Como apenas estoy aterrizando y ni siquiera me he pasado aún por los juzgados resulta que no me ha dado tiempo a generar nuevas anécdotas que os pueda contar a mis fieles lectores, por muy ávidos que estéis tras el parón navideño.
Sin embargo sí que hay algo que me gustaría tratar para quitarme la comezón que me quedó tras una conversación que tuve inmediatamente antes de Navidad con un viejo subastero vallisoletano que antes venía a menudo por Madrid y con el que no coincidía desde hacía más de diez años.
Su nombre, pongamos que Juan.
Juan habla por los codos, hasta el punto de que algunos cambiaban de acera cuando le veían acercarse o se metían de pronto en una tienda para eludirlo, incluso si eso significaba tener que comprar algo aunque no lo necesitasen, solo por no verse arrastrados a tener una conversación con él. En realidad es un hombre encantador, simpático hasta la exageración, solo que cada incidente diario, cada cosa que le ocurre, puede transformarse en una aventura susceptible de ser relatada durante horas.
Una vez incluso para eludirle me tuve que esconder en los baños del juzgado, concretamente en un maloliente retrete. Y creo que se dio cuenta porque el muy cabrito entró detrás de mi y echó una meada de media hora y luego se recreó cinco minutos en lavarse las manos.
Además era una tontería medirse en insultos con Juan, quien poseía una lengua de una rapidez y una maldad insólitas.
Su rostro le da, además, mucha comicidad a sus historias, a veces a pesar suyo, pues tiene cara de perdedor, de ser el primero en morir en una película de miedo, antes incluso que la rubia o que el negro de turno.
El caso es que cuando me lo encontré en los juzgados de la Plaza de Castilla de Madrid fue tal la ilusión de verle de nuevo que olvidé esconderme y cometí el error de acercarme a saludarlo. Dos horas después todavía me tenía atrapado en su red de anécdotas y desgracias familiares, con la diferencia de que en esta ocasión su conversación despertó mi interés.
Le pregunté por qué hacía tanto tiempo que no participaba en las subastas judiciales y resulta que el problema le vino porque hace unos seis años se murió su esposa y eso provocó que se quedara inmediatamente sin dinero porque sus hijos se repartieron la mitad del que tenía en liquidez y todas las propiedades que tenía a nombre de la difunta.
A él le quedó la mitad del dinero, las propiedades que estaban a su propio nombre y el usufructo de las propiedades que en ese momento estaban a nombre de la esposa. Por otro lado, de las propiedades que estaban a nombre de ambos, sus hijos se quedaron con la propiedad de la mitad indivisa y el con la otra mitad y con el usufructo.
De manera que de repente ya no pudo vender muchos de los bienes por ser propiedad de sus hijos en todo o en parte.
Desde entonces se ha tenido que conformar con vivir de los alquileres.
No me digáis que no parece una película de miedo.
Esto me ha tenido muy pensativo durante estos días de descanso, de manera que pronto haré una visita al notario para que me asesore sobre la forma de evitar semejante desgracia. Y no me refiero a la desgracia de quedarte viudo, que eso no está en nuestras manos evitarlo, sino la de que la mitad de nuestro patrimonio cambie de manos y nos quedemos jóvenes y sin apenas capital para continuar con el negocio.
Seguramente habrá negocios familiares que no queden tan devastados tras algo así, pero parece evidente que el de las subastas judiciales es un negocio con una gran necesidad de capital para seguir funcionando. Sin ese combustible no hay nada que hacer.
Diréis que esto solo les puede ocurrir a quienes compran siempre como personas físicas por no tener una sociedad limitada, pero yo tengo mis dudas.
Y mientras tanto...
¿Cuál ha sido vuestra estrategia en este asunto?