Cuando hace apenas unos días comentaba en esta página el horror en que se han convertido los plazos judiciales de cierto juzgado de Madrid olvidé comentar que en ese mismo juzgado había presenciado unos días antes uno de los actos más insensatos que jamás he visto en las subastas judiciales.
Se trataba de una subasta en la que la fianza era de ochocientos mil euros, nada menos, y cuya adjudicación no se hubiera hecho firme hasta que las pujas alcanzasen al menos los dos millones ochocientos mil, algo poco menos que imposible por tratarse de un bien muy valioso pero cuyo valor hoy día no llega a tanto, a pesar de lo que me contó el adjudicatario provisional.
Yo no asistía a esa subasta. Simplemente estaba en la sala para hacer tiempo mientras me devolvían una fianza de una subasta anterior, en la que también me comporté como un iluso, por cierto. El caso es que el único postor abrió y cerró la subasta con una única puja de ochocientos mil euros (cantidad exactamente igual a la fianza) y la parte actora se calló, según me han dicho porque no tenían instrucciones. Hasta ese punto estaban convencidos de que la subasta iba a resultar desierta.
Y lo más fuerte, lo que me alucinó, fue ver la cara que puso el adjudicatario cuando le comenté el calvario judicial que le esperaba, con un mínimo de ocho meses hasta que la adjudicación fuera firme, con semejante fianza en la cuenta del juzgado y, sobre todo, con poquísimas posibilidades conseguirlo pues la deuda con el banco casi triplicaba el precio de adjudicación. Puede que la mejora de postura pase por el propietario sin que se lleve a cabo, pero lo que es seguro es que cuando le llegue al banco, será difícil que no la haga siendo la deuda la que es. Se habían callado en la subasta simplemente porque nadie esperaba que un suicida iba a pasar por allí.
En fin, gajes de ser un novato.