Desde hace años, miles de catalanes llevan prótesis caducadas, cuya fecha de deterioro irreversible fue manipulada para venderla y colocarla en 30 hospitales de la Generalidad. Desde hace un siglo, España alberga en su interior el nacionalismo catalán como una prótesis supuestamente benigna que ayuda a mantener el equilibrio del Estado. Pero igual que las prótesis adulteradas por la administración pujolista -Convergencia Democrática de Cataluña, antes de la confesión del Muy Poco Honorable Pujol que la llevó a la fosa- hace tiempo que los dolores provocados por la prótesis catalanista deberían haber alertado sobre el riesgo que para la salud pública revisten ese catalanismo llamado integrador y ese nacionalismo llamado moderado, que no son ni una cosa ni la otra. Ambas son prótesis retóricas caducadas que fatalmente provocarán invalidez o septicemia en el cuerpo intervenido por unos galenos que han convertido la estafa en el negocio del siglo. Para ser precisos, los 101 años pasados desde la creación de la Mancomunidad Catalana como órgano teóricamente administrativo que era en realidad el embrión del Estado Catalán instalado como prótesis en el Estado Español.
De Prat de la Riba a Cambó y Pujol
Nada ha cambiado desde Prat de la Riba –primer presidente de la Mancomunidad- o Francesc Cambó, alevín de Prat en el Centre Escolar Catalá, que desembocó en la Lliga Regionalista Catalana, el partido de la derecha catalanista que pastoreó Cambó hasta la guerra civil, en la que se convirtió en devoto propagandista de Franco. De Prat a Cambó y a Pujol hay una constante inalterable: deslealtad de fondo y suavidad en la forma, un estilo untuosamente clerical que sustituyó al feroz carlismo trabucaire con el que la Cataluña conservadora combatió durante todo el siglo XIX al liberalismo español. La Renaixença, madre de la Lliga, siempre consideró intolerable la Constitución de Cádiz y toda forma de soberanía nacional que supusiera merma de privilegios y tradiciones, por lo común redundantes. El invento genial del catalanismo tras la crisis del 98 fue convertir la defensa de esos privilegios en ideario político, en hacer de la desafección industria y del proteccionismo a los intereses catalanes una alcabala para la paz civil.
Como fruto de unas clases dirigentes cuyos intereses particulares no admitían fácilmente una defensa general, el discurso nacionalista siempre ha consistido en una apelación sentimental a los de casa para defender de los de fuera algo espiritual, sagrado, innegociable, pero que de inmediato se negociaba con ese poder lejano y opresor –Madrit-, siempre tan a mano. La paz civil catalana, el bálsamo de esos delicados sentimientos heridos sin saberlo pero secularmente por toscos castellanos y vagos andaluces podían ser objeto de una cura inmediata y paradójica gracias a unos cirujanos de papel moneda –los catalanistas- que curaban los agravios con aranceles. Lo malo es que el milagro catalanista duraba poco. En realidad, nada, porque aún no se habían secado en la Gaceta o el BOE los decretos que favorecían a ciertos intereses catalanes y ya estaban reproduciéndose las espirituales e incurables llagas que aliviaban por un rato el doctor Prat, o Cambó, o Pujol.
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Desvergüenza en Barcelona y en Madrid
El inmoral recurso a la queja de los ricos catalanes contra los pobres "castellanos" –así llamaban y llaman al resto de los españoles- encontró acomodo no menos inmoral en el Gobierno español, del que, por supuesto, en la Corona de Aragón o de España, siempre han formado parte catalanes. En Madrid, sean progresistas o conservadores, liberales o proteccionistas los que ocupen el Poder, tienen un principio universal, porque es común a todos, y particular, porque siempre se aplica a Barcelona: negociar un pacto de insatisfactoria satisfacción, con el que nunca se consideran satisfechos los catalanistas pero al que se han ido acostumbrando todos los Gobiernos. En rigor, pagar el chantaje catalanista es casi un hábito presupuestario.
El genio de Pujol ha consistido en aprovechar el poder mediático de la Izquierda, y en particular de los retro-antifranquistas Polanco y Cebrián, que a diferencia de la enemistad histórica entre socialistas y nacionalistas, han hecho suya la leyenda negra del franquismo en Cataluña que inventó el nacionalismo de los años 70, el de CDC y el PSUC, Vázquez Montalbán y Pujol, el pujolismo-leninismo. Así se ha reescrito la historia de Cataluña al modo soviético, como si Cambó y la flor del catalanismo nunca hubiera ido a Burgos a implorar a Franco la salvación de vidas y negocios. Como si la Transición la hubieran hecho catalanes y vascos, antifranquistas todos, con algún intelectual progre travestido de Conde Don Julián. O como si el 23F los separatistas catalanes no hubieran dormido todos en Perpiñán y Juan Carlos no hubiera llamado a Pujol para decirle: "Tranquil, Jordi, tranquil".
Viendo esta semana el enésimo espectáculo de agravio a la nación española, en la figura del Rey –haciendo lo que Rajoy no quiere hacer y él no debería- y en la retirada del busto de Juan Carlos I en el Ayuntamiento de Barcelona, era inevitable recordar –yo lo he hecho en La ciudad que fue- aquella Cataluña del tardofranquismo y la transición a la democracia, traída por consenso de franquistas y comunistas, pero que tuvo en Tarradellas, no en Pujol, el símbolo de reconciliación cívica, de la concordia de verdad, no la de la propaganda de Cambó. De aquella Cataluña nada queda. Y de aquella ilusión plenamente española que allí se sentía, menos. Hoy, los herederos intelectuales del pujolismo-leninismo son Mas, Xavi y Piqué.
Todos han querido creer a Pujol
El nacionalismo de Jordi Pujol, heredero natural y discípulo aventajadísimo de Prat y de Cambó, ha destruido aquella Cataluña y ha corrompido fatalmente España. Pero no lo ha hecho solo o por un talento especial para el engaño, sino por la voluntad de engañarse de todas las instituciones, empezando por la Corona, siguiendo por todos los gobiernos de Madrid, continuando por casi todos los partidos políticos españoles y terminando por la aplastante mayoría de medios de comunicación. Todos ellos han presentado la prótesis catalanista, la incrustación de CiU en los órganos de poder del Estado, empezando por el CGPJ y el Constitucional como un mal necesario, casi providencial para conseguir tres cosas: evitar la existencia de una ETA catalana, mostrar a los etarras que pueden lograr sus objetivos sin matar y, por supuesto, pactar los presupuestos en Madrid.
Ha dado igual que el PP o el PSOE tuvieran mayoría absoluta: Pujol ha sido interlocutor privilegiado de la Zarzuela y de la Moncloa, mediador de todos los enjuagues empresariales en Cataluña, árbitro de concesiones, fusiones, indultos y prevaricaciones. Un modelo de corrupción tolerable y tolerado, inimitable pero imitado. Salvo Juan Carlos I, todos los Presidentes del Gobierno han sido inquilinos temporales de la Moncloa; Pujol, dueño absoluto de la Generalidad de Cataluña, hasta sin ocuparla. No hay un solo dilema ético en la vida política de los últimos 35 años, desde que en 1980 Pujol llegó al Poder, en el que el nacionalismo catalán haya sido un factor ético, de lucha contra la corrupción o el deterioro de la democracia. De hecho, ha sido la garantía de su ruina. La prótesis catalanista sólo nos ha acostumbrado a cojear. Ahora, caducada en su función e infectada en sus prestaciones, sólo nos permite dos alternativas: o la extirpamos o nos mata.
Jimenez Losantos