Había quedado huérfano y disponía de una herencia de doscientos dólares, que decidí invertir en el tapete verde. Había pasado ya muchas horas observando a los jugadores de póquer. Y me había convencido de que todos eran fanáticos e ingenuos, destinados inevitablemente a perder. Todos eran personas seguras de poder ganar gracias a la suerte, a la improvisación o al mucho dinero de que disponían. Por el contrario, yo no creo en la suerte, sino sólo en el cálculo de probabilidades y en la psicología.
Mis compañeros de colegio iban a jugar a béisbol, mientras yo pasaba horas y horas en las casas de juego, donde, por aquel tiempo, se admitían todas las apuestas. Había visto a muchos comerciantes de mi ciudad perder sus negocios o ganar nuevos; había visto a un viajante de comercio apostar dos mil pares de zapatos contra seis leones, los dos tigres y los restantes animales apostados por el director de un pequeño circo ecuestre; había visto a un jugador de póquer morir fulminado por la emoción al tener un póquer de ases tras haber apostado su propia granja contra treinta y dos bueyes, que fueron regularmente entregados a su viuda.
Se jugaba en el garito de Monty -llamado, precisamente, "Monty's Place"--, en una estancia escasamente iluminada, sobre una gran mesa cubierta con un paño de billar, alrededor de la cual había siete sillas de pala y siete gigantescas escupideras. Las paredes estaban desnudas. Se veía sólo un cartel que decía: "Veinte dólares de multa al que mire los descartes." Monty tomaba cincuenta cents por cada mano jugada. A cambio de ello, proveía de whisky y de cartas y vigilaba el juego.
Ningún tahúr había logrado jamás engañarlo. Y pocos jugadores lograron ganarle. En efecto, Monty participaba también en la partida. Y su suerte era tan proverbial como su honestidad. Pero, tras haberlo estudiado largamente, me di cuenta de que, si no había que reprochar nada a su honestidad, había mucho que reprochar a su "suerte". Monty no era afortunado, pero se tiraba farol tras farol, dejando creer a los ingenuos que había sido favorecido por la diosa vendada. Su sistema para domar a los jugadores noveles era simple. Durante la primera hora de juego se comprometía sólo cuando tenía cartas muy buenas, y entonces hacía apuestas fortísimas, para hacer creer que se tiraba un farol. El jugador novel, ansioso de dar una lección al famoso Monty, "veía" y, por lo general, perdía, hasta que .-después de dos o tres lecciones de este tipo se convencía incluso él de la "suerte" de Monty.
Sin embargo, yo observé un detalle. Monty tenía la costumbre de acompañar las apuestas más fuertes dando un gran puñetazo en la mesa. Pero cuando se tiraba un farol daba el puñetazo con la mano derecha, tal vez para golpear con más violencia sobre la mesa, mientras que utilizaba la izquierda cuando tenía buen juego.
Armado con esta experiencia, me senté a la mesa yo, con dieciséis años, entre todos aquellos hombres mayores y sin escrúpulos, prestos a soplarme los doscientos dólares de mi herencia-, y perdí lentamente los primeros cincuenta dólares. Luego vino la racha buena. Había abierto con dos ases (óptimo punto en Norteamérica, donde el póquer se juega con todas las cartas de la baraja), y Monty subió la apuesta declarándose servido. Cogí tres cartas, pero me quedé con dos ases. Monty apuntó el resto, o sea, una suma semejante a la que estaba ante mí; y acompañó la apuesta dando un puñetazo en la mesa con la mano derecha. Vi y gané la mano. Más tarde, Monty repitió el farol, con la misma técnica, diciendo de nuevo que estaba servido. Cogí una carta para probar un color, que no llegó. Y cuando Monty apuntó cien dólares, dando siempre un puñetazo en la mesa con la derecha, yo aposté todo el dinero que tenía delante, dado que no podía ir a ver con cinco cartas desaparejadas. Y Monty se vio obligado a pasar. Aquella experiencia me enseñó una primera regla fundamental: estudiar las costumbres de los adversarios.
