Leo y oigo y me alegro, sin ironía, de lo que parece ya ser por fin un hecho. Y es que la proverbial incapacidad de la mayoría de los españoles para entender y al menos chapurrear de modo efectivo el idioma de Su Graciosa Majestad Isabel II de la Gran Bretaña parece -ya por fín- estar en trance de ser vencida. Ha costado años, tantos que algunos llegamos a pensar que debia de haber una cierta incapacidad de tipo genético, es decir, en los genes de los nacidos a este lado de los Pirineos, para el inglés. Pero, como he dicho, parece que no, que era cosa de esforzarse aún más, cosa que están haciendo las gentes más jóvenes, con el resultado de que cada vez hay más españoles que pueden tratarse de palabra con los angloparlantes.
Ahora, por cierto, sólo faltaría que estos mismos angloparlantes lograran también superar su "problema" con el castellano (y me imagino que también con el catalán, el gallego, el vasco, el francés, o cualquier otro idioma del mundo mundial). A veces he llegado a pensar, ante el hecho evidente y repetidamente constatado, de la incapacidad de pronunciar el castellano de una manera mínimamente aceptable por parte de conocidos míos angloparlantes que llevan viviendo 20 o 30 años en España que ellos sí, en su mayoría, sí que tienen un problema genético que les niega ese don de gentes que es el dominio de cualquier otra lengua que no sea la suya propia.
Así pensaba antes. Hoy ya no. No, los angloparlantes no tienen un problema genético, pero quizás sí epigenético. Me explico. Hace muchos años leí un ensayo de Ivan Illich, uno de mis pensadores de cabecera, ("Taught Mather Tongue" se llemaba y incluido en su libro In the Mirror of the Past ), en que entre otras cosas hacía referencia a algo que cualquiera puede comprobar si viaja a alguno de los que hoy se conocen como países emergentes o en trance de serlo, es decir, a algunos de los países subdesarrollados de toda la vida. Pues bien, es habitual para quien va por allí el sorprenderse ante la increíble capacidad que tienen los pobres de esos países para ser poliglotas. En cualquier mercadillo uno es capaz de encontrarse con pedigüeños, vendedores o artesanos que hablan más que pasablemente dos o tres de los idiomas de los países desarrollados (español, francés , inglés , italiano, alemán, japonés y pronto el chino) así como tres o cuatro de y a quien no me canso de recomendarsus dialectos o idiomas de la zona. ¿Será que la pobreza, o sea, la falta de alimentación, seguridad, sanidad y demás ventajas del desarrollo dispara el "gen" del don de lenguas? Pues se antoja raro tales niveles de competencia lingüística en gentes que con seguridad nunca se habrán acercado ni por asomo a ninguna de esas carísimas academias o instituciones de enseñanza de enseñanza para aprender esos idiomas. Y, a la inversa, ¿será la riqueza un factor que desactiva ese mismo don?
Dada mi ya avanzada edad, formo parte de esa generacíón que ha tenido y tiene un problema personal con la lengua de Shakespeare -por seguir hablando del ingles en plan cursi- que se debe a no haberle dedicado el suficiente tiempo e interés. Sí, leo en ingles de corrido pero soy duro de oido para entender lo que me dicen los angloparlantes si hablan normalmente, o sea, un un poco rápido para la lentitud de mis orejas. Pero me puedo permitir lo que hoy es el lujo de que me de lo mismo pues, afortunadamente, he tenido la suerte de que mi dureza de oido ante el inglés no me haya supuesto un gran problema para vivir.Cosa que, por lo que veo, se me antoja que ya no les pasa a los miembros de las generaciones más jóvenes para las que un nivel adecuado de dominio del inglés se ha convertido en una obligación hasta tal extremo que, si no se tiene, se me dice que uno puede darse por económicamente muerto para trabajos o actividades profesionales al menos medianamente remuneradas.
La valoración del conocimiento del inglés ha llegado a tal extremo que tengo entendido que hay un partido político que, como señal der modernidad, lleva este asunto, o sea, la difusión del idioma inglés entre la población española, como uno de sus puntos programáticos más relevantes (no lo sé de cierto, pues, como todo el mundo, no leo programas políticos por salud moral mental). A lo que parece, tal proceder se debe al peso que en él tiene la opinión que al respecto sostiene su considerable economista de cabecera (o quizás mejor, de "mesilla de noche" pues, como todos los que están en los "medios" a altas horas de la noche, suele tener soluciones mágicas para todo) y también considerable profesor, para quien el dominio del inglés opera como lo hacía la famosa "prueba del algodón" de aquel proverbial anuncio publicitario. Igual que "el algodón no engañaba" y detectaba los fallos de limpieza, el nivel de inglés que uno tiene revela para este considerable economista la -llamémosla- "gañanidad" de quien habla. Si sabes inglés eres digno de ser escuchado, si no, pues ¡qué se le va a hacer! Eres un completo gañán, un paleto, si no despreciable, sí merecedor de lástima y compasión y necesitado del adecuado estímulo para que salgas de tamaña postración intelectual.
