La próxima convocatoria de elecciones autonómicas en Cataluña va a obligar al Gobierno de Mariano Rajoy a replantearse el tono de la respuesta que dio el pasado mes de noviembre, durante la celebración de la consulta-farsa. Es cierto que fue una trampa ilegal por la que, a día de hoy, Artur Mas continúa imputado… sin que se haya vuelto a conocer nada de ese procedimiento judicial por desobediencia a una resolución del Tribunal Constitucional del 4 de noviembre de 2014, que expresamente la prohibía. Mas ha promovido una lista única junto a ERC y varias entidades civiles independentistas, con un programa de mínimos y para una nueva legislatura «constituyente» de pocos meses, antes de volver a convocar elecciones teóricamente sobre la base de una previa declaración unilateral de independencia.
Las previsiones de la Constitución y los resortes jurídicos de leyes como el Código Penal o la Ley Electoral son nítidas e impiden desafíos extremos como el que Mas plantea, aun a costa de hundir a Convergencia como un partido que en su día fue fiable para la gobernabilidad de España, y que se ha convertido en el totem de una pretendida destrucción del sistema. Sin embargo, desde una perspectiva política, a Mariano Rajoy de poco le valdrán ya las genéricas remisiones al cumplimiento de la ley, restando contundencia a una réplica institucional que, como el tono de la amenaza rupturista, también debe ser grave, visible y dura. Mas y Junqueras están prediseñando un Parlamento autonómico en el que el porcentaje de escaños secesionistas supere con mucho al porcentaje real de ciudadanos que, según una encuesta reciente del “CIS catalán”, querrían un Estado independiente. De modo que menos de la mitad de los catalanes –una minoría social de facto- condicione al resto al punto de imponer de modo alegal una escisión territorial en España.
La Abogacía del Estado seguirá impugnando todos los abusos legales que se produzcan. Y el Tribunal Constitucional tumbará de urgencia cualquier afrenta que ponga en cuestión la Carta Magna. Pero de la réplica política que el Gobierno de Rajoy ofrezca dependerá que logre recomponer la imagen de bloqueo que ofreció cuando no se frenó la consulta de noviembre. Permitir aquel engaño era un mal menor, frente al mal mayor calculado por Moncloa que habría supuesto observar a miembros de la fuerzas de seguridad clausurando «urnas».
Aquel episodio no le granjeó a Mas ningún triunfo político. Todo lo contrario, un mayor descrédito. Incluso, ha destruido su coalición con Unió 37 años después. Pero sí supo rentabilizarlo frente a ERC como un éxito emocional pese a que el porcentaje de catalanes que votaron fue irrisorio. Las elecciones de septiembre no serán jurídicamente un plebiscito. No pueden serlo. Pero sentimentalmente serán presentadas de ese modo, con las maniobras de manipulación de la historia y con la ingeniería social monocorde a las que se ha acostumbrado el independentismo. Mas ha optado por el órdago definitivo aunque suponga su suicidio político, algo que pocos dudan.
Frenar esa amenaza para la unidad de España no es solo una obligación institucional del presidente del Gobierno en una autonomía donde el PP, presumiblemente, obtendrá pobres resultados y donde el liderazgo de Alicia Sánchez Camacho es muy discutido. Es también una oportunidad política de demostrar contundencia con una respuesta pública más perceptible, porque la ofrecida en noviembre contribuyó de modo relevante a la pérdida de crédito electoral y al desgaste de la confianza en Rajoy por parte de muchos electores del PP.
Las réplicas del Estado a las amenazas secesionistas están siempre rodeadas de tabúes de corrección política para no agravar los conflictos. Su resolución exige inteligencia y estricto respeto ceñido a la ley. Y la prudencia, siempre buena consejera, impone no arrojar gasolina al fuego. Lógico. Pero cuando esa réplica se percibe como debilidad, o incluso como pasividad premeditada, el resultado lastra al PP. En su día ya perjudicó al PSOE no tener un discurso homogéneo y definido sobre su modelo territorial, y ofreció un alambique político en el que el derecho a decidir, la discusión del significado de nación y la unidad de España fluían en un mismo plano de autenticidad jurídico-constitucional. Eso fue penalizado en las urnas.
Artur Mas ha decidido no negociar una salida ordenada a su fracaso, sino saltar a un abismo político en plena fractura social y sin miedo a las consecuencias. Justo por eso, hay sectores del PP que recuerdan que tampoco una réplica contundente del Estado debe ser temerosa de las consecuencias de frenar en seco, y de modo concluyente, un desafío anacrónico que nadie en Europa percibe sino como un error y una obsesión identitaria sin amparo legal. Ello, creen, permitiría a Rajoy una reconciliación con parte del electorado perdido y una recuperación del discurso tradicional del PP.