; razón suficiente si en el interín uno registra una rentabilidad del 260%. Existe otro supuesto que precipitaría los acontecimientos y que no sería otro que alguno de los siete magníficos reparara en el potencial de SnowFlake y decidiera hacerse con ella. Puede que el pastel sea demasiado grande si lo comparamos con otras adquisiciones, pero recuerde que Lycos fue vendida por un 0,28% de lo que Telefonica pagó solo una década antes.
Ya oigo el crepitar de la burbuja.
Ya oigo el crepitar de la burbuja.