No hay jugador que no se traicione con las inflexiones de la voz o con gestos involuntarios de las manos. ¿Quieren ustedes una prueba? Sigan de lejos una partida de póquer, dejándose guiar sólo por las voces de los jugadores. Al cabo de algunos minutos podrán ustedes decir quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores. Los primeros charlan hasta por los codos, mientras que los segundos permanecen mudos, cerrados en el sufrimiento de la pérdida o en la espera de la revancha.
Tenemos luego los jugadores que se ven de pronto atolondrados cuando tienen buenas cartas en la mano, porque de tal modo tratan de sorprender a los adversarios. Otros jugadores, cuando recurren al farol, sienten la necesidad de hacer algún gesto para ocultar su emoción: ajustarse las gafas, encender un cigarrillo o tocar las fichas. Estudien ustedes estas costumbres y tendrán ya una primera ventaja sobre los adversarios.
Durante muchos años he venido escribiendo en una libreta todas las observaciones hechas sobre los jugadores con los que me encontraba cada noche durante la partida. Y, tras algunas semanas, estaba en condiciones de saber si tenían juego o se tiraban un farol. Naturalmente, para llegar a este resultado es preciso estudiar a los adversarios, aun sin perder de vista el desarrollo de la partida. Pero, ¿qué hacen todos los jugadores? En vez de estudiar a los adversarios, pierden el tiempo mirando lentísimamente las cartas para hacer más intensa la emoción del juego. Es un placer lícito para quien juega por divertirse. Pero yo juego para ganar. Y sé que es importantísimo conocer las costumbres de los adversarios e incluso el cálculo de probabilidades aplicado al póquer. Nos lo demuestra el siguiente episodio: Me encontraba en Pekín durante la guerra entre China y Japón, cuando estaba al frente del contraespionaje chino. Una noche jugué al póquer con dos pilotos norteamericanos; con mi secretario, Ling; con un experto en cañones antiaéreos y con un prófugo alemán que viajaba con pasaporte hondureño. Jugábamos con dólares chinos, que valían la décima parte de un dólar norteamericano, y jugábamos con las cartas descubiertas (“telesina”.), y sólo con la primera carta cubierta. Después de la distribución de la cuarta carta, yo tenía escalera abierta a ambos lados, y el alemán, que tenia tres cartas de oros, subió hasta diez mil dólares chinos. Una rápida mirada a las cartas expuestas me dijo que tenía más probabilidad de completar la escalera, de cuantas pudiera tener el alemán de completar el color. Y jugué. Hice escalera con la última carta, y el alemán, que había tomado otra carta, subió hasta los 30.000 dólares. ¿Tenía realmente color? Las probabilidades estaban contra él. Fui a ver y gané, porque era un farol. Había empezado a jugar con dos ases: el de espadas, cubierto, y el de oros, descubierto. Luego, habiendo tomado otras cartas de oros, intentó el farol.
Me pagó con dólares falsos.
la suerte tiene poco que ver con el póquer. Si, podrías ver comprometido el éxito de toda una velada por un juego desafortunado; podrías encontrarte con póquer de dieces (o sotas) de mano y ver cómo te gana alguien que te ha seguido con dos damas y ha tomado otras dos. O podría transcurrir (si bien es improbable) toda una velada sin cartas o, peor aún, viendo siempre tus puntos superados por los de los adversarios. Sí, estas cosas les ocurren a todos. Pero UNA, DOS, DIEZ VECES, NO SIEMPRE. Si juegas una vez al año, tal vez puedas contar con la suerte. Pero si juegas a menudo, debes saber que, a la larga, todos los jugadores reciben las mismas cartas. Hay quien sabe explotarlas y gana. Y hay quien no sabe explotarlas (o no sabe defenderse) y pierde.
YO NO CREO EN LA SUERTE , SINO SÓLO EN EL CÁLCULO DE PROBABILIDADES Y EN LA PSICOLOGÍA.
Herbert O. Hardley matemático, y según se dice el mejor jugador de poker de toda la historia de Estados Unidos.