Entre estas dos situaciones (del enlace que puse antes), si miramos solo los números de las personas, la primera sería mucho mejor que la segunda:
Un resumen del artículo:
Estamos pues en 1964, con 32 millones de habitantes, de los cuales 19,7 millones tienen edad de trabajar, pero sólo 11,9 millones se declara dispuesto a hacerlo y, de ellos, son 11,6 millones los que efectivamente están trabajando. La relación, por tanto, entre los ocupados y el resto de la población es de 1,75 personas no ocupadas por cada persona que sí lo está.
Ahora viene el ejercicio de imaginación: supongamos que en ese momento se presenta ante nosotros un mago adivino, de fiabilidad demostrada. Siempre acierta sus predicciones y no hay duda de que también lo hará en este asunto. Le preguntamos cómo evolucionará la anterior distribución de la población en los próximos treinta años y nos responde los siguiente:
Bien, ahora ya sabemos que en los próximos 30 años la población crecerá en más de 7 millones de habitantes. Las personas que no tienen edad de trabajar no aumentarán mucho porque, el crecimiento de los más mayores se verá compensado por el descenso de las edades infantiles. La mayor parte del crecimiento se producirá, por tanto, entre los 16 y los 65 años, más de cinco millones más de personas en edad de trabajar. Todo parece esperanzador, hasta que nos fijamos en la relación con la actividad y la ocupación de estas edades: ¡crecen todas las categorías excepto la de los ocupados! ¡lo que más crece es el número de inactivos y parados! ¡Lo que nos está prediciendo nuestro adivino es que los siete millones de habitantes adicionales vivirán del trabajo y la riqueza que genere un número de ocupados que prácticamente no experimentará cambio alguno! Dentro de 30 años cada trabajador tendrá que mantener a 2,33 personas, en vez de 1,75.
¿Qué hacer? Aquí le toca el turno predictivo a los profundos analistas de las consecuencias de tal evolución demográfica. Fieles a modelos con más de medio siglo de solera, los alimentan con estos datos demográficos y el resultado es claro: un desastre. El país tendrá dificultades en todos los terrenos, será difícil hacer las inversiones públicas necesarias, mantener los sistemas de protección social o pagar las pensiones. Los ocupados se verán oprimidos por unos impuestos cada vez mayores, lo que reducirá su poder adquisitivo y la capacidad de consumo, deprimiendo la demanda interna y la actividad económica. Los organismos internacionales como la OCDE, el FMI o la propia Unión Europea recomendarán al Estado español hacer recortes de todo tipo, y los mercados financieros mirarán a nuestra deuda pública cada vez con más desconfianza. Nuestro adivino, además, sabe que en todos esos años no habrá un pacto político nacional sobre cómo tratar las pensiones, y que no habrá inmigración de jóvenes de otros países que venga a incrementar el número de ocupados.
Dejando a parte las medidas estatales, la estrategia individual más razonable parece ser meterlo todo en la maleta y huir del país.
Y aquí viene la gran paradoja de todo este asunto. Pasan los 30 años y todo lo que nos predijo nuestro adivino se ha cumplido. ¿También se han hecho realidad los pronósticos de los que predijeron las repercusiones? ¿En cuál de esos dos años se vivía mejor en España, había más riqueza, más infraestructuras, más universidades, más pensionistas, más ocio, más consumo, más inversión…? Quienes conocieron con pleno uso de razón la España de mediados de los sesenta y también la de mediados de los noventa sonreirán ante estas preguntas tan absurdas, porque este es uno de los países en los que mayor crecimiento económico y desarrollo social, cultural, tecnológico y productivo podría comprimirse en un periodo de sólo tres décadas. ¿Cómo es posible? (Insisto, aquí no pueden invocarse las reformas del Pacto de Toledo ni el masivo aporte de inmigrados en edad de trabajar, porque ninguna de ambas cosas había ocurrido todavía).
Antes de seguir predicando el retraso de la jubilación y otros recortes en los derechos de los mayores españoles, alguien debería explicar sus constantes fracasos predictivos, reiterados una y mil veces a lo largo de casi un siglo. ¿Cómo es posible que el deterioro de la relación de dependencia siempre haya ido acompañado de progreso y de riqueza crecientes, todo lo contrario de lo que se predice? Los modelos, en ciencia, se contrastan con la realidad en un constante movimiento de ida y vuelta, para irlos reajustando en función de los errores. En este caso no se ha modificado nada. Al final, insistiendo, se consigue audiencia en medios de comunicación ávidos de alarmas, y en políticos que necesitan contentar a los mercados financieros. Eso no es ciencia, sino manipulación, y probablemente lo que hará será agravar la actual crisis, no resolverla.
¡Bah! carnero, oveja. A tu raza, a tu vellón y a tu clan sé leal.