Y creo que no exagero pues le he oído juzgar a los políticos, tanto o más que por la sensatez o adecuación de sus opiniones y propuestas, por el número de erratas que cometen cuando se ven obligados a responder a alguna entrevista que les hace algún medio de opinión anglosajón o cuando viajan a Londres o a Nueva York a exponer sus puntos de vista. En fin, que se diría que para este considerable economista y su partido político, el que los españoles no hayan sido capaces de hablar correctamente el inglés se encontraría entre las causas de los famosos "males de España" , o sea, el atraso económico y social, la marginación cultural, el escaso afan de emprendimiento, la corrupción política, el burocratismo, los enfrentamientos sociales y luchas de clases,etc., etc. de modo que la difusión del inglés seria -al menos- una de las condiciones necesarias (y quién sabe si también suficientes) para superarlos; es decir, que no es que saber inglés le convenga a algunos o todos los ciudadanos españoles sino que le conviene a la propia España. Saber inglés no sólo sería un bien privado para quienes lo sepan sino que sería también un bien público.
A mí todo esto me produce una gran perplejidad. ¿Será el inglés tan necesario para que nuestro desventurado país salga de una vez de su secular declive? ¿Andarían equivocados los Joaquín Costa, Ortega, Unamuno, Maragall, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Marañón, Vicens Vives y tutti quanti han tratado de hacer un diagnóstico de la "enfermedad de España" acudiendo a factores como los problemas de integración religiosa o el peso social de un paralizante catolicismo opuesto sistemáticamente al más estimulante protestantismo, o a los efectos sobre la estructura de la propiedad agraria de la Reconquista, o a los problemas de integración territorial debidos a la diversidad geográfica, o a i las pertinaces guerras o las pertinaces sequías, o a las consecuencias de un aparato de estado absurdamente ineficiente durante 500 largos años? ¿Será que la causa de los males de la patria viene de la pérfida Albión (comme il faut, por otro lado) pero en una forma inesperado: en el desconocimiento de su lengua?.
Para despejar esta perplejidad lo mejor es recurrir a quienes saben de estas cosas. Hace algunos años, el famoso economista Paul Krugman publicó un breve comentario bajo el título: "WANT GROWTH? SPEAK ENGLISH. THAT CERTAIN JE NE SAIS QUOI OF LES ANGLOPHONES". En él, Krugman constataba un hecho estadístico que justificaría el punto de vista que sostiene la importancia del uso del inglés en una economía para el crecimiento económico. Tal fenómeno es o era el buen comportamiento económico de los países de habla inglesa, y a la hora de buscarle una explicación encontraba las siguientes que transcribo aquí (por supuesto sin caer en la vulgaridad de traducirlas):
"So what do the English-speaking countries have in common that might explain why they are all doing relatively well right now? I've done some research--namely, talked to a couple of colleagues over lunch--and come up with the following speculations:
First, there's the Alan Greenspan theory--or is it the Larry Summers theory? Economic policy in English-speaking economies tends to be run by smart economists with one foot in the academic world, who therefore make better decisions than the doctrinaire mandarins who run ministries of finance. And in a world where the rules have suddenly changed, the story goes, clever men and women who went to MIT are better able to adapt than bureaucrats whose only expertise is in office politics.
A slight variant is the Margaret Thatcher theory. In the 1980s there was an ideological groundswell in the English-speaking world in favor of markets and against government intervention; perhaps the rest of the advanced world missed the tide because it couldn't read Milton Friedman in the original.
Then there's the globalization theory. English is the language of the global economy--business must use some lingua franca, and no other tongue has the necessary critical mass. That means people who have grown up speaking English have an automatic head start.
Finally, there's the Internet theory. Not long ago, French President Jacques Chirac lamented that the Internet is an "Anglo- Saxon network"; what he probably meant was "English speaking." And it is, as is the whole new technological universe. One particular point that a friend made to me is that e-mail and the Internet put people who use nonalphabetic writing like the Japanese, at a particular disadvantage.
