miércoles, 16 de febrero de 2011
Dos panaceas: la privatización y la bancarización de las cajas de ahorros
Manuel Muela, economista.
Entre las muchas soluciones que circulan para resolver los problemas que aquejan a nuestro sistema crediticio hay dos que merecen ser comentadas porque aparecen revestidas del don del acierto, sin asomo de error alguno: las cajas de ahorros tienen que privatizarse y, además, convertirse en bancos para entrar en el camino de la perfección. Si ambas cosas fueran verdad, que no lo son, se habría descubierto la piedra filosofal para enderezar la crisis del crédito en España. Desde luego, el camino no es produciendo normas a trompicones y sembrando la incertidumbre sobre la capacidad de las entidades crediticias. En mi opinión, más valdría volcar los esfuerzos en vigilar la gestión y la profesionalidad de sus administradores, para llevar a buen término los planes de negocio y de saneamiento aprobados por las propias entidades y/o las autoridades responsables.
Quienes conocen la historia de las cajas de ahorros saben que se trata de entidades privadas de origen fundacional, cuyo negocio básico ha sido administrar el ahorro en beneficio de sus propios clientes y de las provincias y regiones en las que operan. Existen cajas de fundación privada y otras de fundación pública, de ayuntamientos y de diputaciones provinciales y todas ellas han desarrollado su actividad dentro de un marco que, inicialmente, estuvo muy limitado y protegido y que, después, se hizo más abierto y flexible. Las cajas, desde los años 60 del siglo XX, fueron creciendo con el país y, en su conjunto, mantuvieron la fidelidad a su negocio y se convirtieron en un ejemplo de eficacia en el segmento de banca minorista. Esa es la explicación, y no otra, de que hoy representen la mitad de nuestro sistema crediticio con más de 23.000 oficinas y alrededor de 120.000 trabajadores.
Si en determinados casos es el Estado el que aporta tales recursos, no hay que rasgarse las vestiduras: ni lo público ni lo privado son malos en sí mismos, de lo que se trata es de ser exigentes con la administración de los recursos y de utilizar a los mejores profesionales para ejercerla
Como es lógico, unas entidades tan imbricadas en la realidad social y económica de España sufren las consecuencias de la crisis. Una crisis que es la certificación del fracaso de un modelo económico, claramente especulativo, en el que también una parte de las cajas de ahorros tienen su cuota de responsabilidad. Y precisamente esto las ha llevado a iniciar proyectos de reconversión y de saneamiento que, no sin dificultades, se van ejecutando. Pero esa realidad ha sido devaluada, en muchos casos, por la falta de exigencia de responsabilidad a los administradores causantes de los problemas y a las autoridades que tampoco los evitaron. Bien es verdad, aunque no es excusa, que esa ha sido la tónica general desde que apareció la crisis.
Los problemas de los balances de las entidades son conocidos y las recetas son variadas: su denominador común es el adelgazamiento estructural y el tiempo necesario para hacerlo en un marco económico de depresión que, desgraciadamente, se prolongará unos años. Quiere decirse que se podrá ser más o menos exigente en la cura, pero la enfermedad es grave y no hay medicinas milagrosas en el horizonte. Se requiere templanza y buen sentido, aparte de asumir las responsabilidades que a cada uno corresponda, huyendo de la turbamulta y de la simplicidad. Las cajas de ahorros son una expresión notoria de que España, aprendiendo de los errores, tiene que cambiar.
Pero los cambios solo serán eficaces si se inspiran en el sentido común y en el conocimiento de los problemas y de la realidad que los circunda. Y, en el caso de las cajas de ahorros, parece cierto que representan uno de los activos más importantes de la economía nacional, que no puede ser puesto en almoneda porque lo exijan sus competidores o porque se quiera dar aisladamente una imagen de firmeza para encubrir las múltiples vacilaciones que dominan la política española.
Ya existen los mecanismos para que las cajas de ahorros obtengan recursos privados y que éstos tengan voz y voto en sus órganos de gobierno. Y si en determinados casos es el Estado el que aporta tales recursos, no hay que rasgarse las vestiduras: ni lo público ni lo privado son malos en sí mismos, de lo que se trata es de ser exigentes con la administración de los recursos y de utilizar a los mejores profesionales para ejercerla. Son las premisas fundamentales para ordenar el sector; porque decir que las cajas de ahorros se tienen que convertir en bancos para mejorar es de un simplismo digno de mejor causa. No olvidemos que lo mismo que las llamadas ciudades libres de la Edad Media no producían hombres libres, los bancos por el hecho de serlo no son garantía de buena administración y de buen gobierno. Sobran los ejemplos.
Quien tiene dinero tiene en su bolsillo a quienes no lo tienen