EL DÍA DE DESPUES.
¿Por qué no estuve en la marcha independentista?
Cartas | 12/09/2012 - 14:33h
ORIOL PUIG
Les Franqueses del Vallès, Barcelona
Permítanme primero la licencia de dirigirme a ustedes en castellano, no como acto político, sino por puro pragmatismo ante el objetivo de que mis opiniones lleguen a un número mayor de personas. En días como hoy de pan y sal, donde hasta el aceite ha pasado a ser un bien de lujo. En días como hoy, tristes a la vez que alegres, grises aunque también luminosos, silenciosos además que locuaces, me otorgo el permiso de presentar mis razones por pertenecer al grupo que hoy, día 11 de septiembre de 2012, no estuvo en la que probablemente sea la mayor manifestación independentista en la historia de Catalunya.
Necesito explicarme conmigo mismo y con los que me rodean. La bandera de la independencia enarbola los deseos de un pueblo que quiere ser libre, que grita con fuerza y rabia hacia un enemigo común: España. A esas personas que luchan por ese viaje futuro que acabe con el lastre anacrónico de los descendientes de la corona de Castilla; a esas personas que se reafirman cada día en su convicción diáfana de apostar por un Estado independiente; a esas personas que trabajan a diario por hacer de la estelada el máximo símbolo de nuestra tierra; a esas personas que tienen las cosas tan claras como para no dudar. A cada una de ellas y ellos me dirijo para transmitirles mis vacilaciones y mis miedos al "día después" de una posible independencia, un día del que pocos hablan y que me temo que podría comportar una ola de decepción de magnitudes impredecibles. ¿Quién sería entonces el enemigo?
La autodeterminación es -o debería ser- un principio básico de toda democracia y aún me asombra que quienes gobiernan el Estado hayan podido ser tan ingenuos de creer que serían capaces de callar a un pueblo a base de empequeñecerlo. Lejos están de conseguirlo. Así que de seguir obstaculizando un valor tan elemental como el de escuchar a la ciudadanía, les puede suponer un error imperdonable conseguir más bien lo contrario. Nadie, y menos el Estado español, debería temer a una sociedad que, a pesar de su esencia nacionalista y rebelde, se ha mantenido leal y solidaria a su lado. Dicho esto, sin embargo, considero que la autodeterminación no debería comportar la independencia.
Creo que hablar actualmente de independencia es una antítesis que se adivina falaz. ¿Independientes de las Merkel, los Hollande, los Draghi, las Lagarde? Si no es así, no me sirve. ¿Independientes de los Rajoy que dependen a su vez de las Merkel, los Hollande y las máximas neoliberales que mueven el mundo? Tampoco me sirve. Me gustaría que los independentistas me convencieran de qué y de quién vamos a ser independientes y, sobre todo, para crear qué y cómo. Me parecen preguntas demasiado trascendentales como para no ser tratadas y, desafortunadamente, creo que pocos son los que las abordan.
Yo sueño con una Catalunya ante todo justa, sin diferencias sociales, sin personas por debajo del umbral de la pobreza, sin empresarios burgueses que exploten a sus trabajadores y sean bien vistos por el mero hecho de ser nacionalistas; sin políticos corruptos que sean amnistiados por ser nacionalistas, y con una sociedad abierta y plural. Sueño con todo eso, más allá de una independencia a la que no me cierro, pero que nadie me garantiza hacia dónde irá.
Es por este motivo que, a pesar de mi amor por la lengua, la cultura y las tradiciones de mi tierra, Catalunya, igual o mayor que el de cualquier otro independentista concienzudo -o captado en los últimos tiempos para la causa-, me muestro sensible a las consecuencias nefastas que han conllevado históricamente todos los nacionalismos. Habría tantos ejemplos para citar, pero sólo con la Segunda Guerra Mundial o el conflicto de la antigua Yugoslavia, creo que es suficiente. Ambos fueron resultados directos de la intolerancia, el extremismo y el etnocentrismo de que cada uno se creyera el centro del mundo. Es esa visión egoísta la que no quiero para un futuro. He visto demasiados pueblos fragmentados por un odio enraizado que impide a las personas establecer puentes para con el "otro". Ellos son víctimas de sus líderes que encabezan y fomentan discursos según sopla el rédito electoral.
Y es por todo esto que denuncio aquí y ahora que no quiero formar parte de este circo. Pretendo que jueguen conmigo lo menos posible, consciente como soy, que como parte del sistema me tocará tragar en algunas ocasiones. Las maniobras execrables de los nacionalistas españoles para movilizar a los suyos a través de una arma política llamada Catalunya deberían ser denunciables en los juzgados y las artimañas usadas por los conservadores catalanes con el mismo fin deberían de igual forma ser repudiadas.
La cuerda entre España y Catalunya se tensa cada día más con sus declaraciones y tretas políticas engrandecidas por unos medios de comunicación que atizan el recelo y contribuyen cómplices a difundir un pensamiento único del sistema, sucumbiendo a ejercer su papel de cuarto poder de un protoestado del bienestar ficticio y desactivado. Eso, claro está, afecta a todos y cada uno de nosotros que, sin estar dentro del juego, decantamos la balanza en uno y otro sentido cada vez que se nos reclama.
Por este motivo, esta irresponsabilidad que relato me hace temer, no sin motivo, que una Catalunya independiente en el futuro continuaría con los mismos problemas que en la actualidad, aunque con un añadido: la búsqueda de un enemigo común, máxima por la cual los sistemas se autoconforman a través de la demanda de un antagónico que los constituye -en el caso que nos ocupa, esta esencia es más perceptible que en cualquiera "ni contigo ni sin ti"-.
Es por todo esto que hoy, no sin desdicha, me encuentro en casa, junto a mi amada, observando por televisión con nostalgia y tristeza cómo han truncado otro de mis sueños: el de andar junto a los míos, de manera serena pero decidida, reivindicando un mundo más justo. Hoy observo, en cambio, como mi estimado pueblo se moviliza por una causa que no es la mía, por una bandera que no es la mía, por una razón que no es la mía. Es entonces cuando pienso dónde quedan mis estandartes y bajando los brazos comprendo el éxito del nacionalismo que ha logrado encauzar esas reivindicaciones bajo su paraguas. Es su pequeña gran victoria, que celebro y que a su vez me permite soñar aún en un día junto a mis padres, mi hermana y mi sobrina, en el que unidos reclamemos justicia, en toda la amplitud del término. Esa justicia social, judicial, económica y de todo tipo que los mismos nacionalistas de ambos lados nos han arrebatado.
Detesto a las víctimas que respetan a sus verdugos.