Demagogia y verdades en el IRPF
El IRPF es el impuesto por excelencia de nuestro sistema tributario. Lo es por ser el que más ingresos proporciona a las arcas públicas entre los gestionados por la Agencia Tributaria, un 45% del total a considerable distancia de lo recaudado por IVA, un 31%. Lo es también por ser el impuesto con mayor número de declarantes, más de 22 millones en 2021 según la última estadística publicada por la Agencia Tributaria -en el IVA son apenas 3,5 millones-. Lo es asimismo por el impacto social que tienen las campañas anuales de renta, cita tributaria en la que la mitad de los españoles nos desnudamos fiscalmente ante nuestro Tío Sam patrio. Y lo es finalmente por la extraordinaria exigencia que incorpora pues el tipo marginal acumulado del impuesto aplicable en 2022, suma del estatal y del autonómico, se situó entre el 45% en la Comunidad de Madrid y el 54% en la Valenciana, la más y la menos respetuosa con el dinero de los contribuyentes.
Por todo lo expuesto, el IRPF acapara mucha atención social, mediática y política. Y como no podía ser menos, resulta destinatario de un buen número de críticas. Entre ellas la más frecuente, aunque en mi opinión no tenga demasiada fundamentación, es la de no ser suficientemente progresivo e incluso ser regresivo. La exposición que sigue aspira a combatir esta crítica.
Es un lugar común afear al IRPF el peso relativo que tienen los rendimientos del trabajo personal entre las rentas sujetas a gravamen pues constituyen el 84,8% de las que son gravadas, quedando para el conjunto de los restantes componentes un exiguo 15,6%, porcentaje que se distribuye entre los rendimientos de actividades económicas -6,5%-, las ganancias patrimoniales -4,5%-, los rendimientos del capital inmobiliario -4%- y los rendimientos del mobiliario -0,2%-. Una leve reflexión permite rechazar este argumento pues existe una explicación lógica para que así suceda.
Empezando por los rendimientos de actividades económicas, es evidente que la parte del león de este tipo de ingresos se origina por los beneficios empresariales obtenidos por personas jurídicas que, en consecuencia, tributan en el Impuesto sobre Sociedades en vez de hacerlo en el IRPF en el que exclusivamente se gravan los beneficios cuando el empresario es una persona física. Esta circunstancia sucede también en el resto de los componentes antes citados. Por ejemplo, el escaso peso de los rendimientos del capital mobiliario entre las rentas que grava el IRPF -el reseñado 0,2%- se explica porque los grandes paquetes de bienes que los originan como son las acciones en empresas, las participaciones en fondos de inversión o la titularidad de créditos son también propiedad de entidades tributantes en el Impuesto sobre Sociedades. Y aunque en menor medida, sucede igual en los rendimientos de capital inmobiliario y en las ganancias de capital. En definitiva, salvo los rendimientos del trabajo, el resto de los componentes de la renta tributan en el Impuesto sobre Sociedades por lo que carece de sentido comparar el peso relativo que respectivamente tienen en el IRPF.
Podría entonces decirse, así lo aseguran quienes gustan de cultivar la demagogia, que la prueba de la regresividad del IRPF estriba en lo mucho que con él se recauda frente a la comparativamente menor que se obtiene en el Impuesto sobre Sociedades, pues éste aporta el 12% a la recaudación total de la AEAT y aquél el 45%, casi cuatro veces más. Se podría así alegar que las rentas de las personas estarían sobregravadas y las de las empresas infragravadas. De compartirse esta conclusión y considerar que la progresividad fiscal consiste en igualar lo recaudado por ambos impuestos, no habría más que una posible solución. Como por razones obvias, el tipo aplicable en el Impuesto sobre Sociedades no puede situarse en el 90% o 95%, la única manera de eliminar esta considerada regresividad del IRPF sería rebajar considerablemente su exigencia fiscal. Yo me apunto con entusiasmo a esa solución, me temo que los que le acusan de ser regresivo no lo harán.
También es frecuente escuchar que el IRPF es regresivo por la existencia de dos tarifas distintas aplicadas respectivamente a la base general y a la base del ahorro, argumentándose que los tipos más reducidos aplicados a esta última favorecen a los individuos con mayor nivel de renta. De entrada, es obligado señalar que las rentas que tributan en la base del ahorro representan tan solo un 7,5% de la renta global sometida al impuesto. Además, dentro de las incluidas en la base del ahorro, solo un tercio proceden de rendimientos del capital mobiliario, en tanto que los otros dos se corresponden con ganancias patrimoniales. Y, desde luego, los destinatarios de esta menor tributación no pueden identificarse exclusivamente con los contribuyentes de rentas altas pues, por ejemplo, son multitud los españoles de cualquier nivel de renta que obtienen dichas ganancias al vender su vivienda habitual para trasladarse a otra motivado por un cambio de residencia o por modificación de su estatus familiar.
En cualquier caso, este posible efecto contrario a la progresividad por esta tributación diferenciada queda absolutamente compensado si se observan las consecuencias generadas por la elevada progresividad de la tarifa aplicada a la base general. Los datos son harto elocuentes y es suficiente con realizar determinadas comparaciones. Los contribuyentes cuyos ingresos no llegan a 21.000 euros suponen el 38% de los declarantes del IRPF y lo que pagan entre todos ellos representa el 8,5% de la recaudación. En el extremo opuesto, aquellos que superan los 600.000 euros significan solo el 0,08% de las declaraciones, pero proporcionan el 7% del total recaudado. Esta significativa asimetría puede considerarse escasa o excesiva según la opinión particular de cada cual, pero impide negar que la tributación del IRPF carezca de progresividad. La tiene y mucha.
Particularmente considero que las críticas que merece el IRPF son otras. Una, la excesiva e injustificada complejidad de las normas que lo regulan. Dos, su elevadísima variabilidad que incorpora cambios relevantes en todos los ejercicios. Tres, la existencia de rentas inventadas o ficticias mediante las que se nos hace pagar por ingresos inexistentes. Cuatro, la obligación de presentar su declaración anual en modo on line, condición abusiva especialmente gravosa para un amplio conjunto de contribuyentes. Y, sobre todo y muy especialmente, su elevadísima exigencia. Gravar con un solo impuesto hasta un 54% de los ingresos de un ciudadano resulta absolutamente inmoral. Y detraer prácticamente un 30% de su sueldo al trabajador cuyo salario coincide con el medio español -26.000 euros- es una auténtica injusticia.
Ignacio Ruiz-Jarabo
Economista e Inspector de Hacienda. Ha trabajado 25 años en el sector público, siendo director de la Escuela de la Hacienda Pública, director general del Catastro, director general de la AEAT y presidente de la SEPI. Desde 2004 trabaja en el sector privado como consultor de empresas y asesor fiscal. En la actualidad dirige RUIZ-JARABO ASOCIADOS, SL.