Maldita sea, ha vuelto a pasar.
Por una de esas casualidades de la vida se que una hipoteca a la que aparentemente le quedan por amortizar doscientos sesenta mil euros, en realidad la deuda pendiente se queda en sesenta y tres mil. Con esa información privilegiada en mi poder, estoy completamente seguro de que ningún subastero en su sano juicio va a asistir a la subasta y doy por hecho que me la voy a adjudicar yo, si no fuera porque...
... se trata de una subasta motivada por una disolución del proindiviso.
Este tipo de subastas son impredecibles pues por un lado resulta que ambos copropietarios disponen siempre de la mejor información y por otro lado, lo peor de todo, se trata de inexpertos que siempre cometen los mismos dos errores:
1- Nunca calculan adecuadamente y con la cabeza fría el valor real de las propiedades subastadas
2- Nunca elaboran una estrategia adecuada a su interés de comprar o de que sean otros los que compren
Lo más normal es que acudan a la subasta con la idea de que su chamizo de mierda vale tanto como si estuviera en la calle Serrano de Madrid. Y claro, con semejantes valoraciones meten constantemente la pata, como la vez en que uno de pagó treinta y cinco mil euros por una plaza de garaje situada en Moratalaz o aquella otra ocasión en que uno de los hermanos se llevó una casa de pueblo en estado casi ruinoso por ciento cincuenta mil euros.
La subasta de la que estoy escribiendo se trataba de un chalecito en la sierra madrileña cuyo valor casi exacto era de 220.000 euros y que para la copropietaria no valía menos 350.000 euros. Yo acudía a la subasta invitado por ella, porque tenía interés en que se lo quedara alguien al precio al que ella consideraba que tenía que comprarse, que como estoy diciendo era un precio ilusorio.
Lamentablemente no fui capaz de convencerla acerca del valor real, por lo que la cosa empezaba con muy mala pinta.
Respecto al otro error, lo primero que deberían decidir los copropietarios que asisten a estas subastas es si lo que quieren es comprar al precio más bajo posible o si su intención es que sean terceras personas quienes compren al precio más alto posible para que la parte que a ellos les corresponde recibir sea cuanto más elevada mejor. En este punto la copropietaria que me invitó a la subasta lo tenía más claro. Había decidido que prefería que fuera yo quien me adjudicara la subasta pero siempre que a ella le correspondiera la cifra que tenía en la cabeza. ¿Cuál sería esa cifra?
El que tenía un cacao mental de narices era su exmarido. No sabía si quería comprar o vender, lo único que tenía claro era que odiaba a su ex y que iba a intentar que ella se llevara lo menos posible. De manera que en cuanto me vio me asaltó y me soltó a bocajarro que el chalet estaba alquilado, que la hipoteca que todavía se debía ascendía a los doscientos sesenta mil euros que todos habían creído y que su intención era comprar el chalet pero que si le ofrecía dinero se abstendría de pujar.
Por un lado las dos primeras mentiras, la del inquilino y la de la deuda hipotecaria, estaban encaminadas a acojonarme y a que yo no pujara. Por otra parte, pretendía que yo le diera dinero para comprarlo sin su competencia ¡¡¡será gilipollas!!!. Este es el ejemplo perfecto de imbécil que no se ha parado ni un minuto a decidir qué es lo que más le interesa.
Según me comentó, su único interés era que lo que yo pagara, fuera mucho o poco, fuera para él en vez de para el juzgado pues de esa manera su exmujer no recibiría nada. De esa calaña era tiparraco. Y además no tenía ni un pavo y su amenaza de pujar contra mí no era más que un farol.
Y al final no le salió del todo mal el negocio porque su exmujer tenía muy claro lo que quería de esa subasta, pero por lo visto no había dedicado ni un segundo a meditar sobre la estrategia a seguir porque en cuanto se abrieron las pujas, las abrió (y cerró) con la acojonante, exorbitante y desternillante cifra de doscientos ochenta y siete mil euros, cifra que unida a la deuda hipotecaria sumaba exactamente la valoración que esta mujer tenía del chalet.
Ni se le había pasado por la cabeza que se podría haber adjudicado la casa por la tercera parte de ese dinero. Su exmarido no tenía ni un pavo y yo no pensaba pujar más de setenta mil euros (70+63= 133), así que estoy casi seguro de que esta tontaina tiró ese día más de doscientos mil euros a la basura o, mejor aún, que ese día le regaló a su exmarido más de cien mil euros.
Ver para creer.
Próximamente publicaré "Tres razones para contratar a un subastero antes de instar una subasta judicial", la continuación del post de hoy