On the whole, I'd probably place most of the emphasis on Greenspan and Thatcher. But one thing is clear: Something about the Zeitgeist -sorry, I mean the spirit of the time- favors those of us who speak English. Let's enjoy it while it lasts"
Pues bien. Mira que admiro a Krugman y que suelo estar de acuerdo con sus opiniones. Pero, en este asunto, me veo obligado a disentir...y creo que también el Krugman de hoy estaría en desacuerdo con el de ayer. El texto está fechado en 1999, antes por tanto de las crisis financieras y económicas asociadas a las punto.com y a las hipotecas tóxicas, que han dado al traste con la bondad del modelo anglosajón de (des)regulación y han puesto en cuestión el papel tanto de Greenspan como de Thatcher.
Y es que si hay algo de verdad, o sea, de causalidad en esa correlación estadística entre el grado de uso del inglés en un país y su desempeño económico (lo cual es mucho de suponer) correría en sentido contrario. Es la importancia económica y militar de los países anglófonos lo que explica esa correlación, y no a la inversa. Veamos, la globalización actual e internet requieren un medio de comunicación de uso común o general, una koiné , una lengua común que facilite los intercambios y las interrelaciones entre personas de todo el mundo que operan en esas redes comerciales y de información. Eso es obvio y está más que claro.El inglés hace hoy esa función, pero la cuestión es la de que porqué.
Y aquí la historia del castellano nos da la pista. El castellano, en su origen, no fue otra cosa que la koiné que usaban los mercaderes procedentes del País Vasco, Aragón y Cataluña y hasta de Galicia para entenderse entre ellos y llevar a cabo sus transacciones comerciales en lo que hoy llamamos La Rioja allá por el siglo XI. En su origen, pues, el castellano fue un pidgin, una mezcla de otras lenguas creada "desde abajo" por sus usuarios para resolver y facilitar sus problemas de comunicación a la hora de cerrar negocios. Más adelante, mucho más adelante, el poder político y militar que alcanzó la monarquía castellana traicionó ese origen tan humildísimo del castellano al elevarlo al rango de lengua oficial y convertirlo en la "lengua del Imperio" e imponerlo "desde arriba". Esta, en pocas palabras, es la tesis que defiende Angel López García en su obra El rumor de los desarraigados. Conflicto de lenguas en la península ibérica, el libro más clarificador y sugerente que se ha escrito nunca sobre los líos lingüísticos en nuestro desventurado país.
Pues bien, en tanto que el castellano pasó de ser una lengua de "andar por casa" o, mejor dicho, por los mercados, a ser una lengua oficial, fijada y pulida académicamente e impuesta desde el poder del Estado, el inglés ha hecho el recorrido opuesto: de lengua oficial del Imperio Británico ha pasado a ser koiné de aceptación voluntaria universal. Pero, por supuesto, ha conseguido serlo por el hecho de ser la lengua común de los dos países más importantes política, militar y económicamente en los últimos dos siglos y medio: Gran Bretaña en el XIX y EE.UU en el XX y XXI. Lo esperable, ¿no?
La relevancia de una lengua para la vida económica depende del tamaño del mercado de quienes la hablan y de su fuerza política y militar para regularlo. El país (o países) que tiene el mayor poder económico, político y militar acaba imponiendo su lengua materna en todas las esferas de la vida económica, social, cultural y política a nivel global, de forma que los países o regiones con otras lenguas han de aprender la lengua del país que manda para entender y ejecutar eficientemente las órdenes que les llegan desde el país (o países) poderoso. La lengua del poderosos se convierte en koiné no porque tenga alguna característica especial (como, por ejemplo, su facilidad o el hecho de que haya más personas que la hablen) sino porque es la lengua materna de quien ostenta el poder, es la lengua en la que se transmiten órdenes desde arriba a los de abajo y la lengua en que desde abajo se transmite deferencia a los de arriba.
La similitud entre la lengua y el dinero salta a la vista. Cabe imaginar un mercado local donde sus participantes, para facilitar los intercambios usen de común acuerdo algún objeto (conchas, piedras de determinada forma, etc.) como dinero "de andar por el mercado". Enteramente distinto a ese dinero local creado "desde abajo" es el dinero legal acuñado por el poder e impuesto "desde arriba" como medio de pago y depósito de valor, y cuyo monopolio de emisión está en manos del poder.
A partir de lo dicho no son extraños ni el poliglotismo de los pobres ni el paralelo monolingüísmo de que hacen gala norteamericanos y británicos. Cuanto más pobre sea uno más lenguas uno debe conocer pues más variados son quienes pueden darle a uno órdenes. Por ello, y en consecuencia, la elección o uso de una determinada lengua (por ejemplo, el inglés) fuera de los ámbitos más convivenciales o familiares dista de ser un asunto neutral, o sea, la simple solución a un problema de comunicación que estaría guiada exclusivamente por un criterio de eficiencia. Es también e inevitablemente una cuestión con enjundia política. Fomentar y obligar el conocimiento del inglés no es sólo una política que busca la provisión de un medio que facilita los intercambios económicos, es también una política que promueve la aquiescencia con una determinada estructura del poder.
