El fiasco del ingreso mínimo vital
¿Recordáis cuándo se creó el Ingreso Mínimo Vital? Fue la gran seña de identidad de un Gobierno que venía a socorrer a los pobres y a los excluidos. Se presentó como la gran aportación a la justicia social. Era el equivalente en España a la gran promesa de Lula da Silva en Brasil: que todos los ciudadanos pudieran comer tres veces al día. Pues bien: transcurrido medio año de aquella aportación innovadora ha pasado de ser todo eso a ser la gran decepción para cientos de miles de personas. Ante el ministerio del señor Escrivá han comenzado las protestas de los demandantes de esas ayudas, con un escrito al ministro con esta censura: el Ingreso Mínimo Vital «ha pasado de ser una esperanza a ser una fuente de dolor e indignación». Firma ese texto una asociación que se hace llamar RMI Tu Derecho.
Los datos de esa fuente de dolor son los siguientes: el ingreso estaba calculado para 850.000 familias, aproximadamente 2,3 millones de personas. Llegaron a solicitarlo 1,2 millones de entidades familiares, muchas de ellas unipersonales. Se gestionó un 70 % de las solicitudes. Hoy, solo 160.000 las están cobrando. La diferencia con los cálculos iniciales del ministerio es de 690.000 y el número de peticiones en principio rechazadas puede acercarse al millón. Y no estamos hablando de unas ayudas grandiosas, sino que oscilan entre los 462 euros para familias unipersonales y 1.015 para familias más numerosas. ¿Hizo mal los cálculos el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones? ¿Se encontró con que al final no tenía dinero para cumplir, después de haber presupuestado unos 3.000 millones de euros anuales que, según Escrivá, eran perfectamente asumibles? Es todo mucho más sencillo. Primero, falló la burocracia de la Seguridad Social, que resultó impotente para tramitar esas peticiones y las pensiones al mismo tiempo. Se cumple aquella maldición del servidor público que no puede hacer dos cosas al mismo tiempo y, si tiene que hacerlas, pasa una de ellas a la carpeta de asuntos que «ya se resolverán». No están hechas las oficinas públicas para unas prisas. Y menos todavía si su trabajo coincide con una pandemia que redujo temporalmente las plantillas y mermó la eficacia. Según se publicó, miles de personas llegaron a la edad de jubilación y no consiguieron que su expediente se tramitase.
Y segundo, los criterios de selección que se marcaron tuvieron que ser equivocados, con lo cual resultaron excluyentes. Quienes pensaba el Gobierno que necesitaban ayuda, resulta que son una minoría. Y quienes se consideran a sí mismos en estado de necesidad y que son merecedores de un subsidio público, resulta que no cumplen las condiciones del ministerio. Si no fuese dramático, sería cómico llegar a la peregrina conclusión de que no es lo mismo sentirse pobre que serlo oficialmente. Pero esa parece la realidad.