Escribiendo el otro día sobre lo inteligente que resulta que el adjudicatario se ponga de acuerdo con el demandado para buscar su cooperación en la venta del piso subastado, recordé una vivencia que tuve hace diez años en la que no solo no pudo ser sino que el primer contacto casi acaba en los titulares de la prensa.
Me acababa de adjudicar un chalet adosado en una subasta celebrada en Logroño y, ya que estaba allí decidí no esperar a haber rematado, sino visitar directamente al demandado para ver si podíamos cooperar o, al menos, ver de qué pie cojeaba. Y vaya si lo vi.
Antes de llamar a la puerta moví una mano arriba y abajo por la jamba de la puerta. estaba tan pegajosa que bastaba con tocarla para sentir la necesidad de darse una ducha. Me abrió la puerta un hombre grande, casi gigantesco , aunque no medía más allá de dos metros ni era mucho más ancho que un camión de cerveza.
Cuando le dije que acababa de comprar su casa en una subasta judicial su rostro adquirió la expresión de alguien que se acaba de tragar una avispa. Tanto, que le costó un montón de trabajo recobrar la serenidad y, cuando por fin la recobró, me hizo pasar al recibidor y, cerrando tras de mí la puerta de entrada y colocándose entre esta y yo me dijo:
¿Y qué le parecería a usted que ahora me liara a hostias y luego le tirara por la ventana?
Uff, solo transcurrieron quince segundos de pánico, los suficientes para que la boca se me secara, la respiración se cortara y los testículos se me comprimieran hasta meterse en el cuerpo. No voy ahora a hacerme el valiente y a imaginarme una respuesta rotunda porque la verdad es que ni recuerdo lo que le dije. El caso es que de alguna manera conseguí apaciguar a la fiera y salir entero de allí.
También recuerdo, como si hubiera sido ayer, que cuando bajaba las escaleras del adosado observé que en la casa vecina había un visillo corrido hacia un lado y que una cara alargada, muy cerca del cristal, miraba en mi dirección con evidente interés: el rostro de una anciana de cabellos blancos y mirada astuta. Me alegró un montón ver que no estaba solo y la saludé con simpatía pues estas vecinas entrometidas son las mejores amigas del subastero preguntón.
Naturalmente una historia así solo puede acabar con el Lanzamiento, que se produjo unos cuatro meses después y en el que el amenazante matón dio la nota poniéndose de rodillas para suplicarme, delante de no menos de ocho personas, que le dejara quedarse unos días más. Por lo visto no era tan matón, sino un pobre de espíritu, con clarísimos problemas psicológicos, incapaz de controlarse ante la contrariedad. Suplicó y lloró y le dieron varios ataques de nervios. Incluso tuvo la genial idea de llamar a un tío suyo que era coronel de la Guardia Civil y me puso al teléfono para ver si el pariente me convencía. ¡Medallas a mí!
Lo que no sabían es que Tristán es muy dialogante al principio del proceso y duro como el granito en los lanzamientos. Solo faltaría.