Dado esa componente político que tiene el uso de una lengua, no es raro que también en el ámbito lingüístico se produzcan luchas y resistencias políticas. Ese es uno de los temas de estudio del reputado antropólogo social James C.Scott en su libro Los dominados y el arte de la resistencia en donde investiga las sutiles formas de desapego y resistencia de todo tipo, incluso de tipo lingüístico, que suelen usar los de abajo para oponerse en sus relaciones con los de arriba. Recuerdo ahora una de ellas. Se trata del consejo que cuando era yo adolescente me dio alguien muy querido por mí para saber cómo comportarme si algún turista estadounidense, ingles, francés o alemán se dirigía a mí indagando por una dirección. El consejo era que no tuviera el menor reparo en mandarle en la dirección equivocada, siempre con la mejor y más sincera de mis sonrisas, en cuanto notara la más mínima muestra de superioridad, displicencia o desprecio por su parte, incluyendo en esa actitud el dirigirse a mí usando exclusivamente de su lengua sin pedir la más mínima excusa, ya explícita o implícita, por su desconocimiento del castellano. Me temo que la inmensa mayoría de los castellanoparlantes que se quejan del trato que reciben en Cataluña por parte de los catalanes se lo tienen quizás muy merecido, pues se llevan el desplante que suscita el uso, sin cualificación alguna que lo dulcifique, de una lengua como es el castellano, uso que está inevitablemente teñido políticamente por la conversión del humilde castellano en "lengua de imperio". Yo mismo he comprobado repetidamente que basta con pedir excusas por no saber catalán, o con decir algunas palabras en ese idioma o con manifestar el interés en entenderlo (que no es tan difícil, por cierto) para eliminar como por arte de magia cualquier suspicacia y resistencia que pudiera haber.
Pero volvamos al inglés. Por todo lo que he dicho hasta ahora está claro que la política de difusión del inglés, elevada al rango de política estatal, es una política de reconocimiento de nuestro país como país (bastante) dominado en la esfera internacional. Pero, obviamente, no es sólo eso. El saber inglés es necesario para el desenvolvimiento económico de individuos y empresas y, en general, para todos aquellos agentes económicos cuyos ingresos y costes dependen directamente de la facilidad con la que se entiendan con otros agentes económicos que no usan el castellano y sí el inglés. Para quienes no tienen relaciones con angloparlantes en sus vidas económicas, esa necesariedad/obligatoriedad del inglés sería más cuestionable, y su ascenso al rango de exigencia ineludible para los individuos en cualquier mercado de trabajo respondería más bien a su uso como filtro en el mercado laboral, es decir que el saber inglés, aunque no tenga utilidad económica real pues no aumentaría la productividad de esos individuos, sería utilizado por los empleadores para discriminar o seleccionar entre los que solicitan un empleo. En este caso, y dado que cualquier aprendizaje requiere dedicar recursos escasos, es decir, dado que aunque el saber "no ocupe lugar", si que tiene costes de oportunidad, convertir el aprendizaje del inglés en objetivo básico y de aplicación general sería económicamente ineficiente. Conozco el caso de estudiantes de Medicina que han de dedicar un valioso tiempo de estudio a tener un nivel de competencia en inglés de tipo B1. Creo que cualquier ciudadano preferiría que ese tiempo lo empleasen aprendiendo terapias y tratamientos que nos resuelvan problemas de salud.
Y para acabar, que ya va siendo hora. Decía el gran periodista y cínico norteamericano H.L.Mencken que no había estupidez lo suficientemente grande como para no encontrar un profesor universitario que la avale y apoye. Y es quizás no haya lugar donde la obligatoriedad del inglés tenga mayor predicamento que en la enseñanaza universitaria. Y no porque los estudiantes universitarios no deban de conocerlo...que sí que lo deben conocer sin ningún tipo de duda. Donde más se observa el fetichismo del inglés en este sector es entre quienes se encargan de gestionar la ediucación universitaria. No hay mejor ejemplo de ello que la estúpida competencia que se ha establecido entre las universidades españolas por ofrecer grados y posgrados bilingües.... Pero, ¿en qué cabeza cabe que el dar unas asignaturas malamente en inglés vaya a atraer a estudiantes extranjeros que ya saben inglés? ¿No se han dado cuenta los gestores de nuestras universidades públicas que los estudiantes que vienen de fuera lo hacen -en todo caso- para aprender castellano?
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