Una de las críticas que más profundamente suenan en estos tiempos de presupuestos, es aquella referida a la reducción de la inversión pública en investigación y desarrollo. En este caso no hay tan siquiera discusión, porque los debates públicos se centran entre la crítica de todo el mundo a la decisión del gobierno de recortar los fondos destinados a i+d, y el gobierno que lo niega, o que a su vez afirma que no va a tener efectos sobre la i+d.
En todo caso, una de las cosas que más echamos en falta a la hora de hablar de los fondos para la investigación y desarrollo, es una discusión sobre el nivel que debería suponer dentro del presupuesto público tal partida.
Pues yo creo que he tardado en opinar sobre esto, y trataré de cuantificar el importe del porcentaje del estado que se ha de destinar a esta partida. En mi opinión, ha de ser el cero por ciento, o más bien cero euros.
¿Por qué he llegado a esta rara conclusión?. Pues es muy sencillo. Particularmente me parece completamente absurdo que estemos ante un dislate tan grande como el asumir sin mayores problemas que sea el estado el que decida los proyectos que se han de ejecutar y desarrollar.
El estado ha de estar para solucionar los problemas, establecer reglas, cargarse monopolios, velar de árbitro y conseguir establecer las reglas del juego que permitan que la economía y los agentes privados tomen una serie de decisiones. Pero realmente si me preguntan por aquellos agentes que sean los menos apropiados para asumir las funciones de innovación, tendré que decir que sin lugar a dudas, el estado ha de ser el menos indicado para tal circunstancia.
No hay otra receta para mejorar la innovación y el desarrollo, que la necesidad de competir, de mejorar o de innovar por parte de las empresas. Es así de sencillo.
El procedimiento actual implica que las administraciones destinan unos fondos a la innovación, (traducidos en subvenciones a fondo perdido, préstamos a tipos cero y deducciones fiscales), de tal forma que en los dos primeros casos el sistema es manifiestamente perverso.
Las empresas, instituciones o clusters presentan unos proyectos a la administración, que a su vez los valora y selecciona en consecuencia los proyectos que van a ser financiables. Por la misma razón se asume sin rubor que la mayoría de los proyectos no se asumirían si no fuese por la financiación pública. En todo caso, la administración pública jamás podrá seleccionar los proyectos en función del mercado, por la más que evidente razón de que la administración pública no se mueve, (o no se debería mover en los mercados).
En el mejor de los casos en este sistema lo que se consigue es que sea la administración pública la que seleccione los proyectos, en lugar del mercado, lo cual implica que existirá cierto descontrol entre los rendimientos de los gastos en uno u otro caso. Es fácil ver que para una empresa siempre serán mejores innovaciones que generen un incremento determinado en la calidad o una reducción de costes, aunque sean innovaciones pequeñas, mientras que una administración pública siempre buscará la visibilidad de los resultados.
De esta forma, nos encontramos con que muchas pequeñas innovaciones que sí harían (hacen) las empresas jamás serían seleccionadas por la administración; y por supuesto la paradoja de que las inversiones de los proyectos financiados con fondos públicos acaban teniendo muy poca o ninguna aplicación práctica mientras innovaciones realmente útiles han sido desarrolladas sin ningún tipo de apoyos.
De esta forma, en el mejor de los casos tendríamos que con el sistema habitual, lo que nos encontramos es con un derroche de recursos, (pocos o muchos da un poco igual), con nulos o escasos resultados.
Pero como siempre, no estaríamos ante el mejor de los casos, sino que tenemos que tener en cuenta el proceso de los profesionales de la subvención, que abundan y mucho. Y en este panorama tenemos toda una suerte de consultoras y empresas cuya actividad principal es la captación de fondos públicos, subvenciones y toda clase de financiación de actividades en i+d. Realmente para estos casos, el proyecto o la innovación planteada en sí, es lo de menos y simplemente acaba siendo una excusa para conseguir tales o cuales fondos, lograr tal o cual subvención o en el mejor de los casos, conseguir un producto que sea lo suficientemente vistoso como para justificar una nota de prensa en algún periódico.
Por supuesto, el hecho de que tal o cual innovación funcionen o sea o no una mejora tanto para la empresa como para la sociedad, es una variable completamente tonta.
En definitiva, mediante los apoyos de la administración pública a la innovación, lo que conseguimos es malgastar unos recursos que generarán unos más que dudosos negocios en unas pocas manos, de forma que al final lo que se consigue es reducir la renta disponible de la sociedad, lo cual al final acaba impactando de lleno en las empresas que realmente sí innovan.
Ya que estamos, supongo que tendré que decir cuál es la innovación que me gusta, o la que considero que debería existir en las empresas, (y existe en muchos casos). Pues es relativamente sencillo; son todos aquellos procesos que no se ven, porque las empresas tratan de mejorar sus productos y servicios, sin que sus competidores se enteren, de forma que, bien sean en productos que lleven la frase “alto nivel tecnológico” o no la lleven, logren producir productos con una mayor calidad final, a un coste menor.
Aquellas empresas que con toda la discreción del mundo, logren mejorar los productos finales o los procesos para alcanzar estos productos finales, desarrollando unos productos mejores a y a mejor precio, son las ideales. Las innovaciones ideales son, además, aquellas que surgen de oir a los clientes y tratar de satisfacerlos mejor que los competidores, y son aquellas en el que el proceso sale de una reflexión previa, con mucho sentido común y pocos recursos, porque es completamente absurdo gastar millones para conseguir miles. Por supuesto, las innovaciones ideales son aquellas en las que se busca el premio del cliente y de la satisfacción del público con lo que haces, de forma que la empresa decide investigar las formas y métodos necesarios para cubrir las necesidades de sus clientes de la mejor forma posible.
Discrección, efectividad, resultados, enfoque al cliente, innovación como necesidad y no algo de que presumir, control de los gastos, sentido común, huir de proyectos grandilocuentes y buscar contentar a los clientes definen un proyecto que nunca puede ser seleccionado por una administración pública. Y esto es normal, porque los gobiernos, ni son nadie, ni lo deberían ser en ningún caso, los que directa o indirectamente decidan que, como, donde y cuanto se investiga.